La larga sombra del príncipe del terror
Durante una década, el fantasma de Osama Bin Laden ha marcado el imaginario colectivo occidental.
La noticia más esperada desde el atentado al corazón de Estados Unidos ha llegado a falta de unos meses de su décimo aniversario. La muerte de Bin Laden pone fin a las leyendas y a las especulaciones que han acompañado cada aparición del líder de Al Qaeda desde que se atribuyó la autoría de los atentados del 11-S.
Ya no habrá más vídeos del enemigo número uno de EE UU lanzando sus amenazas que, como una pesadilla, han marcado el imaginario colectivo estadounidense (y mundial) de la última década. El lugar de su muerte, una mansión en el norte de Pakistán, es la confirmación de las sospechas que los servicios de inteligencia internacionales siempre han tenido: que desde las montañas afganas de Tora Bora, bombardeadas sin éxito por la coalición liderada por EE UU en 2001, el ideólogo de Al Qaeda siempre se ha movido entre Afganistán y el país vecino, cobijo de la insurgencia taliban.
La vida del millonariosaudí no ha acabado finalmente por las enfermedades que en más de una ocasión se le atribuyeron. Nacido en 1957 en el seno de una familia acomodada emparentada con la monarquía de Arabia Saudí, el príncipe del mal, como fue apodado tras los atentados a las Torres Gemelas, desde la universidad se acercó al radicalismo islamista.
En 1979, cuando la Unión Soviética invadió Afganistán, Bin Laden, con poco más de 20 años, viajó a Pakistán donde se mezcló a los líderes de la resistencia contra la ocupación soviética. Poco después volvió a Arabia Saudí para recaudar dinero para la causa. En aquellos años se forjó en la lucha al lado de los miles de musulmanes que, desde todo el mundo árabe, se sumaron a la guerra de los mujahidín contra los ocupantes.
Él mismo organizó el reclutamiento de miles de voluntarios de todo el mundo árabe, entre otras acciones. Desde 1986 participó personalmente en los combates. Acabada la guerra, regresó a su país. Cuando las tropas de EE UU invadieron Irak en 1991, Bin Laden rompió su relación con el régimen saudí y con su propia familia por haber apoyado a Washington. Ese mismo año se exilió en Sudán, donde dirigió una empresa que EE UU consideraba una tapadera terrorista.
En los años siguientes, él que se convertiría el la red del terror del siglo XXI fue preparándose para el mayor ataque sufrido por EE UU en su territorio. Estuvo detrás del atentado cometido contra las Torres Gemelas de Nueva York el 26 de febrero de 1993, en el que fallecieron cinco personas. El 7 de agosto de 1998 estallaron sendos coches bomba en las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania, con un intervalo de pocos minutos entre las dos explosiones. Hubo 257 muertos. Bin Laden, que EE UU acusó formalmente, salió ileso de los bombardeos estadounidenses a su campo afgano tras el atentado.
Fue considerado el organizador de un Frente Islámico Internacional, creado en Arabia Saudí en 1990, al que habrían acudido los principales grupos extremistas islámicos. En 1994 fijó su residencia en Afganistán. En principio, vivió en una remota cueva de la cima de una montaña, rodeado de equipos de alta tecnología, cerca de la ciudad de Jalalabad. En abril de 1997 se trasladó a Kandahar, donde tiene su base el jeque Mohamed Omar, líder de los talibán, que se convertiría en su mano derecha.
Casado con al menos cinco mujeres y padre de 23 hijos, tras el 11-S se convirtió en el fantasma más buscado por miles de agentes. EE UU puso sobre su cabeza una recompensa de 25 millones de dólares. Diez años después el fantasma ha salido de su cueva. Esta vez para siempre.
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