El torito más bravo al que a mí se me podía haber ocurrido hacer frente ha sido el de escoger para el lector común a cuatro poetas occidentales que me pareciera que hubieran forjado la poesía del siglo XX. Sin embargo, basta con que se me haya ocurrido torear semejante proyecto, por inadecuado que sea para mí, para que tenga que abrirle la puerta y desafiarlo, aun si de la corrida salgo corneada, y aun si tengo la (mala) suerte de ser leída no precisamente por el lector común, mi verdadero hermano, sino por este y aquel juez de plaza, pero ni modo, ahí voy, ¡y que me parta un rayo!
Pues verán, lectora nacida que fui a tres años de rayar el año 50, me formé en colegios mexicanos, españoles, ingleses y franceses, y una mezcla de estos dos (o canadienses) y, por tanto, leí y memoricé a los poetas clásicos y hasta modernos de estas cuatro culturas, pero con quienes se forjó realmente mi gusto particular por la poesía fue –pero, ¿quién me obliga a revelarlo?–
Fue, digo, con un par de poetas más bien contestatarios de la cultura y de la poesía que se cantaba hasta ese momento. Me refiero a Bob Dylan y a e. e. cummings, que, además de ser apenas estadunidenses o, al lado de los otros, recién llegados a la Historia y de orígenes más bien dudosos, se acompañaban de música y del despropósito del juego, deshaciendo la lengua y cantando (aparentemente) sin voz. Ni modo. Así fue. Por lo que a mí hace, los memoricé sin dificultad y ¡con pasión!; me divirtieron, hablaron por mí, crecí con ellos, me acompañaron en las buenas y en las malas.
También es cierto que gracias a lo que ellos le hicieron a mi corazón los relacioné con el maestro de maestros que es Laurence Sterne, por las locuras que éste se permitió en Tristram Shandy y, ya en más confianza, admitiré que también asocié su expresión poética con la de Huidobro y, poco a poco, por supuesto, la conglomeración de cantos creció en mi mundo, lo suficiente para que me atreviera a incluir la poesía en un proyecto de recomendaciones de lectura en el que he estado trabajando y que ya empieza a urgirme terminar.
Lo cierto es que por más que lo que pudiera decir acerca del tema tendría algunas bases que ante mí misma me autorizarían a escoger a cuatro poetas occidentales que me pareciera que hubieran forjado la poesía del siglo XX, al final no haría más que denotar mi ignorancia y, confieso, esto me frena. O me frenó hasta este momento, cuando se ha abierto la puerta y tengo al toro enfrente.
(Estaba por registrar el fruto de mis penosas dubitaciones cuando se me atravesaron las fantásticas conferencias Contra la poesía y Contra los poetas, que en 1947 Witold Gombrowicz pronunció en español en Buenos Aires y que, para celebrar las Navidades del año 2010, publica la igualmente fantástica Colección Visor de Poesía. Debo a la avorazada lectura de este ejemplar la irreverencia de encabezar con Bob Dylan mi lista de poetas maestros.)
Por lo que hace a la lengua española, escojo a Pablo Neruda, con sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada, voz y canto de los que ningún lector debería prescindir, y menos que ninguno el lector común, mi verdadero semejante, entre otras razones, porque una vez que hubiera leído y oído estas composiciones de Neruda se habrá poblado para siempre de amor, de música y de alegría, desesperada o no. De juego, de juventud y también de infancia.
Y dado que mi cuarteto ha de incluir a una mujer, me decidí por Alejandra Pizarnik, por “sólo la sed/ el silencio/ ningún encuentro/ cuídate de mí amor mío/ cuídate de la silenciosa en el desierto/ de la viajera con el vaso vacío/ y de la sombra de su sombra”, fragmento incluido en su Árbol de Diana, en el que “He dado el salto de mí al alba.../ y he cantado la tristeza de lo que nace”. Quiero leer una biografía suya, práctica que recomiendo seguir con todo autor al que uno lea y que le diga algo y lo mueva.
Me movió Eugenio Montale, y quedo pendiente de encontrar y leer su autobiografía. La edición bilingüe que preparó Fabio Morábito para Galaxia Gutenberg de la Poesía completa de Montale, su traducción, prólogo y notas fueron suficientemente iluminadoras en mi búsqueda para atraerme al mar que es Montale.
También escogí a Guillaume Apollinaire, porque llora y juega, y porque su poema Llueve llueve y en su Carta océano aparecen los mayas y la República mexicana.
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