Desde el 27 de enero de 2011 soy un muerto de vacaciones. Esa mañana, mientras dejaba a mis hijos en el colegio, sufrí un infarto cerebral. Los síntomas fueron tan leves, mi falta de cultura sanitaria tan enciclopédica y las casualidades en torno al caso tan fatales que no me di cuenta de lo que me estaba pasando. Cuando una semana después me diagnosticaron que había sufrido un ictus, fue como si me contaran que Chiquito de la Calzada había ganado el Premio Nobel de Literatura.
En teoría, yo tengo una salud de hierro. No fumo, ni bebo alcohol, ni me drogo y llevo una dieta razonablemente equilibrada, excepción hecha del cholocate Lindt y otros derivados del cacao. Es verdad que he cometido algún exceso con la nocilla y las galletas Príncipe, pero mantengo el colesterol a raya. Y aunque no soy carne de gimnasio y me gusta mucho la frase que dice que la mejor manera de llegar a viejo es evitando someter el cuerpo a la dura tortura del ejercicio físico, nado y camino a diario. Correr no me gusta, pero practico regularmente remo y bicicleta. Lo que quiero decir es que no soy un dominguero del deporte y que siempre he llevado una vida sana. Me hago chequeos todos los años y siempre me dicen que estoy como un toro. Digamos que a priori no estaba en ningún grupo de riesgo.
Lo curioso es que el pasado mes de enero, recién estrenado mi nuevo hogar, rodeado de mis libros (definitivamente mi única patria es mi biblioteca), con mis hijos adaptados ya al colegio tras regresar a España y en perfecto estado de revista tras un divorcio complicado en el que me acusaron de matar a Manolete, de la caída del Imperio Romano y hasta del diluvio universal,me sentía feliz. Diría que hasta ligeramente eufórico. Llevaba ya varias semanas leyendo como un poseso y disfrutando de la soledad buscada. Me recuerdo mirando el Atlántico y bailando Shine On. Había mañanas en que me acordaba de Álvaro Cunqueiro y soñaba con el día en que por fin no hubiera niebla y pudiera divisar las torres de Londres desde la terraza de mi casa de Riazor. Estaba, en fin, empezando a vivir el primer año del resto de mi vida. Incluso había empezado a pergeñar mis memorias humorísticas, que abarcan desde el big banghasta el fin del mundo y un poco más allá. Y en esto llegó el infarto.
Los primeros síntomas
Ahora me doy perfecta cuenta de que los primeros síntomas los tuve a las nueve de la mañana del día de autos. Es verdad que al bajarme del coche caminaba como los astronautas, pero le eché la culpa al uso de unos zapatos MBT que me había comprado por consejo de mi fisioterapeuta para andar más erguido y que al principio obligan a un leve balanceo. Aunque la compra no incluía ningún viaje al espacio exterior como extra, sentí que levitaba.
Era un leve desafío a la ley de la gravedad, pero nada alarmante. Sobra decir que en aquel momento, los zapatos me parecieron un poco caros. Me volví a subir al vehículo tras despedir a mis hijos y la puerta me pesaba más de lo habitual, pero lo atribuí a que, tras dos días con gastroenteritis, apenas había comido y me encontraba débil.
Hablé con Tino, con quien comparto aventuras, fatigas y desayuno, y reconoció que el día del infarto, mientras tomaba mi chocolate con churros, hablaba más lento de lo habitual, lo cual, en mi caso, quiere decir que por una vez hablaba como cualquier ser humano, porque normalmente vocalizo con la imperfección de Fraga y hablo con la aceleración de un disco de vinilo al que se le hubieran subido las revoluciones, hasta el punto de que en más de una ocasión me han propuesto doblar dibujos animados, pero en absoluto sentí una falla o una desconexión. Pensé que se trataba de un mareo pasajero. Igual que cuando vas a la sauna y en los minutos finales sientes que te puedes desmayar si no sales a tiempo.
