Él era un respetable caballero, pulcro, meticuloso, exigente; quizá fuera médico porque le gustaba tener las manos y las uñas bien cuidadas. Procuraba hacerse el manicure, al menos una vez al mes, para lo cual investigaba en dónde lo hacían mejor, como a él le encantaba: que le quitaran la cutícula con sumo cuidado y que le barnizaran las uñas con una laca transparente, solamente pedía brillo, mucho brillo en las uñas.
En una de sus travesías por la ciudad, al volante de su Mercedes Benz blanco, le llamó la atención un discreto anuncio en el vestíbulo de un elegante hotel situado frente a La Alameda Central, en plena Avenida Juárez. El anuncio rezaba así: "La mejor manicurista de la ciudad, estudió en Madrid".
En efecto, la manicurista de ese lujos hotel, no solo había estudiado la carrera de podóloga en Madrid, si no que también había trabajado para la Casa Real, atendía a los Reyes, a sus hijas y nietas.
Irene era una guapa mujer mexicana, de unos cincuenta años, con los ojos verdes más lindos que jamás habieran existido en la ciudad de México. Por esos enormes ojos color esmeralda, Irene tuvo varios ofrecimientos para modelar y trabajar en la televisión cuando era una jovencita, pero ella decidió que lo suyo era arreglar las manos de los famosos o de los aristócratas.
Cuando entró el caballero a la "Estética Regis", movido más por la curiosidad que por la necesidad de arreglo de sus manos y uñas, de una sola mirada supo quién era la que había estudiado en Madrid. Ese día, a esa hora, las dos de la tarde, solamente estaba Irene. Ella le sonrió al caballero con la más dulce de sus sonrisas. El caballero se turbó pero buscó el asiento apropiado y se apoltronó cómodamente.
A Irene le interesó demasiado el caballero, les gustaban los hombres mayores y elegantes, y en esos momentos no tenía compromiso alguno con alguien.
Empieza el rito del manicure, le lava las manos con ternura, le aplica una crema desfoliante en los dorsos y le proporciona un suave masaje con sus dedos, hasta dejarle lisa la piel de las manos. Después procede a remover la cutícula de las diez uñas, con suma paciencia, minutos más tarde comienza la aplicación del barniz transparente.
Mientras el rito de atender las manos del caballero proseguía puntualmente su recorrido, Irene acariciaba las manos de él, y como que le trasmitía mensajes en "clave morse", la de los telegrafistas, y que el caballero pudo interpretar correctamente.
Sin decir palabra alguna, concluye el trabajo de Irene, y el caballero introduce la mano derecha al bolsillo derecho y extrae un fajo de billetes de mil pesos, paga la cuenta y deja una propina desmesurada, junto con su tarjeta de presentación.
El caballero era el embajador de España en México, y simplemente quería sentirse como en su amado Madrid, atendido por una "madrileña" de ojos verdes.
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