Cada levantamiento en un país árabe representa un nuevo y distinto desafío para Estados Unidos, incapaz de reaccionar al ritmo vertiginoso que los acontecimientos han alcanzado. En el caso de Libia, donde la influencia norteamericana es muy escasa, la prioridad para Washington es evitar un baño de sangre que podría crear la necesidad de una intervención internacional compleja y de imprevisibles consecuencias.
La secretaria de Estado, Hillary Clinton, dijo anoche en un comunicado que "el mundo está observando la situación en Libia con alarma" y que "es hora de detener este inaceptable baño de sangre". Clinton afirmó que está en contacto con otros Gobiernos para estudiar las medidas que es necesario adoptar.
Un funcionario estadounidense admitió ayer que nadie en la Administración había comunicado con Muamar el Gadafi o con miembros de su familia. Ningún miembro de su Gobierno ha sido contactado tampoco desde el viernes pasado. Estados Unidos se ha limitado hasta el momento a ordenar la salida de Libia de todo su personal diplomático no imprescindible -el embajador ya ha había salido hace meses como consecuencia del escándalo de Wikileaks- y a informar que Barack Obama estaba siguiendo de cerca la situación y "analizando todas las medidas apropiadas".
"Estamos buscando clarificación de parte de responsables libios al tiempo que mantenemos nuestra demanda de evitar la violencia contra las manifestaciones pacíficas y de respetar los derechos universales". Mientras un portavoz anónimo pronunciaba esas palabras en la Casa Blanca, la televisión Al Yazira informaba ya de que la aviación estaba disparando contra las personas concentradas en Trípoli.
Claramente, la situación en Libia desborda a Estados Unidos, que no tiene allí en juego, a diferencia de Egipto o Bahréin, intereses estratégicos vitales, a excepción del efecto que esa crisis puede tener en los precios del petróleo o el riesgo de una internalización del conflicto que llegue a obligar al uso de la fuerza. El embajador libio en Washington, que aparentemente ha abandonado a su Gobierno, pidió una acción internacional para frenar lo que él definió como "una matanza", aunque añadió que confiaba en que no sería necesaria una intervención militar.
Desde el punto de vista político, la caída de Gadafi ofrece a Estados Unidos una gran oportunidad para comprobar la naturaleza puramente cívica, no ideológica, de los sucesos en el mundo árabe y acomodar su estrategia a un futuro que puede ser mucho más prometedor para Washington: el antiamericanismo, como una de las fuerzas vitales que marcaban los movimientos en esa región, puede estar en declive.
Los acontecimientos se suceden a tal velocidad que, por el momento, es imposible vislumbrar ninguna estrategia o apostar por una salida. Pero, dentro de esa enorme confusión, se van tomando medidas que permiten sacar algunas primeras conclusiones. La primera, que Estados Unidos trata de acelerar los cambios políticos en los países del Golfo, los más receptivos a la influencia norteamericana y los de mayor valor estratégico, antes de que sean barridos por la oleada reformista. La represión en Bahréin cesó inmediatamente después de que Obama telefoneara el viernes por la noche al rey Hamad bin Isa el Jalifa.
El consejero de Seguridad Nacional, Thomas Donilon, llamó un día después al príncipe heredero, Salman bin Hamad el Jalifa, para preparar una transición ordenada hacia la democracia. El jefe de las Fuerzas Armadas norteamericanas, almirante Mike Mullen, empezó ayer una visita a los países del Golfo, todos ellos estrechos socios militares, para analizar la situación.
En segundo lugar, después de la caída de Hosni Mubarak, todos los aliados de Estados Unidos en el mundo árabe han entendido que no pueden contar con Washington como último sostén para prologar regímenes fieles pero impopulares.
Además, Obama intenta mantener cierta distancia sobre el desarrollo de los hechos en los países que son históricos rivales para no dar excusas a deslegitimar los movimientos de protesta. Así ha sido en el caso de Irán y en el de Libia. En ambos países la Administración norteamericana no ha utilizado hasta ahora un lenguaje muy diferente al de Egipto. Si no se pidió abiertamente la renuncia de Mubarak, tampoco se ha pedido la de Gadafi.
La Casa Blanca ha llegado a la conclusión de que la ola de cambio es imparable y que sería un grave error oponerse, aunque eso suponga desconcertar a algunos aliados, especialmente Arabia Saudí, cuyo Gobierno se quejó por la actitud de Obama hacia Mubarak y se ha vuelto a quejar ahora, según The New York Times, por la postura adoptada en Washington con relación a Bahréin.
No hay comentarios:
Publicar un comentario