Es cierto que antes de volver a casa, pensé en acercarme al hospital, pero tuve la prudencia de mirarme la tensión en una farmacia que hay en la esquina de mi calle, y como estaba baja, o sea como siempre, creí que con un par de horas de sueño estaría como nuevo. Cuando a mediodía me despertó la asistenta, apenas sentía ya ningún malestar. Es verdad que notaba como una leve nube en torno a la frente, pero nada más grave que las contadas ocasiones en que a lo largo de mi vida me ha dolido la cabeza. Así que salí a la calle y volví a conducir el coche para almorzar con mis hijos.
En aquel momento yo era un pato mareado, una bomba de relojería que podía haber matado a cualquier peatón o provocado un accidente en el centro de La Coruña si mi infarto hubiera ido a más, pero lo cierto es que como mucho solo podía comparar mis síntomas con los vértigos sufridos hace varios años por un problema de cervicales tras chocar mi coche contra el de un kamikaze.
Como una comedia de enredo
La primera alarma me saltó a las cinco de la tarde, cuando tras dormir una siesta de campeonato, mi yoga ibérico, iba a redactar un email y noté que me fallaban los dedos anular y meñique de la mano derecha. De nuevo el azar volvía a intervenir. Fruto de mis muchas horas en el teclado del ordenador, yo había tenido un problema mecánico en esa misma mano, hasta el punto de que ahora, pese a ser diestro, uso el ratón con la izquierda, así que en los primeros momentos tampoco reaccioné. Solo al levantarme del sillón de mi despacho caí en la cuenta de que ni tan siquiera podía cumplir con esa máxima que les repito a los actores cada vez que me preguntan cómo quiero la interpretación y les digo que me conformo con que no se tropiecen con los muebles.
En aquel momento, mi vida se parecía peligrosamente a una comedia de enredo, donde todo conspira para que los espectadores confundan el amante con un perchero.Si pongo el espejo retrovisor, concluyo que todas eran malditas casualidades, o a lo mejor, excusas para no ver lo evidente. Pese a la obvia atrofia de mis dedos y a mis peligrosas relaciones con el mobiliario, mi situación seguía siendo de incredulidad. Creo que de no haber sido por la videoconferencia que mantuve con mi socia y amiga Marian, quien me aconsejó que acudiera de inmediato a urgencias, el infarto podía haberme pasado inadvertido.
De camino a la clínica, asocié mi lentitud en el hablar durante el desayuno con estos nuevos síntomas digitales y por fin intuí que algo podía fallar en mi cerebro. Quizás la mejor prueba de que no tenía todas las facultades a pleno rendimiento es que no respondí ante avisos tan obvios.
Al llegar al hospital, seguramente por saberme en terreno amigo, mejoré de inmediato. Salvo la leve nube en la cabeza, no notaba nada más. Menos mal que el neurólogo que me atendió tras mi paso por urgencias tuvo la precaución de ordenar sendas resonancias magnéticas en la cabeza y en las cervicales debido la descripción que yo le hice de lo sucedido, pero no porque no superase ninguna de las pruebas mecánicas que me practicó aquella tarde, sino por pura prevención. El caso es que la semana siguiente me marché a Madrid en viaje de negocios, y al regresar a Galicia, pasé a recoger los resultados.La cara del doctor no anunciaba nada bueno.
—Ha tenido usted un infarto cerebral.
—¿Qué me dice?
—Podría estar ahora mismo en el cementerio o en una silla de ruedas.
—Doctor, está usted seguro de que esas son mis placas?
—Completamente seguro.
—Me cuesta creerlo.
—Pues hay que seguir practicando pruebas para conocer el origen del infarto.
