Por María Eugenia Mijangos.
Mi niñez fue maravillosa, salvo por las frecuentes crisis asmáticas que sufría, durante esos episodios, mis padres se afanaban en tratar de darme todos los gustos que yo pedía, mi hermana por su parte desarrolló ciertos celos hacia mí, por la atención que recibía.
En una ocasión, mi papá me preguntó que quería, yo le dije que un reloj y en el mismo momento, el salió hacia el portal del comercio a comprármelo, regresó con el, era plateado de forma rectangular y todavía lo recuerdo.
Cuanto ya estaba entrando a la adolescencia, me daba mucha pena el sufrimiento de mi madre, ocupada en los oficios domésticos – que ella se imponía duros- y al mismo tiempo, pendiente de mí, de tal forma que yo sufría por verla sufrir. Entonces inventé un método, para que ella descansara un poco, le decía no tengas pena mamá, -por supuesto que esto con voz entrecortada por el asma- si te necesito te llamo con la campana, ponía la radio a todo volumen y leía, leía y leía, no se cómo me podía concentrar a pesar del acceso asmático, pero ahora me doy cuenta que eso me hizo convertirme en una voraz lectora y eso me ha procurado muchos placer en la vida.
También recuerdo que cuando me pasaba el acceso de asma, recuperaba inmediatamente el apetito y pedía el mismo menú siempre: carne asada, papas fritas y ensalada de tomate, mi madre me lo hacía inmediatamente. Después me dedicaba a ponerme al día con las tareas del colegio y nunca perdí un grado.
Para el día de mi primera comunión tuve que estar encerrada en mi cuarto, pues al regresar de la misa me dio un acceso de asma.
Conforme pasaba el tiempo aprendí a dominar mis accesos, tomando solamente una pastilla por la noche, que era preventiva. Como era un gran problema, conseguir permiso de mis padres, cuando había excursiones o fincas o paseos al interior, tenía una amiga que se especializó en conseguir el permiso con mis papás, para esto era necesaria una tarde completa.
Cuando ya me gradué de la secundaria, y vine a estudiar a la capital, me fui dando cuenta poco a poco que la mayoría de actividades, que mi mamá me prohibía con la mejor intención, en realidad no me hacían mal y es así como me fui curando del asma, hasta la fecha no he vuelto a sufrir ningún acceso desde que tenía más o menos veinte años.
Con el paso de tiempo al casarme mi segundo hijo sufrió también de asma, pero yo me propuse no limitar su vida, de tal forma que hacía todo el deporte que quería, y era particularmente ágil y dinámico, también se curó más o menos a los diecisiete años.
Ahora comprendo que todo lo que hicieron mis padres, todos los tratamientos que pagaron, el excesivo cuidado que me daban, tenía su raíz en el amor hacia mí, nunca he culpado a mi madre, es cierto que traté de no ser como ella, en lo referente al cuidado de mi hijo, pero tengo la convicción de que no pude haber tenido padres mejores que los que me tocaron.
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