La revolución de las pancartas
Gustavo Duch Guillot *
Las verdades más ciertas, las razones más contundentes y los argumentos con mejores evidencias no se encuentran en las hemerotecas ni en los quioscos. El mercado capitalista se tragó y digirió –casi por completo– a la prensa y sus libertades. Lo que eran páginas con disparidad de opiniones, hoy son monografías, monocultivos del pensamiento.
Tampoco se escuchan en las televisoras, las retinas modernas que miran por nosotras y nosotros. Las pantallas son planas y sus latidos cardiacos, también. Solamente dan voz a los que ya la tienen, y sólo dan paso a tertulianas y tertulianos groseros, campeones de la intolerancia.
Ni tan siquiera aparecen en el recuento de las urnas. Las leyes de la democracia favorecen la dictadura de los partidos políticos dominantes, igual que el arbitraje discrimina a los clubes pequeños. Se ensalza la profesionalidad (o tecnocracia) devaluando la afición y la vocación. Si votas, pero no votas a los partidos clásicos y hermanos gemelos, tu voto no se computa.
Para los ganadores de los comicios de las recientes elecciones en España, el premio del Estado asciende a 26 millones de euros públicos, por los escaños obtenidos. Se incluyen aquí a las paletadas de regidoras y regidores que repiten legislatura, a pesar de estar imputados por corrupción, delitos urbanísticos, delitos ambientales, prevaricación y otras (presuntas) fechorías.
Las verdades más ciertas, las razones más contundentes y los argumentos con mejores evidencias se encuentran contra la corriente. Sobre los muros, tabiques y cercas, grafitis de llamativos colores destacan entre tanto gris monocromo. “La barricada cierra la calle, pero abre el camino” son letras de spray en una pared madrileña, donde el sol brilla como nunca.
Se leen en las pancartas acampadas por cientos de plazas de todo el territorio español, porque en tiempo de batallas –dice la inscripción sobre una tela blanca– “las ideas también son armas”. Otras hablan cantando, como los poetas recitan sus penas: “me gustas democracia, pero estás como ausente”.
Sus mensajes de lucha colectiva apelan al individuo. “La revolución empieza por uno mismo”. “Escucha... si te compras una vida... nunca terminarás de pagarla”. “¿Qué le vas a decir a tus hijos cuando te pregunten dónde estabas? ¿Viendo la tele?”
No son antisistema, “el sistema es antinosotros”. Son “rebeldes sin casa”. Son antimachistas porque la “revolución será feminista, o no será”. Son miles de náufragos escribiendo testamento en botellas que arrojan al mar. “Quiero vivir, no sobrevivir”. “No somos mendigos, practicamos para el futuro”.
Identifican las causas: “no hay pan para tanto chorizo”. Y a los causantes los señalan con el dedo: “fíate de un banco, y dormirás en él”. Proponen también nuevas recetas contra tanta patología; y ya crecen lechugas y zanahorias en los jardines de las acampadas. Para matar el hambre y porque “la huerta abuena a la gente”.
Por las plazas de las pancartas se ha visto tomar notas a los empresarios del marketing. Hacen carreras para patentar tanta creatividad. Con camisetas, chapitas y gorras –piensan– explotaremos al máximo el negocio de la rebeldía. O tal vez la rebeldía haga que todo explote, porque –lo dice una pancarta– “llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”. Una explosión que puede parir un mundo nuevo.
La comunicación tiene múltiples emisores desde tantas plazas españolas, pero a las y los receptores les entró una sordera aguda. Aunque se les grita con fuerza, a la oreja, en la misma Audiencia, no escuchan nada. Así que entonces lo mejor es ponerlo por escrito, en la pancarta, con letras grandes para que las vea su vista cansada: “Un gobierno que no escucha a su pueblo, no merece gobernar”, “tu corrupción es mi perdición” y “esto no es una crisis, es una estafa”.
Pero al sistema capitalista –por falta de costumbre– tantas verdades, tantas razones y tantos argumentos le sienta mal y le provoca ataques de violencia. El ejemplo ha sido Barcelona, donde el hierro de las porras… no ha podido doblegar el cartón de las pancartas.
* Gustavo Duch Guillot es autor de Lo que hay que tragar, además de coordinador de la revista Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas
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