Ante todo, Leonora es una novela. No es ni una crítica de la pintura de Leonora Carrington, ni una biografía. Es una obra basada en conversaciones que sostuvimos durante múltiples entrevistas, en los libros de la propia Leonora y en los que se han escrito sobre ella: el de Whitney Chadwick, el de Susan L. Alberth, el de Julotte Roche.
Conocí a Leonora Carrington en los años cincuenta. La primera entrevista que le hice apareció en el periódico Novedades, que ya no existe.
A lo largo de los años, su casa en la calle de Chihuahua en la colonia Roma, se convirtió en la cueva de los sortilegios, una central de energía, una piedra imán. El té de Leonora, un filtro amoroso, un vuelve a la vida. La traté también en la galería de Inés Amor en la calle de Milán, en la galería Antonio Zouza, (primero en la calle de Génova, arriba del Konditori, luego en la esquina de Paseo de la Reforma y la calle Berna). Comí con ella en torno a la mesa de Elena Urrutia, en la de Isaac Masri, en la de Natalia Zaharías, que es un encanto.
Seguí viéndola con María Félix, con la inglesa Nancy Oaks, en compañía de la también pintora Eliana Menassé y en presentaciones de libros al lado de Merry MacMasters, así como en los diversos homenajes que se le rendían en universidades y auditorios culturales. Siempre tenía una sonrisa para mí y eso era un motivo de felicidad, así que seguirla fue un privilegio. Guardo en el corazón la imagen de la última vez que me sonrió en la escalinata del Palacio de Minería.
Aún más que a Leonora, traté a la fotógrafa Kati Horna, quien sabía amar a todo el mundo. Nuestro oficio nos unió. Ambas éramos periodistas y en muchas ocasiones tomamos el mismo autobús. Cuando ella llevaba a su hija Nora a las clases de ballet en Coyoacán, yo acompañaba a Paula, mi hija, a que la regañara la maestra Ana Castillo porque unos bucles se le escapaban de la red obligatoria. Las dos madres charlábamos mientras esperábamos juntas. Nos unieron los mismos sentimientos.
Con Chiki coincidí en varias reuniones, donde él hacía su trabajo como fotógrafo. Era muy fácil reconocerlo por su gorra vasca y su timidez. Siempre se quedaba atrás y esperaba con gran dignidad a que los demás reporteros terminaran.
Leonora es una aproximación a lo que podría ser una exhaustiva biografía de Leonora Carrington. Si pudiera escribirla, lo haría con gusto, aunque esta novela puede estimular a otros a hablar de ella y convertirse en un surtidero de informaciones. En Leonora hay aún innumerables vertientes por descubrir.
En estos últimos años he visitado a Leonora a menudo. Hablar con ella de su infancia fue sencillo. Yo le contaba de la mía y, a pesar de los quince años de diferencia en edades, había muchas semejanzas en la forma europea en que nos educaron. “Entre las cosas y entre las rosas hay semejanzas maravillosas.
” Ahora me doy cuenta de que los antecedentes de Leonora se parecen a los de la protagonista de La Flor de Lis. De su niñez, Leonora habló con facilidad; del Cardiazol en la clínica del doctor Mariano Morales en Santander, con verdadera angustia. Parecía estar denunciando la aplicación de esta droga que produce convulsiones que van mucho más allá del amour fou que predicaba André Breton.
Al contármelo, buscaba mi indignación y solidaridad. ¡Claro que las tendría! pero ¿cómo? “Me aplicaron tres inyecciones de Cardiazol”, se abrían grandes sus ojos. De lo que no habló fue de Max Ernst. Cuando le pregunté si había sido su gran amor, respondió que cada amor era distinto; cuando le comenté que su matrimonio con Renato Leduc había sido sólo conveniencia, respondió: “Bueno, tampoco”.
También entrevisté a Gaby y a Pablo, guardianes del puente levadizo que lleva hacia su madre. Les di capítulos a leer de Leonora. Los dos hijos toman con paciencia el culto a su madre y estoy segura de que a veces esa devoción es un peso que cargan como una lápida sobre sus hombros. Además tienen su propia vida, su familia, su trabajo. La cuidan día y noche.
