La España de siempre
José Cueli
Miguel de Cervantes,
como arroyo bajando por su corriente, ha reflejado una luz sin tiempo,
se le ve, se le siente, se le oye, se le toca, como alguien cercano.
Cuanto vive, hace y dice, es tan auténtico que suena a verdad, a pesar
de ser un delirio, y nos deja la fe en nosotros, hombres descreídos; en
venas y arterias, el soplo, la sangre, el querer, la vida.
No en balde El Quijote es un vagabundo por los pueblos del Toboso,
montes y llanuras, encuentros pastoriles y descansos nocturnos en las
ventas de los caminos; en busca de lo imposible. Sí, El Quijote es un
enamorado de lo imposible, del encantamiento natural, del fenómeno
estremecedor de la vida que le fue comunicando su corriente sutil
cargada de efluvios (Entre el delirio y el sueño, Ediciones La Jornada, 2011).Apasionado por la literatura cervantina me encontré una fantasía magistral descrita por el espléndido escritor de principios del siglo pasado Juan Martínez Ruiz, Azorín (Revista Blanco y Negro, Madrid, 1928).
“Todas las tardes a la misma hora –a eso de las tres–, se le ve llegar desde lejos por la ancha calle. Camina despacio, con cierta solemnidad exenta de empaque; a veces se detiene un momento; parece que en esos instantes –en que suele espaciar una mirada por el cielo– anhela algo desconocido, misterioso. Torna a caminar, como un poco cansado; llega a la puerta, la franquea; ya le han saludado los que le conocen. ¿Y quién no lo conoce? ¿Quién no ha charlado con él, mano a mano, sencillamente, durante un rato? ¿Y quién no le debe un consejo, una advertencia prudente, unas palabras de consuelo? Franquea la puerta y entra en el ancho ámbito. Ya el humo lo invade todo; una sutil neblina vela el ambiente. Se dirige a su sitio habitual; en un rincón, allá en lo hondo, es donde se sienta él. ¿Hemos descrito su faz? Los ojos son azules; su frente ancha, desembarazada; los dientes los tiene un poco grandes; el mostacho, entre rojo y blanco, grueso, cae lacio por la comisura de los labios. Y hay en toda su persona un perfecto dominio de sí, y se nota experiencia de la vida, saber de hombre que ha caminado mucho por el mundo y que está harto de ver cosas.
“Harto, sí, está D. Miguel. Ahora, al sentarse, ha dado como un ligero suspiro. Por lo menos, este ratito de descanso no se lo va a quitar nadie. ¿No se lo va a quitar nadie? ¡Qué pronto se dicen las cosas! Ya veremos después… El mozo se ha acercado presuroso y ha puesto el servicio de encima de la mesa; después el echador ha venido con sus dos cacharros –leche, café– y ha escanciado en la taza de D. Miguel. Y los dos han tenido una salutación bondadosa: ‘¡Hola, don Miguel!’ Don Miguel, sin mirar, ha sonreído. Sus labios sorbían luego el líquido de la taza a pequeños sorbos. A este café –el Lion d’Or– viene D. Miguel atraído por su eterna afición; hace diez o doce años estrenó en Eslava y en Lara dos o tres comedias; desde entonces no ha vuelto a estrenar nada; pero su afición profunda innata, es el teatro. Y no estrena nada porque sus obras, después de la nueva manera de Benavente, no gustan a los actores. Don Miguel escribe de otra manera; él comprende que los gustos del público son otros; él se esfuerza en escribir también comedias en que se pinta de un modo elegante, irónico, la gente de la burguesía y de la aristocracia; pero estas imitaciones, adaptaciones, claudicaciones de don Miguel no placen. Y él se acuerda de los tiempos felices en que le aplaudieron en Eslava y en Lara.
“Y aquí está D. Miguel, en su rinconcito del ‘Lion d’Or’, entre actores, pensando en sus comedias; con un grueso manuscrito que espera editor. Si tuviéramos que hacer la psicología de este hombre, tendríamos que escribir largo y tendido. En D. Miguel, bajo apariencias un poco vulgares, existe una exquisita sensibilidad. La sensibilidad –cuando adquiere este grado de hiperestesia que ha logrado en D. Miguel– necesita para su desarrollo un medio rico, próspero, en que no haya la contaminación con la realidad. Tener esta sensibilidad y ser pobre, como lo es D. Miguel, es estar todos los días, a todas horas, en todos los momentos, en un suplicio doloroso. En la guerra, donde la necesidad obliga a todo, el conflicto casi desaparece. Y él, resignado, estoico, se pasa la mano por el grueso bigote y sonríe con tristeza casi imperceptible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario