sábado, 5 de febrero de 2011

Luz Casal, divina mujer.

A las diez en punto de la noche, los gritos eran de indignación: en el demencial bochinche organizativo del Madrid Arena, cientos de espectadores pugnaban en vano por localizar sus butacas. Dos minutos más tarde, en cuanto Luz Casal irrumpió en escena, hasta los sedicentes se sumaron a la ovación abrumadora, a la emoción de este reencuentro demorado desde el pasado mes de mayo .

Entonces la artista coruñesa anunció que el cáncer -esa maldita "larga enfermedad" de las crónicas clásicas- le retaba a un segundo y encarnizado duelo. La vida es una tragicomedia que siempre acaba mal, pero hoy nos congratulamos de que Luz siga morando, majestuosa, en el centro de las tablas. Nuevamente pletórica, vencedora de tantos duelos y, esta vez, de su segunda gran batalla .

"Llevo semanas hablando y preparándome para el día de hoy", admitía nuestra protagonista nada más finalizar su primera interpretación, Mar y cielo. Nerviosa todavía, la voz solo a medio templar, pero elegante y esbelta con su vestido y botines negros. Ya entonces sabía que acabaría metiéndose en el bolsillo a las 7 mil personas del pabellón (algunas, hacinadas de mala manera en los pasillos). Y también a los príncipes de Asturias, esforzándose por demostrar que las monarquías no solo sirven para conceder títulos de carácter hereditario. Unos 200 mil euros se recaudaron ayer para plantarle cara al cáncer de mama.

La de Luz es una alentadora historia de pundonor y superación de la adversidad, un ejemplo involuntario para tantas mujeres a las que un día aciago se les vino el mundo encima. La enfermedad ha vuelto a la cantante seguramente más vulnerable; no en términos de resistencia física, sino de percepción vital. Aquella mujer de fiera melena cardada que parecía inalcanzable en sus comienzos se nos antoja ahora, qué cosas, mucho más próxima, cálida, familiar.

Si nos la cruzamos en la cafetería, la invitaríamos a un cortado para preguntarle qué tal le va el día. Ha vuelto a ponerse guapa, espléndida en su madurez serena. Y solo entran ganas de desearle muchos años más de estadía en los teatros. Como le sucediera a Amália Rodrigues, Luz envejece bellamente bajo los focos.

Ya lo dijo hace poco Manuel Rivas, el maestro: "No podemos evitar que la vida sea apasionante". Luz también lo sabe y por eso nos regala, en la despedida, ese Gracias a la vida (Violeta Parra) que en su voz adquiere ahora dimensiones de escalofrío. Como aquella frase de Entre mis recuerdos que anoche dejó anudadas muchas gargantas: "Y si las lágrimas vuelven, ellas me harán más fuerte".

La noche había empezado más anodina, con hasta cinco de los boleros de La pasión: un disco infinitamente más conservador -léase aburrido- que su antecesor, Vida tóxica. Solo Con mil desengaños hizo honor al título del álbum. Luego llegarían las baladas clásicas (Un nuevo día brillará termina en apoteosis de karaoke) hasta que, poco a poco, las guitarras se van electrizando. A partir de A cada paso que voy, el vestido negro ya es blusa dorada de seda y procede agitar las musculaturas.

La de Luz responde, por cierto, con una elasticidad asombrosa. Ahí la tienen: una chavala de 52 años que arrasaría en los juegos olímpicos de la vitalidad.

En una noche de emotividades, acabamos con las risas de ese disparate memorable titulado Rufino. Un cuarto de siglo atrás, la gallega ya sabía rodearse de letristas muy brillantes. Un beso, Carmen Santonja: igual que Luz, seguimos acordándonos de ti.

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