Qué quieres ser de grande, Celeste?
—Mmm… Niña— se levanta y se va, en la puerta se detiene un momento— y rica.
Desde niña lo tuvo claro, con lo que no contaba es que la vida pocas veces te da lo que quieres. Creció rodeada de todas las comodidades y hasta lujos que una niña puede desear. Siendo hija única, de uno de los azucareros más importantes de la isla, no había nada que no tuviera.
Esto nubla la realidad, o más bien la disfraza de colores brillantes, llenos de sol. Al calor insoportable del medio día la nana oscura de ojos claros le decía —Esto no te va a durar niña, vas a ver cómo un día vas a ser tú la que me esté sirviendo. En el ingenio había mucha gente así como su nana: oscura, que la miraba de lejos, no se podían acercar a la señorita; nunca. Había un niño de la misma edad que ella que la miraba como si fuera una estatua en una iglesia. De lejos y con reverencia, ella lo sabía: se sabía reverenciada, era hermosa. Las personas, las otras, las que sí podían acercarse a ella la miraban con cierta impaciencia y temor.
Su padre era rico y poderoso, ella usaba el poder de su padre para ser maleducada y hasta grosera, por eso no tenía muchos amigos. De no ser por la Rosi nadie le hablaba, y es que la Rocío era igual que ella. Sólo era la hija de un tendero español, que se desvivía por la niña, pero siempre creyó que era tan rica o más que Celeste. Cuando aparecían las dos con sus vestidos y sus crinolinas llenas de rulos la cabeza, sus risitas y pasos llenaban el lugar. Se sentaban muy juntas y se tomaban de la mano y hasta parecía que rezaban. Después iban por un helado con el Rubio, así le decían al heladero, tenía los pelos más blancos que las canas de mi abuela, y hacía un helado de mango que hacían fila de lejos para comerlo.
Había que agarrar de buenas al rubio, porque si se le habían pasado las copas o su mujer lo había hecho rabiar, ya estuvo que te quedabas sin tu helado. Eso nunca les pasó a las jimaguas (así les decía la gente del pueblo a las amigas) tan blanquitas, tan limpitas, tan lindas ellas. A ellas siempre les tocaba helado, con mermelada arriba, doble galleta y una sonrisa. Y es que la gente siempre se siente atraída por la belleza a pesar de que esté corrompida.
Cuando crecieron las jimaguas siguieron siendo amigas, las dos habían sido educadas por Don Felipe, un tutor que llegó un día con acento francés diciendo que era hijo de un hacendado venido a menos, que había salido a Europa en busca de una educación mejor y cuando había regresado su padre se había jugado toda su herencia. Como lo único que había estudiado era Francés y letras españolas, pues fue lo único que aprendieron las niñas.
Eso y un deseo por viajar que les llenaba la cabeza de fantasía. Celeste se iba a casar con un francés con los bigotes grandes, los ojos verdes y los labios delgados. El francés tenía que ser muy rico para que ella pudiera comer todo el helado que quisiera y le pudiera comprar muchos vestidos y pulseras. Iba a vivir en un castillo. Rocío no se iba a casar, se quedaría con su padre que la quería tanto y él le iba a dar todo lo que ella quisiera, pero iba a visitar a Celeste para que no estuviera tan sola allá lejos.
La madre de Celeste que murió muy joven, le dijo un día a su hija —siéntete siempre orgullosa por lo que haces; por lo que eres, no por lo que tienes. Ella, la mamá, fue una gran pianista, pero no vivió lo suficiente para ser famosa. Celeste nunca entendió lo que quiso decir su madre, quizá si lo hubiera entendido otro gallo hubiera cantado.
Con la mala educación que habían recibido y sin una madre que las guiara, Rocío también era huérfana, crecieron las niñas y se convirtieron en dos hermosas mujeres. Altaneras y bullangueras, les gustaba la rumba y la fiesta. Celeste Isleña hasta el tuétano, le gustaba la música oscura.
La niña Rosi nunca se mezclaba, siempre fue mucho más prejuiciosa. La nana hacía mucho que se había muerto y lo único que le había dejado era esa incertidumbre del odio que le tenía. Nunca expresado ese odio había sido el alicate en su relación, siempre murmuraba cosas… cosas como ellos murmuran a sus dioses y a sus ídolos. Papá creo que la Tomasa me está echando maldiciones— Celeste sal de aquí, estoy ocupado, que dices. — Sí la Tomasa murmura cosas cuando está cerca de mi, y me dijo Alcides que era una maldición. Quién cojones es Alcides y no estés diciendo mongadas, sal. Alcides era ese niño oscuro que la miraba, que siempre la miró.
