domingo, 27 de febrero de 2011

Un mar de muerte/ S. Sontag.

Juan Antonio Rosado

Tal vez el origen de la cultura radica en nuestra conciencia de ser mortales y en la incapacidad de reconciliarnos con la mortalidad. Epicuro sostenía que “Donde estoy, no está la muerte; donde está la muerte, yo no estoy”, pero en realidad sólo estamos. Se trata de un estado, y como todo estado, es algo pasajero. Para David Rieff, reportero de guerra y escritor, hijo de la desaparecida escritora Susan Sontag, el único modo de reconciliarse con la muerte es vivir en el presente, pero hay quienes
—como la misma Sontag— nunca vivieron en el presente, sino en el futuro, llenos de proyectos, deseos, anhelos, sueños... Para estos últimos, el solo pensar en la muerte es doloroso, y viven como si fuesen inmortales. Lo que Sontag más admiraba de Elías Canetti era su miedo a perecer. Para una mujer que tuvo una infancia infeliz, que fracasó en su matrimonio y que a los 16 años era ya alumna en la Universidad de Chicago, autora de libros ya clásicos como Contra la interpretación, enterarse de que estaba invadida por una enfermedad incurable la llevó a una dolorosa lucha sin cuartel, a una verdadera agonía, en el sentido etimológico del término.


Hace unos años, David Rieff emprendió la tarea de recordar esa agonía y realizó una sobrecogedora crónica sobre alguien que murió como vivió: sin reconciliarse con la mortalidad. Como el poeta Philip Larkin, Sontag desdeñó el “consuelo” religioso y otros “idiotas” subterfugios; para Larkin, la muerte no es sino la “anestesia de la que ninguno regresa”. Rieff no intenta apoyar a su madre desde la “culpabilidad” del sobreviviente, sino más bien decirle que no se debe valorar tanto la vida, y emprende entonces una defensa de la mortalidad. No hay otro camino si se desea conservar la cordura y no sufrir tanto.

En su libro Un mar de muerte (Recuerdos de un hijo) —texto emotivo sin caer en el sentimentalismo o la cursilería; libro escrito con familiaridad, que involucra al lector— reflexiona sobre la vida y la muerte a partir de esa experiencia personal, pero también sobre la sicología y actitud de ciertos médicos.


Después de dos veces en que Sontag estuvo a punto de morir de cáncer y sobrevivió porque luchó, ella pensó que podía volver a vencer a la enfermedad cuando recibió la noticia de que ahora tenía síndrome mielodisplásico (smd), un cáncer en la sangre especialmente letal. Lo más trágico de su caso es que con toda seguridad su síndrome fue consecuencia de un tratamiento de quimioterapia que recibió a causa de un sarcoma uterino. En todo caso, la enfermedad es siempre una humillación, a menudo acompañada por personas “sanas” que intentan “comprender”, “aconsejar” o estimular. Hay quien incluso recurre a la superstición.

Pero también están los médicos: desde los doctores sensibles y humanitarios, que entienden los miedos del paciente, hasta los mecanizados e insensibles (como el que en 1993 nos dio la noticia de que mi padre se moriría), y que suelen utilizar la expresión “calidad de vida” como eufemismo o como parte de la jerga del oficio, y se dirigen al paciente o a sus familiares como si fueran niños, pero —sostiene Rieff— sin el cuidado que un adulto sensible usaría con un niño.

El hijo de Sontag nos sacude con la descripción y narración del tránsito del reino de los sanos al de los enfermos, y de allí al de los moribundos. ¿Es cierto que el conocimiento implica poder? ¿Saber que se está en el reino de los moribundos es “poder”? ¿O es crueldad? ¿O es masoquismo? En nuestra época, la “piedra filosofal”, las pócimas o panaceas han sido sustituidas por Internet, es decir, por el acopio compulsivo de información para buscar, desesperados, la “conmutación de la pena de muerte”.


Quizás el mensaje más decisivo de Rieff sea que lo “típico”, a pesar de los médicos, sencillamente no existe. Cada quien vive su propio fallecimiento, y para algunos la extinción es inconcebible, pues sólo conciben “el siguiente paso”, la siguiente batalla de una guerra. Sin embargo, debemos aceptar —como llegó a afirmar Abba Kovner— que las estrellas no se extinguirán con nuestro deceso.
Concluyo esta nota con una cita de Un mar de muerte, traducida en la Colección Debate por Aurelio Major. Afirma David Rieff:

Si realmente existiera un Dios benevolente o un espíritu del mundo inclinado a entrometerse en los asuntos de los hombres, o al menos a protegerlos de lo que más temen, mi madre no habría muerto lenta y dolorosamente de smd, sino de pronto, de un infarto fulminante; la muerte que todos aquellos, como mi madre (y como yo), paralizados por el miedo a la extinción, debemos anhelar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario