viernes, 6 de agosto de 2010

Una mexicana que vuelos vendía.

Después de una prolongada y deliciosa estancia en la ciudad de México de mis amores, decidí volver a Guatemala para ver mi ganado y mis frutales abandonados por tanto tiempo, por ello requerí los servicios de la empresa de aviación apodada "Mexicana", quienes me obligaron a comprar un boleto redondo (Mex-Gua-Gua-Mex) con fechas definidas para la ida como para el regreso, ya no existe el viejo recurso llamado "boleto abierto".

Yo me comprometí con mis amigos volver a México el 25 de enero del año 2011, para tomar posesión nuevamente de mi mesa siete, en el Café El Toscano, ese que está situado frente al mítico Parque México, y reestablecer la tertulia con las personas inteligentes y amenas que suelen frecuentarme.

Pero ahora resulta que la famosa "Mexicana de Aviación" quebró como una ramita seca del desierto, y no quieren reconocer los boletos comprados con anticipación para un retorno posible a México.

Con razón el último vuelo de mexicana de aviación a Guatemala, de las diez de la noche del miércoles cuatro de agosto, estuvo extraño en varios sentidos.

Arribé a la terminal aérea de la ciudad de México, como es mi costumbre cuatro horas antes de la salida, porque no me gusta nada que me deje un vuelo por mi atraso en llegar a documentar y luego a abordar con calma. Esas cuatro de ocio productivo en el aeropuerto, cualquiera que este sea, me sirve para observar ese zoológico humano y poder imaginarme historias de los personajes que por ahí pululan, mal vestido, asoleados, con parejas que no son las propias, con niños que detestan, con caras de fastidio por estar lejos de casa, etcétera.

En esta ocasión no fue la excepción, ví, observé mi entorno y estudié algunos posibles personajes para mis historias.

Pedí, como es ya mi costumbre, una silla de ruedas, la cual me la concedieron de inmediato. Ya hubo una ocasión en que viajabamos en el mismo vuelo trece personas con problemas de movilidad física, y obviamente no había suficientes sillas de ruedas para todos. Eso fue una auténtica tragicomedia, los chicos que se encargan de trasladar a los pasajeros inválidos se volvieron locos, por que la compañía aérea cuenta con !!dos sillas de ruedas¡¡ Las idas y venidas por los dilatados pasillos del aeropuerto, de casi dos kilómetros de longitud, obligaban a los chicos empujadores a correr velozmente con los pasajeros con peligro de una volcadura o choque.

Si eso ocurrió en el moderno y eficiente aeropuerto de la Ciudad de México, podemos imaginarnos lo que sucedió al llegar a la aeropuerto de la Ciudad de Guatemala, la locura fue total y los sinsabores demasiados.

En esta ocasión pedí la consabida silla de ruedas, me la proporcionaron de inmediato y el chico que me llevaba empujando el artefacto, me dijo: "nos acaban de despedir a todos". Eso me olió feo, y le pregunté por sus salarios y demás prestaciones, y me contestó: -"ya no tenemos derecho a nada". Me dijo también que no tenía sueldo sino que ahora solo podría contar con las propinas de los pasajeros. Extraje un billete de cien pesos y lo puse en sus manos, me vio a los ojos y casi llora de la emoción, era mucho dinero para él.

Emprendimos el despegue con casi una hora de retraso, había un atasco de tráfico dentro del aeropuerto, muchos aviones salían al mismo tiempo, nos formamos en fila india y a esperar pacientemente la salida a la pista central.

El vuelo estuvo caracterizado por múltiples turbulencias, que nos tuvo a todo el pasaje atados a nuestros asientos, sin poder movernos y mucho menos ir al baño, las caras de aflicción eran patentes en casi todos: teníamos hambre, sed y ganas de orinar, pero no se podía hacer absolutamente nada. Después de casi dos horas de vuelo, los pasajeros teníamos ganas de ahorcar con nuestras propias manos a las bellas azafatas que nos tocaron para este vuelo, pero que permanecieron ocultas en la parte posterior del avión
ahí donde desaparecen detrás de una pesada cortina de tela negra. Imagino que detrás de la cortina famosa, deben ocurrir cosas diversas entre las azafatas y sobrecargos varones, porque siempre salen de ahí sonriendo y con los cachetes muy colorados.

Yo accioné varias veces un botón para llamar a la sobrecargo, ese botón se localiza por encima de mi cabeza, se quedó encendido todo el viaje sin recibir respuesta. Moría de sed y quería ir al baño, pero las muletas se las llevaron a guardar a otro sitio lejano de mi mirada; la angustia me invadió, más que por la sed que me atosigaba, por la necesidad de orinar, sentía que traía en la vejiga unos dos litos y medio de orina, que urgía desalojar.

Por fin llegamos a Guatemala, tocamos pista y las azafatas seguían escondidas en la parte posterior del avión, ya no pude investigar si en el inter del viaje ellas y ellos hicieron de las suyas con sus cuerpos.

Me bajo del avión y ya estaba la silla de ruedas esperándome, sola, sin el muchacho que empuja a los pasajeros, me monté en ella y quise accionarla con mis manos y casi no pude moverla ni un centímetro, había una pendiente liviana pero imposible para mis escasas fuerzas. Una pasajera amable, me empujó hasta el pasillo principal y ahí me abandono ami suerte, era el último vuelo no solo de mexicana sino de ese noche. No había nadie a menos de mil metros de mi.

Como pude llegué al baño de caballeros, me introduje con todo y silla de ruedas, oriné hasta sentir el éxtasis del vacío. Y salí muy orondo, de nuevo trepado en la silla de ruedas, que con trabajos podía impulsarla con mis manos adormecidas por el esfuerzo.

Veía con desolación esos largos pasillos de la terminal aérea y ni una alma caritativa cercana, me tardé horas en salir de los pasillos y ponerme frente al funcionario de migración y de aduana, mientras tanto mi familia me urgía a salir ya, recibí una docena de llamadas telefónicas preguntando: -"Y a vos que te pasa, que no salis"?

Nunca podía yo haberme imaginado que ese era el último vuelo de mexicana de aviación con destina a Guatemala.

Con razón tantas cosas extrañas ocurrieron...

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