Alcides la llevaba a bailar, a ella sola, nunca invitó a Rosito, así le decía Celeste de cariño, la quería pero a veces era… bueno insoportable. Y en esos bailes, moviendo la cadera, sacudiendo, llamando a Yemayá era ella: salvaje y libre. Y ahí entre claroscuros se encontró uno que después de recados, agarrones y de hacer a un lado todos los obstáculos (el susodicho estaba comprometido) le construyó una mansión frente al mar le compró un carrito y un barquito y fue feliz; por un momento.
Rocío también se casó, tuvo dos amores y se fue con el segundo. Le prometía una vida nueva en un país nuevo. Se casó mucho después que Celeste y eso ya le hacía daño. Así que cuando apareció aquel hombre callado y bueno sin pensarlo dos veces se lo quedó.
Cuando todo se fue al carajo, la salvó y por un momento también fue feliz.
Una se quedó la otra se fue, las dos por un hombre. Las dos soñaban con la misma isla que no existía. Celeste se arrugó junto al mar azul y caliente, Rosi junto a otras cien casas igual a la suya, a cuadras del mar que nunca volvió a ver. Las dos se escribieron cada semana por cuarenta y dos años. Las dos inventaron una vida que nunca vivieron en esas cartas. Las dos escribieron la novela de lo que hubiera sido su vida si nada hubiera cambiado.
Cuando Celeste perdió todo, más bien cuando los hombres de Celeste perdieron todo: esposo y padre, ella se sentó en un sillón a mirar el mar, acariciar sus gatos y llorar. En ese sillón vió como se iba todo lo que tenía, como su casa se llenaba de gente extraña. Primero fue el barco, demasiado burgués tener un barco propio, con la falta que hace al país. Luego el ingenio, la tierra es del estado, los peones son del estado, las casas son del estado, los burros son del estado, las vacas son del estado, tú eres del estado… La carta a Rocío decía: “Todo cambia aquí, Hay Rosito mima si vieras tu casa que abandonada está. Pero yo estoy muy bien. A Paquitín le ofrecieron un trabajo en el campo, si ya sé que era banquero, ¿te acuerdas cuando lo vi por primera vez? Con su traje que guapo se veía.
Ahora tiene que ir al campo, pero no está mal, no estamos mal. Yo no sé que hacer, dicen que todos tenemos que hacer algo por el estado. Yo no sé hacer nada y quieren que… pero estoy tan bien. En mi casa junto al mar, con mis hijos y mis gatos. Debí haber aprendido algo con Don Felipe así no me pedirían hacer cosas. Fue culpa de la nana ¿te acuerdas de Tomasa? Ella me echó la maldición. Y ahora estoy ayudando en una cocina, se hace mucha comida para los trabajadores. Ahora todos comemos, no hay muertos de hambre como decía mi papá. Si viera su ingenio le volvía a dar un infarto. El dinero que me pediste cambiara para tu papá, no se pudo.
Lo siento, pero no sabes que fue. Las filas, que cada vez más me acostumbro a ellas, eran interminables. Imagínate que tenías que cambiar todo en un día. Había quienes se prestaban a cambiarte por una comisión pero ni así pude. Pero yo estoy muy bien. Dale besos a Pepón y a tu hijo, ya que grande debe estar. Pensar que planeamos tener hijos al mismo tiempo para que crecieran juntos. Cuanta gente que se va, me siento tan sola. Pero tu no te acongojes que estoy bien”
Rocío se fue antes que todo se pusiera malo. Los hermanos de Pepe se habían ido allá y habían mandado unos dólares y dos pasajes de bote para que se fueran: él y su señora . A la niña Rocío le dio una pataleta que casi la mata. Estuvo inconsciente semanas. —Pero mira que casa más linda que tienes ahora, le decía pepón. Creía que en el próximo suspiro se le iba. —Es de papel, se va a ir con el primer viento, y es igual a todas las casas de aquí. Mi casa allá era—y no podía continuar, un nudo tan grande como la isla que había dejado le cerraba la garganta. —Dejé a mi hermano, a mi papá. ¿Y si no los vuelvo a ver? La primera carta que mandó allá decía: “Celestita, mima te extraño.
¿Te acuerdos nuestros paseos por el malecón? Cómo nos gritaban cosas ah Dios Mio roja me ponía y a ti te encantaba. Extraño lo que nos hacía la Tomasa, que dices que no te quería pero ah que rico cocinaba la muy ne… digo aquí esas cosas no se dicen. Los tostones, hay y esa ropa vieja. Le pagaría lo que quisiera por que me hiciera algo a la condenada. Dinero es lo que sobra aquí. Esto parece un país de juguete, todo es igual. Extraño el ruido, los gritos. Aquí dicen que somos muy gritones.
Hay tantas reglas que seguir, y todos nos miran raros y nos dicen… ni se cómo nos dicen, no les entiendo, ni quiero. No pienso aprender su idioma. ¿Para qué? Acá hemos hecho una pequeña isla, lejos. Pepón se esfuerza mucho y me compra cosas, tengo tantas cosas. Un cuarto lleno de ropa que ni uso. Aquí hay de todo. Mucho de todo. Pensar que Pepón era no más que un empleado de mi papá allá. Pero no se me quita ese nudo que me oprime. Te quiero ver, y contarte que voy a tener un hijo, que va a ser tan descolorido y simple como todo aquí. ¿Cómo está la pequeña Celeste, tan linda como su madre?
Quien nos iba a decir Celeste que el mundo se iba a acabar tan pronto, y que nos iba tocar recoger los pedazos que quedaron. “
Celeste tuvo una niña que se llamó igual que ella. —Hasta el nombre perdí, si no es porque ya no tengo ni un carajo si no también lo perdía. —Si no querías que se llamara así lo hubieras dicho, yo quería ponerle Ana, como mi madre. Pobre Francisco, la amargura de Celeste se le pegaba como la humedad en verano. Pensó muchas veces en dejarla, pero después de todo se había quedado ahí con él, por él. Tuvo oportunidad de irse, cuando todos los demás se fueron. Pero Francisco el soñador Francisco nunca vió lo que pasaba.
La vida se le fue entre tragos, amigos que desaparecían. Alguna vez fue gente importante. Y no hay nada peor que haber sido alguien y que todo desaparezca debajo de tus pies, y terminar siendo alguien: nadie. —Celeste, ¿Qué le pasó al fuego que tenías por dentro? —Se lo di al estado junto con todo lo demás, amor, no era mío.
“No entiendo porque me quedé. Qué no haría yo con todo lo que dices que tienes. Aquí tengo que hacer fila hasta para ir al baño. Y con la edad no sabes que de achaques me han salido. A Paco y Celestita ni los veo. Celeste anda con un Jabao, Paco lo trae atravesado, es médico y lo van a mandar a Venezuela a hacer prácticas, ella se quiere ir con él . Así que mira por ahí también voy a perder a mi hija. La amargura que se va añejando con cada día de insatisfacción, ya ni los recuerdos me consuelan.
Un día desperté y no quería nada. Y no tenía nada. Acongójate amiga que ahora si no estoy bien. “ Celeste pasa los días sentada en un sillón mirando al mar y ya ni suspira, ahí amanece, ahí duerme.
Rocío no llegó a leer la última carta de Celeste, se murió. Hace mucho le habían diagnosticado diabetes y así el último placer que le quedaba le fue negado. Pepe trabajaba día y noche.
Cada vez se veían menos. Rosi con sus caprichos de siempre y su mal carácter alejaba a los pocos que se acercaban por ahí. Y así en un país inglés vivían en español. Se amargaron juntos. en una casa de cinco cuartos y dos viejos. Él había pensado dejarla pero después de todo ella se había ido con él; por él. Y casi se muere. Y la había querido, tanto, que no se dio cuenta en que momento él desapareció y sólo quedó ella.
“No entiendo porque me fui. No vi a mi padre morir, no me despedí de él. Nunca más vi el mar: mi mar, nunca más probé un dulce de guayaba. Nunca más te vi a ti, mi única amiga. Te mando bendiciones y te recuerdo al Dios que te prohibieron.” Lentamente cerró todas las ventanas de su casa de cinco cuartos. Prendió la televisión y se comió un pastel entero de chocolate.
Por Anitzel Díaz.
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