La Brenda es una mujer viajada, al menos una vez por mes se va a Europa o a Estados Unidos, por razones estrictamente laborales. La empresa francesa de productos de belleza que ella representa en América Latina, le exige una capacitación continua en cualquier parte del mundo.
La Brenda no tiene ningún título universitario pero habla varios idiomas y tiene un olfato comercial muy desarrollado, además es emprendedora, y cautiva con su linda sonrisa y escultural cuerpo, a quien se le ponga enfrente.
Cuando vivimos juntos como marido y mujer en México, la veía poco en casa, viajaba demasiado en aquella época, eso a mi me daba tranquilidad y descanso. Porque estando juntos en México, sus locuras eran agotadoras: viajes, desvelos, baile, comida y bebidas, todo en exceso.
En ese primer año de convivencia se la pasaba más tiempo en los aeropuertos que en casa, a la cual solo llegaba a cambiar de vestuario y de maletas y emprendía de nuevo una travesía. Mi función era ir por ella al aeropuerto o bien a dejarla, acompañado del chofer, Luis Santamaría. Era delicioso para mi saber que viajaría de quince a veinte días, por mes porque me permitía preparar mis clases e ir a la universidad, además de atender a mis pacientes en psicoanálisis en el consultorio que tenía montado en el barrio de la Condesa, frente al Parque México. Me permitían sus viajes ser responsable de mis actividades profesionales; y cuando se quedaba en México, mi vida era una verdadera montaña rusa.
No le podía negar una invitación a lo que se le ocurriera Para acabar pronto nunca le pude decir: NO.
La inteligencia natural de La Brenda, y su enorme intuición que sustituye su falta de instrucción escolar, me deslumbraba. Cuando me quería convencer de algo importante, como un viaje al extranjero o ir a la playa en cualquier momento, esperaba la llegada de la noche.
Mandaba comprar la cena al Bistrot El Mosaico, algunas delicadezas francesas, igual que el vino tinto, que yo le enseñé a beber. Antes solamente bebía vinos chilenos o argentinos, hasta que le hice probar los vinos tintos españoles y franceses. Y cambió de gustos.
Una cena rica en viandas exquisitas y vinos franceses, eran el preludio para una invitación que era imposible rechazar. Luego ponía la música que me encantaba escuchar: Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Cuando nos conocimos La Brenda y yo, todos los fines de semana cantaba con un grupo de trovadores cubanos, y ella era mi fan número uno, me aplaudía a rabiar.
Una vez que cenábamos, ella se iba a la habitación y ya salía ataviada con minúsculas prendas de lencería francesa e italiana, en diversos colores pastel; desfilaba por una imaginaria pasarela donde yo era su único admirador fiel.
Yo le aplaudía entusiastamente hasta que ella decidía que era mejor estar desnuda, y yo más acalorado de tanto aplaudirle sus desplantes, ella aprovechaba para decirme: negrito lindo ¿qué te parece si nos vamos mañana en la tarde a Grecia? Ya no le respondía, ella estaba segura de mi aprobación inmediata. Hacíamos el amor desaforadamente en casa, porque en los viajes a La Brenda se le quitaban las ganas y nunca supe el porqué.
Me confirmó la noticia siguiente: nada más pasamos unos días a París, porque tengo trabajo ahí y enseguida nos vamos en un crucero por el Mediterráneo hasta Grecia. Ya lo tenía todo planeado para que así ocurriera. Nos embarcamos en Niza y tres días después desembarcábamos en Grecia, previas parrandas en el barco que eran interminables y divertidas.
En el crucero conocimos a una bella griega que vivía en Nueva York y que iba a casarse en Atenas. Mirciny Moliviatis era la chica veinteañera que se fascinó con La Brenda, y le pidió que asistiéramos a su matrimonio religioso ortodoxo. Aceptamos de inmediato la gentileza de la chica. Nos tuvimos que comprar atuendos apropiados para la boda, a mi me compró La Brenda un preciosos traje de lino verde claro y ella se hizo de un vestido hermoso lleno de velos, parecía una odalisca.
Estuvimos hospedados en casa de Mirciny casi ocho días, bebimos, comimos y bailamos sin parar todo el tiempo. Los griegos que asitieron a la boda se disputaban entre ellos bailar con La Brenda. Mi mujer, La Brenda, es un monumento de hermosura: casi un metro ochenta de estatura, cabello largo y negro azabache suelto hasta la espalda. Una sonrisa perfecta y unos ojos verdes como esmeraldas gigantes. Sus escotes pronunciados dejaban extasiados a los griegos jóvenes y viejos, y sus caderas anchas y sus piernas bien torneadas, la hacían apetecible; y, a mi me envidiaban todos por eso.
Han sido las mejores vacaciones que tomamos juntos La Brenda y yo, en esos dos años de matrimonio, pese a que fuimos varias veces a Europa y a Estados Unidos de compras, cuestión que me molesta demasiado hacer.
Para finalizar nuestra aventura por las islas griegas, salimos en varios periódicos locales, como los mexicanos exóticos que eramos, aunque en realidad a la que enfocaban más los fotógrafos era a La Brenda. Las notas periodísticas eran por la boda de la chica griega neoyorquina. Hemos vuelto a ver varias veces en Nueva York a Mirciny y a su marido Mikis.
Cuando recuerdo estos viajes al lado de mi amada Brenda, me da mucha nostalgia y deseos de volver con ella, después de vivir varios descalabros amorosos en un país centroamericano.
Voy pronto a México, e iré a visitarla, le llevo una oferta concreta a La Brenda: quiero volver...pero a Atenas con ella.
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