Sin secuelas
Cuando salí a la calle tras recibir el resultado de las resonancias solo me acordé de mis hijos Pablo y Marcos. Podía no haber vuelto a verlos. Me imagino que los peatones que se cruzaron conmigo me confundieron con Jack Nicholson en Alguien voló sobre el nido del cuco. Y ya luego, de regreso a casa, con la brisa de Riazor golpeando mi cara, lloré como un río. Lloré todo lo que no había llorado durante el verano y el otoño para que mis hijos no me vieran triste. Los lloré fieramente y sin parar, mientras un diluvio se desataba dentro de mí. Los lloré hacia dentro y hacia fuera con la intensidad de una tormenta tropical.
Y a falta de las pruebas médicas definitivas que explicaran el origen de mi infarto, pasé casi toda la noche en vela pensando que nunca más podría jugar con ellos la pachanga de las sobremesas ni volver al estadio los domingos alternos para ver al Depor. Que no podría gozar de sus caricias ni volver a dormir los tres juntos. Quizás no me quedaría ni tiempo para acabar la colección de cromos de Invizimals. Esa fue la pesadilla que me asaltó cuando traté de quedarme dormido.
Todo esto ocurrió un jueves por la noche, pero tuve la enorme fortuna de que el viernes por la mañana, gracias a la ayuda de mi amigo José Manuel Rey, me atendió en Santiago el doctor Pepe Castillo con su maravilloso equipo del CHUS y en dos horas me practicaron todas las pruebas pertinentes. Entré a las doce y a las dos ya estaba fuera de la consulta. El infarto había sido lacunar, o sea parcial. No era recurrente. No había secuelas que lamentar. Podía hacer vida normal.
—¿Y cómo es que no fui consciente de lo que me ocurría, doctor?
—No olvides que una cosa es lo que uno siente y otra lo que el cuerpo registra.
Alentado por las buenas noticias, salí dando botes como Gene Kelly en Bailando bajo la lluviay me fui a pasar el fin de semana con mi madre. A partir de entonces tuve la impresión de que era uno de esos pasajeros que tienen la suerte de perder en el último minuto un avión que se estrella. Aún hoy la tengo.
Mientras iba en el coche tratando de procesar mi accidente cerebral escuché en la radio que el argumento del nuevo espectáculo del Circo del Sol giraba en torno a un señor que asiste a su propio entierro. Pensé que era un ejercicio un tanto morboso, pero que podía ser una excelente manera de conjurar mis miedos. Pues bien, yo tuve el privilegio de asistir a mi propio funeral en vida y resultó una terapia excelente. Pasados mis fingidos funerales, la vida ha vuelto a la normalidad. Afortunadamente, el muerto de vacaciones goza de buena salud. Y aunque a partir de ahora seguramente sea más oportuno decir con González Ruano que tengo una mala salud de hierro, mi vida pasa por tomarme un cuarto de aspirina al día y por viajar en businesscada vez que cruzo el Atlántico para evitar el síndrome del turista. Precisamente yo, que viajaba entre Miami y Madrid seis veces al año y nunca me pasó nada.
Poco más que decir. Que no quiero ser el más rico del cementerio. Que no me asusta la muerte, pero, como Woody Allen, prefiero no estar allí cuando ocurra. Que mientras espío mi cuerpo me acuerdo de Francisco Umbral y su precioso verso de Mortal y Rosa: Estoy oyendo crecer a mi hijo. Milagrosamente, yo sigo oyendo crecer a los míos. A día de hoy me sigue costando creer que haya sufrido un infarto. En todo caso, lo recuerdo como un sueño y no como una pesadilla. Por lo menos, vivo para contarlo y seguramente lo cuento para seguir viviendo. Es verdad que cuando acudo al talaso de la Casa del Agua, y hago la plancha todavía me imagino que soy el protagonista de Sunset Boulevard, quien una vez fallecido narra su historia desde el fondo de la piscina, pero últimamente ya voy venciendo mis fantasmas. Ahora yo también leo el ABC todas las mañanas y si no aparece mi esquela, me levanto.
Por JOSÉ MARÍA BESTEIRO
No hay comentarios:
Publicar un comentario