Estación México
Hermann Bellinghausen
Podemos no verlo, si no queremos, pero en México enfrentamos una operación bélica de cierta proporción, por una vía irregular pero contundente. Como documenta Peter Dale Scott en su libro La máquina de guerra estadunidense (American War Machine, Rowmann and Littlefield, 2010), persiste a la fecha una vieja triangulación estratégica entre el gobierno de México, la Agencia Central de Inteligencia estadunidense (CIA) y el narcotráfico que, sostiene el autor, se efectúa al más alto nivel. Este hilo argumental lo lleva a identificar una nueva etapa del viejo triángulo con la llegada del PAN al gobierno, en 2000, y la fuga del Chapo Guzmán de un penal de alta seguridad.
No hace falta suscribirse a ninguna teoría conspirativa para comprender que la “guerra” o “combate” al crimen organizado del actual gobierno no es una bravuconada del sastrecillo valiente (y que de pilón le daría una legitimidad que las urnas no le dieron), sino parte de un plan de control más vasto. En otros tiempos, las acciones binacionales de inteligencia tuvieron propósitos políticos (anticomunismo, antisubversión), hoy llevan la tonada en el crudo y simple negocio de un capitalismo desbordado que perjudica al país pero favorece a los actores del juego.
Para entender el papel de los nuevos personajes colaboracionistas, como el jefe policiaco Genaro García Luna o la procuradora Marisela Morales, ampliamente apoyados por Washington, hacen falta algunos antecedentes. Según el reportero de New York Times y biógrafo no oficial de la CIA, Tim Weiner, hacia 1970 la influencia de la agencia pesaba en la casi totalidad de los países del hemisferio occidental.
“En México, el presidente de la República trataba directamente con el jefe de la estación local de la CIA, no con el embajador de Estados Unidos, y en año nuevo le hacían llegar a su domicilio un informe personal del director de la central de inteligencia” (Legado de cenizas: la historia de la CIA, Anchor Books, Nueva York; traducido por Debate, México, 2008).
Dale Scott sostiene reiteradamente que los presidentes Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría trabajaban para la CIA. Y más aún los directivos de la Dirección Federal de Seguridad (DFS). Dos de ellos, José Antonio Zorrilla Pérez y Miguel Nazar Haro, acabaron cayendo presos luego de dejar el cargo.
El primero por el asesinato, en 1984, del columnista e investigador Manuel Buendía, quien había revelado importantes “secretos” de la CIA en México, mientras también documentaba la corrupción en el sindicato petrolero y el gobierno, el crecimiento de la ultraderecha (como el caso de los Tecos) y sus catacumbas, así como otros secretos incómodos que a su muerte, un 30 de mayo hace 27 años, hicieron sospechosos del crimen a varios de los interesados. Acabó pagando el crimen un exdirector de la DFS, precisamente.
El otro había sido detenido y procesado en 1981 “por contrabando de carros robados” en San Diego, California. Escribe Dale Scott: “Tanto FBI como CIA intervinieron para oponerse a la consignación de Nazar Haro, argumentando que éste era ‘un esencial, repetimos, esencial contacto de la estación de la CIA en México en materia de ‘terrorismo, inteligencia y contrainsurgencia’”.
Dale Scott se permite recordarnos su actuación protagónica en la Brigada Blanca que ejecutó a la oposición radical con métodos brutales e ilegales la década anterior. Y añade que, a la disolución de la DFS, sus funciones se transfieren a la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales, “que simplemente continuó proporcionando credenciales protectoras a los traficantes del más alto nivel”.
Dale Scott da por hecho que los gobiernos federales siguieron colaborando con la inteligencia estadunidense. Y hace un recorrido por las “aventuras” de la CIA y el gobierno con los narcos mexicanos. Por ejemplo la participación de Rafael Caro Quintero y Miguel Félix Gallardo en el puente Irán-Contras para doblegar a los sandinistas de Nicaragua, o la cercanía de Juan García Abrego y el cártel del Golfo con Raúl Salinas de Gortari, ya entrados los años 90, cuando su hermano Carlos gobernaba el país.
Para entonces, “incluso la Procuraduría General de la República llegó a estar, hasta en un 95 por ciento, bajo control del narco, de manera que la agencia de justicia el país era en realidad un brazo del narcotráfico y servía de intermediaria entre el crimen organizado y el gobierno”.
La premisa del capítulo que Dale Scott dedica a México en La máquina de guerra estadunidense es demoledora: “Para los años 80, puede sostenerse que el narcosistema prácticamente controlaba al gobierno mexicano”. Y citando a Jamie Dettmer (“Asuntos de familia: el empresario y político Carlos Hank González, presuntamente involucrado en el comercio de drogas”, Insight, 29 de marzo de 1999), recoge la conclusión de un expediente de investigación del propio gobierno estadunidense: “El tráfico de drogas florece en México porque beneficia a la élite de ese país”.
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