Una carretera interminable que serpentea dejando atrás pueblos casi desiertos une Salum, en la frontera libia de Egipto, con Tobruk. Un camino incierto. No es que los 150 kilómetros que separan ambas poblaciones y se alargan en el tiempo dilatando las distancias como si fuera imposible recorrerlos estén sembrados de obstáculos. Tampoco es el desierto, que acompaña al viajero y le recuerda lo inhóspito del lugar que recorre.
La vía transcurre limpia, flanqueada apenas por algunos árboles, casas y puestos de control rebeldes que, ante la ausencia de Gobierno, han tomado las vías en un intento de mantener una aparente sensación de control. Lo que desconcierta en el largo camino a Tobruk es la hilera de coches que discurre en dirección contraria. Como caracoles tras una tormenta tratando de esquivar la cesta.
"Bienvenidos a la nueva Libia", grita un niño desde la vereda, agitando su arma de juguete entre una muchedumbre de manifestantes. Desde el pasado 18 de febrero Tobruk está en manos de los rebeldes que se han levantado en todo el país contra Muamar el Gadafi. En la plaza del Pueblo, el nuevo nombre que han dado los ciudadanos al lugar donde se han producido las principales manifestaciones, el edificio abrasado que albergaba la comisaría central de policía es el escenario de una imagen que ejemplifica la ira de Libia contra su dictador.
Un monigote de trapo con el rostro del tirano dibujado pende de una soga sobre la multitud enfervorecida. Los fusiles Kaláshnikov lanzan ráfagas al aire entre el griterío de los manifestantes. Un militar se asoma por una ventana tocado con una gorrilla roja y prende fuego al muñeco ante el delirio de la muchedumbre. "¡Ilegal, ilegal, Gadafi ilegal!", vociferan.
"Gadafi está hambriento de sangre", cuenta Salam Habrui. Muestra un vídeo en su móvil que grabó hace unos días en el aeropuerto. Un charco rojo rodea las cabezas de más de una docena de hombres. "Queremos que se vaya, no podemos aguantar más", exclama. "Han sido 42 años de represión, no tenemos nada. Todo el dinero, todas las tierras, todos los edificios... todo es suyo", lamenta. Habrui tiene 24 años y trabaja para una compañía petrolífera, al igual que muchos de sus compañeros. Sin embargo, aún no ha podido casarse. No gana lo suficiente.
El hermano de Habrui, Baha, vive en Trípoli con su familia. Algunos de los suyos están en Bengasi, que ayer se mantenía en manos rebeldes. En la capital del país era ayer "día de limpieza". "Hay cadáveres de manifestantes por las calles y muchos destrozos. Y por primera vez hemos podido recogerlos", relataba Baha a su hermano por teléfono.
La ciudad de Tobruk también está plagada de edificios quemados y cubiertos de pintadas. Un aire revolucionario lo impregna todo. Los niños corren por la calle de espaldas al mar Mediterráneo, al que se abre la ciudad, portando banderas: rojas, negras y verdes con una media luna y una estrella en el centro. La primera enseña de Libia tras la independencia. "El pueblo la ha recuperado porque no quiere a este dictador, queremos que nuestro país nos pertenezca", cuenta Mohamed. Y su primer paso ha sido repudiar la enseña que asocian a Gadafi.
La playa de Tobruk parece ajena a la batalla que se ha librado en sus calles. Contra una arena clara rompen olas bajas de un azul profundo. Algunas barcazas están amarradas muy cerca de la costa con las redes recogidas. Aún se desconoce el número de muertos que está dejando atrás la locura de Gadafi.
"Nos indignó el modo en que nos habló, pero nos dimos cuenta de lo asustado y desesperado que estaba", considera Mohamed, uno de los impulsores de la protesta en la ciudad. "Luchamos y vencimos. El Ejército se unió a nosotros pasada la primera noche y la policía lo ha hecho días después. Ahora la ciudad es nuestra", explica.
Inspirados por el alzamiento de Túnez primero y de Egipto después, este libio de tez oscura y frente elevada afirma que decidieron alzarse porque se dieron cuenta de que "sí se podía conseguir".
Un grupo de hombres que fuma shisha (pipa de agua) en la principal arteria de la ciudad comenta que son un pueblo acostumbrado a la lucha y trae a la tertulia recuerdos de la II Guerra Mundial que tuvieron por escenario la región y que han pasado de padres a hijos. En el café intentan recuperar el ritmo de su vida entre bocanadas y sorbos a un brebaje al que llaman té y que puede mantenerles despiertos "tres días", aseguran.
Mientras, frente a ellos transcurre el éxodo de los que huyen desde Trípoli o Bengasi. "Ganaremos esta guerra. [Gadafi] No conseguirá enfrentarnos hermano contra hermano. Lo ha intentado con bombas, con balas y con sus palabras, pero no podrá matarnos a todos. La victoria está solo un poco más lejos, pero no es inalcanzable", argumenta Said, haciendo borbotear una vez más su narguile.
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