La puerta que lleva hacia Leonora es estrecha. Pocos son los elegidos. Leonora, a veces, lamenta su soledad pero rehúsa a salir de ella. Le propuse ir a ver árboles al Desierto de los Leones, me respondió: “paso”; en otra ocasión, quise entusiasmarla con la película Young Victoria, pero tampoco se animó y, cuando le hablé sobre la posibilidad de recibir un visitante, respondió: “Sí, pero no cualquier visitante”.
Leonora ya no tolera las entrevistas. Lo único que acepta es ir a comer, en ocasiones, al Sanborn’s cercano a la plaza Miravalle, donde piafan los caballos de la Cibeles. Allá, las meseras la conocen, saben qué mesa prefiere y antes de que pida el menú ya le han traído sus invariables huevos a la mexicana y ni siquiera se termina los pocos frijoles refritos que acompañan al platillo.
También ha aceptado comer en mi casa acompañada por Gaby Weisz, su hijo, y Pati, su nuera. Para mí esos han sido días de guardar.
Yolanda Gudiño, su cuidadora, es una perla. Quiere a Leonora, la admira, la protege. Las acompaña Yeti, el perro que le regaló el doctor Isaac Masri. Los dos nombres que más se pronuncian en esa casa de la calle Chihuahua son Yolanda y Yeti.
Gaby me aseguró que su abuela se llamaba Mairie y tachó con su puño y letra el nombre de Maurie en uno de los capítulos, sin embargo, Joanna Moorhead, la sobrina de Leonora que viene con frecuencia de Inglaterra a visitarla, me aseguró que el nombre era Maurie y que incluso así estaba escrito sobre su tumba.
Todo lo que aparece en esta obra ya se había escrito en los cuentos de Leonora, en su novela La trompeta acústica, en sus piezas teatrales, en las entrevistas que ha concedido. Tanto Whitney Chadwick como Susan L. Alberth, a quien tuve el privilegio de conocer en la Casa del Poeta en México, son críticas de arte, expertas en surrealismo y biógrafas extraordinarias. Recuerdo el entusiasmo de Georgiana Colville por las mujeres surrealistas. La editorial ERA publicó en México el entrañable libro de Julotte Roche, quien entrevistó a los habitantes de St. Martin D’Ardeche para su Max y Leonora. Henri Parisot fue traductor y divulgador de la obra literaria de Leonora en Francia.
En México la tradujo Agustín Bartra. La lista de sus admiradores es muy larga, pero me siento especialmente marcada por el libro de Rosemary Sullivan, Villa Air Bel, el cual aunque no tiene tanto que ver con Leonora, sí tiene todo que ver con el espíritu de la época.
De lo que no se había escrito antes es de la relación entre Leonora y Renato Leduc, el poeta irónico, certero y lúdico que la trajo a México. Mientras escribía la novela, tuve la suerte de que Patricia Leduc, hija de Renato, me regalara un par de fotografías inéditas que su padre había tomado a Leonora, así como una hermosa carta que la pintora le escribió a él y que aparece traducida en la novela.
La ayuda que recibí de Sonia Peña y Mayra Pérez Sandi Cuen fue invaluable, así como la de Rubén Henríquez, quien se dejó atrapar tanto por la historia que sabe de memoria cómo empieza y termina cada párrafo.
Leonora no es sólo un acto de amor sino también un homenaje a la vida y a la obra de esta mujer que ha hechizado a México con sus colores, sus palabras, sus delirios, sus arranques, sus historias. Trajo a nuestro país todos los recuerdos de sus vidas anteriores, todos los paisajes, los caminos bajo las acacias, todas las verduras que en México no se comían como los salsifis, las endivias, las alcachofas.
Trajo a Simone Martini, a Piero della Francesca, al Bosco y a Grünewald. Pudo haber vivido en Inglaterra, su país de origen, en los Estados Unidos, en Francia o en España, pero es un privilegio saber que un artista de su altura haya decidido ser mexicana. La deuda con ella es inestimable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario