lunes, 9 de mayo de 2011

Y el Zócalo enmudeció.

Y el Zócalo enmudeció...
Las cartulinas hablaron, las imágenes narraron el sentir de los manifestantes en la Plaza de la Constitución donde se pidió “no más miedo”.

A las 18:04 de la tarde Javier Sicilia termina de leer su discurso y aquí, en un lugar acostumbrado a llenarse de arengas, de gritos, de mentadas, de ensordecedor ruido político, pide a los miles de manifestantes silencio. Cinco minutos de silencio. Y sí: la muchedumbre calla. 300 segundos de enmudecimiento colectivo por la violencia en el país. Al final de ese inusual rito, el poeta David Huerta empieza a leer un breve poema y las campanas de Catedral tañen.

Se volvía a hacer el silencio y un sujeto confundido empezaba a vociferar: “¡Obrador, Obrador!”

Nadie le hizo caso. Varios minutos después, el himno nacional sería entonado ya que el poeta y sus acompañantes abandonaran el templete, y cuando muchos de los manifestantes habían dejado la Plaza de la Constitución…

La Marcha por la Paz, la marcha del silencio concluía.

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En los instantes previos a que Sicilia leyera su discurso donde pediría la renuncia de Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública federal, los nombres de decenas de muertos a causa de la criminalidad habían sido leídos. A cada nombre y apellido pronunciado, la multitud coreaba:

—¡No debió morir!

Más adelante, Silvia Escalera, la madre de Silvia Vargas, la hija del empresario Nelson Vargas secuestrada y asesinada, haría un pedido a los plagiarios: que devuelvan a quienes han ejecutado, que informen dónde están sus cuerpos, y que entreguen a quienes actualmente tienen secuestrados. “Gánense el perdón”, les aconsejaría…

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En su rueda de prensa matutina Javier Sicilia se dirigiría también a los criminales:

“Nosotros no somos sus enemigos (de guerra), ¡ya párenle cabrones!”

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Los chilangos multiplicarían la Marcha de la Paz por 80. Si en la carretera de cuota México-Cuernavaca acaso mil personas caminaron durante tres días, aquí, en las hirvientes avenidas del Distrito Federal, los capitalinos convirtieron la protesta en un mar humano de decenas de miles de cuerpos que inundaron avenida Universidad, Eje Central, y 5 de Mayo, hasta abarrotar tres cuartas partes del Zócalo. Como en 2004, en aquella marcha contra la inseguridad, los capitalinos salían a las calles de nuevo. La mayoría, como entonces, ataviada de blanco. Y hoy, todos, callados. Pero estaban ahí por la misma razón: por su hartazgo ante la inseguridad incontrolable. Y hoy, además, por su hastío hacia los políticos.

Eran las imágenes y las cartulinas las que rompían el silencio.

Las cartulinas de las familias de todas las clases sociales, con predominancia de clase media:

“Por la paz y un movimiento ciudadano sin políticos”.

“Calderón, eres un peligro para México: 40 mil muertos”.

“¡Callen, políticos!”

“Paremos las balas”.

“Que se vayan todos (los políticos)”.

“No quiero morir tan joven”.

“¿Este es nuestro futuro?”, preguntaba una niña en su cartulinita llena de una mancha roja que representaba sangre.

“Nuestros héroes caídos aquí están: nuestros hijos”.

“No quiero ser otro daño colateral”

“A los jóvenes llénenlos de educación, no de balas”.

“Amo a mi familia y la quiero viva”.

“No + miedo”.

Así hablaba en silencio la Marcha por la Paz el último día.

Y dejaba dos imágenes que narraban:

1. A un padre de familia se le ocurrió colocar una reja en la acera mientras pasaba la marcha. Él y sus hijitos yacían presos tras los barrotes de la inseguridad. Como miles de mexicanos…

2. Ignacio del Valle, líder de Atenco, se acercaba a manifestar solidaridad a Javier Sicilia. Lo hacía, pero el poeta lo domesticaba. No le dejaba portar a él y a los suyos sus machetes. Le decía: “Los machetes son instrumentos de trabajo, no armas”.

El espíritu de la marcha, repetía Sicilia cada día que duró la manifestación, es la paz, no generar más violencia por la violencia.

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Arribaba al Zócalo la vanguardia de la marcha. Sicilia, acompañado del escritor Vicente Leñero, del activista Sergio Aguayo, de los padres Miguel Concha y Alejandro Solalinde, y de tantos padres mutilados de sus hijos. Diría el poeta desde el templete luego de un sofocón provocado por la muchedumbre:

“Hemos llegado aquí para volver a hacer visibles las raíces de nuestra nación, para que su desnudez, que acompaña la desnudez de la palabra, que es el silencio, y la dolorosa desnudez de nuestros muertos, nos ayuden a alumbrar el camino”.

Terminó la Marcha por la Paz…

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