Francia se cansa de Hollande sin añorar a Sarkozy
La impopularidad del dirigente socialista permite a Sarkozy seguir vivo en el debate político, a pesar de que los escándalos judiciales asfixian al expresidente
François Hollande
es el presidente más impopular de la V República. Un 51% de franceses
le considera un mal presidente, y solo un 22% cree que cumple sus
funciones como debe. Su antecesor, Nicolas Sarkozy, es desde mayo pasado
el segundo jefe del Estado -tras Valéry Giscard d’Estaing en 1981- que
pierde su reelección. Han pasado diez meses, y todavía un 40% de
‘citoyens’ dice añorar al exzar Nicolás, mientras en el Twitter nacional
triunfa la etiqueta ‘StopHollande’. Se diría que Francia vive en una
especie de limbo irreal. La transición entre dos personalidades tan
distintas no ha fraguado todavía, y el presidente normal, cada vez más
corriente, ha perdido crédito en casa y voz en una Europa cada vez más
sometida a los castigos de Angela Merkel. Sarkozy, todavía sin sucesor
claro en la UMP, mantiene viva la hipótesis del regreso mientras madura
la idea de dedicarse a ganar dinero dirigiendo un fondo de inversión
catarí. Pero su inesperado procesamiento en el ‘caso Bettencourt’
por abusar de la debilidad de la mujer más rica de Francia, y otros
escándalos que duermen en el cajón de los jueces, podrían precipitar su
jubilación forzosa.
Hollande dio una larga entrevista anoche en televisión para intentar recuperar la gracia de los electores. Pero fue un ejercicio estéril. El presidente anunció que aplicará durante dos años la famosa tasa del 75% para las rentas superiores al millón de euros –que fue anulada por el Consejo Constitucional-, y que la pagarán las empresas de los ejecutivos de oro y no las personas físicas. Dejó caer que habrá una reforma de las pensiones y de las ayudas familiares, sin dar detalles, pidió ser juzgado “por los resultados”, recordó que lleva diez meses gobernando y no diez años, y reclamó a Merkel una nueva política. “Los países europeos deben ser rigurosos, y Francia en primer lugar, pero no austeros”, afirmó. “La austeridad condena a Europa a la explosión, no solo a la recesión”.
Humano, sensato e incluso simpático como es, Hollande no logró evitar la sensación de que le ha tocado gestionar la decadencia de Francia, que es parsimoniosa y lánguida como una heroína de Proust. El paro gotea lentamente pero no deja de aumentar (lo hizo en 52 meses de los últimos 60). La industria se desangra por los coches pero crece con los aviones. La deuda sigue subiendo despaciosamente, a caballo de una prima de riesgo que es una ganga si se compara con la de Italia o España. Las reformas son concertadas y civilizadas pero no rozan ni de lejos los objetivos que desea Alemania. La depresión europea y la negativa de Berlín a pagar el cheque del crecimiento impiden a París sacar la cabeza del agua, mientras se expande el fenómeno llamado Hollande bashing (poner a caldo a Hollande), liderado por la oposición conservadora y jaleado por los anglosajones y germánicos que consideran que eso de subir los impuestos y distribuir la riqueza es un libertinaje intolerable.
Políticamente, el Hexágono emite señales contradictorias, que sin duda tienen que ver con la crispación que atiza la derecha, con la flema sin mácula de Hollande, y con la asombrosa capacidad de la Unión Europea para generar miedo, si no pánico, en cualquier instante y lugar, ya sea un archipiélago o un islote del tamaño de una ciudad mediana. La novedad es que el antisarkozysmo, que unió a centristas e izquierdistas para llevar a Hollande hasta el Elíseo, ha perdido fuelle y los sondeos conceden al perdedor de las elecciones, teóricamente retirado de la política, mejores resultados que al sucesor. Con decir que los sondeos valoran mejor a Marine Le Pen que a Hollande está todo dicho.
Según la bloguera y analista de Le Monde Françoise Fressoz, “la situación es insólita y compleja”. El líder socialista deseó a Sarkozy “suerte en su nueva vida” cuando tomó posesión y ofreció al país una “presidencia normal” frente a la “híper presidencia” anterior invocando la calma y la primacía del Parlamento y de la concertación social frente al personalismo autoritario de Sarkozy. Pero Fressoz sostiene que este ha tenido “la habilidad de dejarse abiertas las puertas del regreso al negar a su partido el derecho a hacer balance del pasado”.
Hollande no ha sabido unir al país al poner delante de todo lo demás las subidas de impuestos, y esto unido al pulso que mantuvieron en otoño François Fillon y Jean-François Copé por la presidencia de la UMP ha dado oxígeno a un Sarkozy que parecía debatirse entre dos únicas opciones: la cómoda vida de conferenciante global, y una más osada y con más difícil retorno, liderar un fondo de inversión financiado al 50% por sus buenos amigos cataríes.
Según contaba ayer el Financial Times, el fondo -una idea de su amigo Alain Minc, consejero de PRISA- tendría su sede en Londres, ayudaría “con particular énfasis a la reconstrucción de España”, y permitiría al expresidente ganar un salario de unos 3 millones anuales. Todo son ventajas, porque al estar en Londres no haría falta pagar siquiera el 75% a Hollande, pero el montaje parece haber quedado aparcado tras la imputación judicial de Sarkozy, quien ha anunciado en su cuenta de Facebook que dedicará “todo” su tiempo a defender su “inocencia y probidad”.
El procesamiento por abusar de la supuesta debilidad de la nonagenaria heredera del imperio L’Oréal ha marcado un antes y un después. Como escribe Fressoz, Sarkozy ha convertido “el mal trago de su imputación en un examen a su propio campo: ¡Cuidado del que no se solidarice con él! ¡El jefe es él!”.
Del semianonimato, Sarkozy ha pasado en unos días al papel de víctima de no se sabe bien qué conspiración, como si de repente Francia, donde el presidente ha cesado a su ministro de Hacienda en cuanto supo que los jueces van a investigar si tuvo una cuenta en Suiza, se hubiera transmutado en la Italia de Berlusconi. Toda la UMP, incluidos Fillon y Copé, ha salido a defender el honor del exlíder que les prometió revivir un sueño de gloria y grandeza aunque en realidad les dejó una pesadilla, un partido hecho trizas y alejado de todos los resortes del poder, salvo el mediático.
Esta “injusta” imputación, según le espetó Sarkozy en la cara al juez Jean-Michel Gentil, “no quedará así”. En esa frase, filtrada por su entorno, aparece de nuevo el mejor y el peor Sarkozy, ese que no respeta a nadie ni se arruga ante nada. Acusar a la Justicia de parcialidad y persecución –cuando ya no está en la política- puede parecer una bravata, pero según recordó ayer Hollande es también un ataque directo a la República. Y podría convertirse en un bumerán -o no, pues como decía el crítico Joaquín Vidal, “con el público actual, ya se sabe”-.
De momento, el abogado de Sarkozy ha paralizado su anunciado recurso a la espera de que el Consejo de la Magistratura se pronuncie sobre los ataques al juez, y este ha denunciado haber recibido amenazas de muerte y ha dicho que baraja querellarse contra algunos perros guardianes de Sarkozy. Pero el gran problema para el expresidente es que el caso Bettencourt es uno más entre una lista que no huele bien.
En el cajón de los magistrados económicos de París hay varias causas donde aparece el nombre de Sarkozy, que a día de hoy es el segundo jefe del Estado procesado de la historia, tras Jacques Chirac. Por orden cronológico, el exlíder conservador aparece en el escándalo Karachi (comisiones ilegales en los años noventa); el caso Gadafi (presunta financiación ilegal con fondos libios en 2007), el caso de los sondeos del Elíseo (supuesta malversación de fondos públicos por encargar encuestas millonarias a su amigo Patrick Buisson), y, por último, aunque no menos importante, el caso Bernard Tapie-Christine Lagarde, donde la exministra de Economía y actual directora del FMI está siendo investigada por tráfico de influencias y desvío de fondos en el litigio que enfrentó al empresario y amigo íntimo de Sarkozy contra un banco público casi hundido. Tapie cobró 403 millones del Estado.
Hollande dio una larga entrevista anoche en televisión para intentar recuperar la gracia de los electores. Pero fue un ejercicio estéril. El presidente anunció que aplicará durante dos años la famosa tasa del 75% para las rentas superiores al millón de euros –que fue anulada por el Consejo Constitucional-, y que la pagarán las empresas de los ejecutivos de oro y no las personas físicas. Dejó caer que habrá una reforma de las pensiones y de las ayudas familiares, sin dar detalles, pidió ser juzgado “por los resultados”, recordó que lleva diez meses gobernando y no diez años, y reclamó a Merkel una nueva política. “Los países europeos deben ser rigurosos, y Francia en primer lugar, pero no austeros”, afirmó. “La austeridad condena a Europa a la explosión, no solo a la recesión”.
Humano, sensato e incluso simpático como es, Hollande no logró evitar la sensación de que le ha tocado gestionar la decadencia de Francia, que es parsimoniosa y lánguida como una heroína de Proust. El paro gotea lentamente pero no deja de aumentar (lo hizo en 52 meses de los últimos 60). La industria se desangra por los coches pero crece con los aviones. La deuda sigue subiendo despaciosamente, a caballo de una prima de riesgo que es una ganga si se compara con la de Italia o España. Las reformas son concertadas y civilizadas pero no rozan ni de lejos los objetivos que desea Alemania. La depresión europea y la negativa de Berlín a pagar el cheque del crecimiento impiden a París sacar la cabeza del agua, mientras se expande el fenómeno llamado Hollande bashing (poner a caldo a Hollande), liderado por la oposición conservadora y jaleado por los anglosajones y germánicos que consideran que eso de subir los impuestos y distribuir la riqueza es un libertinaje intolerable.
Políticamente, el Hexágono emite señales contradictorias, que sin duda tienen que ver con la crispación que atiza la derecha, con la flema sin mácula de Hollande, y con la asombrosa capacidad de la Unión Europea para generar miedo, si no pánico, en cualquier instante y lugar, ya sea un archipiélago o un islote del tamaño de una ciudad mediana. La novedad es que el antisarkozysmo, que unió a centristas e izquierdistas para llevar a Hollande hasta el Elíseo, ha perdido fuelle y los sondeos conceden al perdedor de las elecciones, teóricamente retirado de la política, mejores resultados que al sucesor. Con decir que los sondeos valoran mejor a Marine Le Pen que a Hollande está todo dicho.
Según la bloguera y analista de Le Monde Françoise Fressoz, “la situación es insólita y compleja”. El líder socialista deseó a Sarkozy “suerte en su nueva vida” cuando tomó posesión y ofreció al país una “presidencia normal” frente a la “híper presidencia” anterior invocando la calma y la primacía del Parlamento y de la concertación social frente al personalismo autoritario de Sarkozy. Pero Fressoz sostiene que este ha tenido “la habilidad de dejarse abiertas las puertas del regreso al negar a su partido el derecho a hacer balance del pasado”.
Hollande no ha sabido unir al país al poner delante de todo lo demás las subidas de impuestos, y esto unido al pulso que mantuvieron en otoño François Fillon y Jean-François Copé por la presidencia de la UMP ha dado oxígeno a un Sarkozy que parecía debatirse entre dos únicas opciones: la cómoda vida de conferenciante global, y una más osada y con más difícil retorno, liderar un fondo de inversión financiado al 50% por sus buenos amigos cataríes.
Según contaba ayer el Financial Times, el fondo -una idea de su amigo Alain Minc, consejero de PRISA- tendría su sede en Londres, ayudaría “con particular énfasis a la reconstrucción de España”, y permitiría al expresidente ganar un salario de unos 3 millones anuales. Todo son ventajas, porque al estar en Londres no haría falta pagar siquiera el 75% a Hollande, pero el montaje parece haber quedado aparcado tras la imputación judicial de Sarkozy, quien ha anunciado en su cuenta de Facebook que dedicará “todo” su tiempo a defender su “inocencia y probidad”.
El procesamiento por abusar de la supuesta debilidad de la nonagenaria heredera del imperio L’Oréal ha marcado un antes y un después. Como escribe Fressoz, Sarkozy ha convertido “el mal trago de su imputación en un examen a su propio campo: ¡Cuidado del que no se solidarice con él! ¡El jefe es él!”.
Del semianonimato, Sarkozy ha pasado en unos días al papel de víctima de no se sabe bien qué conspiración, como si de repente Francia, donde el presidente ha cesado a su ministro de Hacienda en cuanto supo que los jueces van a investigar si tuvo una cuenta en Suiza, se hubiera transmutado en la Italia de Berlusconi. Toda la UMP, incluidos Fillon y Copé, ha salido a defender el honor del exlíder que les prometió revivir un sueño de gloria y grandeza aunque en realidad les dejó una pesadilla, un partido hecho trizas y alejado de todos los resortes del poder, salvo el mediático.
Esta “injusta” imputación, según le espetó Sarkozy en la cara al juez Jean-Michel Gentil, “no quedará así”. En esa frase, filtrada por su entorno, aparece de nuevo el mejor y el peor Sarkozy, ese que no respeta a nadie ni se arruga ante nada. Acusar a la Justicia de parcialidad y persecución –cuando ya no está en la política- puede parecer una bravata, pero según recordó ayer Hollande es también un ataque directo a la República. Y podría convertirse en un bumerán -o no, pues como decía el crítico Joaquín Vidal, “con el público actual, ya se sabe”-.
De momento, el abogado de Sarkozy ha paralizado su anunciado recurso a la espera de que el Consejo de la Magistratura se pronuncie sobre los ataques al juez, y este ha denunciado haber recibido amenazas de muerte y ha dicho que baraja querellarse contra algunos perros guardianes de Sarkozy. Pero el gran problema para el expresidente es que el caso Bettencourt es uno más entre una lista que no huele bien.
En el cajón de los magistrados económicos de París hay varias causas donde aparece el nombre de Sarkozy, que a día de hoy es el segundo jefe del Estado procesado de la historia, tras Jacques Chirac. Por orden cronológico, el exlíder conservador aparece en el escándalo Karachi (comisiones ilegales en los años noventa); el caso Gadafi (presunta financiación ilegal con fondos libios en 2007), el caso de los sondeos del Elíseo (supuesta malversación de fondos públicos por encargar encuestas millonarias a su amigo Patrick Buisson), y, por último, aunque no menos importante, el caso Bernard Tapie-Christine Lagarde, donde la exministra de Economía y actual directora del FMI está siendo investigada por tráfico de influencias y desvío de fondos en el litigio que enfrentó al empresario y amigo íntimo de Sarkozy contra un banco público casi hundido. Tapie cobró 403 millones del Estado.
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