domingo, 31 de marzo de 2013

Relato dominical breve

Mar de Historias
De regreso
Cristina Pacheco
Firme al volante, Danilo se concentra en mirar la autopista. En el asiento posterior del coche Joshua y Sarahí, vestidos con ropa de playa, dormitan entre toallas húmedas, bultos y mochilas. Idalia experimenta una rara mezcla de nostalgia y ansiedad. Ve el reloj en el tablero. Son las dos de la tarde. A estas horas de seguro otras personas habrán ocupado la habitación 208 en donde se hospedó con su marido y sus hijos durante los tres días de vacaciones en Veracruz.
Idalia se da cuenta de que el paseo fue my breve y lamenta haberlo desperdiciado. Se reprocha porque mientras estuvo en la playa en vez de entregarse por completo a la diversión y el descanso se dedicó a pensar en su madre sola en el departamento, los asuntos sin resolver, las cuentas pendientes, la discusión con su hermana, el rumor de que en la oficina de correos habrá recorte de personal, en los abonos del coche, en la tubería con fugas.
Ahora que está a punto de volver a su vida de siempre se esfuerza por recordar cada detalle de la habitación 208: paredes amarillas, luz raquítica, un buró, dos camas, reproducciones sobre las cabeceras. Una representaba gaviotas sobrevolando el oleaje rizado, como de azúcar; la otra, un barco navegando por un mar calmo y nocturno.
Tal vez los nuevos ocupantes del 208 las estén mirando con asombro y digan lo que ella le comentó a Danilo: Me gustaría tener unos cuadros como éstos. La escena inventada le provoca una antipatía infantil hacia los desconocidos. Los imagina desempacando, poniéndose de prisa la ropa ligera que pagaron (igual que ella) con tarjeta de crédito, haciéndose bromas, tomándose fotos con los celulares. Sus hijos no dejaron de hacerlo. Quieren mostrárselas a su abuela en cuanto la saluden. Mira, abue: aquí estamos Sarahí y yo sentados en el malecón. Esta nos la tomó mi papá en un restorán. Antes de salir le sacamos una foto al cuarto en donde estuvimos. Aquí posamos en la puerta del hotel.
Más allá de esas fotos y las conchitas que levantaron en la playa, Idalia se pregunta qué recuerdo de su primer viaje al mar guardarán Joshua y Sarahí. Ojalá sea bonito y lo conserven, para que cuando lleguen a ser padres lo compartan con sus hijos. La idea de que algún día sus niños harán su vida lejos de ella y de Danilo le provoca ansia de abrazarlos, pero se contiene para no interrumpir su sueño.
II
Idalia siente nostalgia por el puerto. Le gustaría preguntarle a Danilo cuándo volverán, con la esperanza de que él le conteste: Muy pronto, pero, conociéndolo, sabe que él le dará otra respuesta: Cuando se pueda. Ella hará lo posible porque eso ocurra en Navidad. Sería bonito hospedarse otra vez en el hotel Almirantes, en el mismo cuarto 208: paredes amarillas, dos camas, reproducciones sobre las cabeceras. Gaviotas. Un barco.
Idalia se da cuenta de que recuerda mejor el mar en los cuadros que el que vio inmenso, deslumbrante, erizado de olas y reflejos. Le lastimaban los ojos y tuvo que comprarse unos lentes de sol en el malecón.
Ha cambiado mucho desde que lo vio por vez primera. Iba con sus padres. Era niña. Se asombró ante el mar, jugó a huir de sus olas, conoció los cangrejos, buscó tesoros en la arena. Su padre le hizo un castillo. Cuando sea grande, ¿viviré en uno así?
El recuerdo de aquella pregunta la emociona, la devuelve a la plenitud de su infancia cuando soñaba con ser grande, ponerse zapatos de tacón y pintarse los labios de rojo. Ahora a diario hace las tres cosas, pero le gustaría volver a su infancia y soñar la vida en un castillo.
Su departamento es todo menos eso; pero es el sitio que más ama en el mundo. Mira de nuevo el reloj del tablero. Pronto estará subiendo las escaleras del edificio y llamando a su madre. La imagina en estos momentos parada en el zaguán, mirando a la distancia con la esperanza de que aparezca el Sílver: así llama Danilo a su automóvil plateado que debe a medias y teme perder por falta de pago.
Idalia piensa que en vez de irse de vacaciones a Veracruz debieron haber invertido el dinero del viaje en pagar dos abonos del coche. Tómalo como una inversión, le dijo su esposo la tarde en que le dio la noticia de que acababa de comprárselo a un amigo del trabajo y ella le recriminó que se hubiera echado semejante compromiso. Él se defendió con lo de la inversión y se pasó horas demostrándole las cualidades del coche. Entonces surgió la idea de llamarlo el Sílver.
A Idalia le pareció muy graciosa la ocurrencia pero siguió pensando que, en sus condiciones y más con la inseguridad en el empleo, había sido una locura comprar un automóvil. Él le encontró otra ventaja: Los domingos podremos sacar a los niños de paseo y, si se puede, los llevaremos a que conozcan el mar. Me canso de que el Sílver aguanta de aquí a Veracruz sin dejarnos tirados.
La realidad contradijo ese optimismo: antes de que llegaran a Puebla el coche sufrió tres averías. Danilo tuvo que pasarse horas haciendo talacha e Idalia parada en el acotadero agitando una toalla para advertirles del percance a los automovilistas que se aproximaban a toda velocidad. Mientras tanto los niños, sudorosos y malhumorados, sugerían que mejor se regresaran a la casa. Ni en el peor de los momentos Idalia les dio la razón. Habían hecho toda clase de sacrificios y gastos para llevarlos de vacaciones a conocer el mar y no era justo que ahora quisieran desbaratarlo todo sólo por unas cuantas molestias. Iban a entender que habían valido la pena cuando se encontraran frente al mar y vieran su movimiento eterno y su inmensidad. Mira, abue, aquí está mi hermana corriendo en la arena. Estos son mi papás abrazándose.
Fue la única vez que Idalia y Danilo se tocaron. Durante sus vacaciones en la playa la presencia de sus hijos los mantuvo cohibidos y lejanos aun en la cama, cuando la Luna iluminaba los cuadros sobre las cabeceras.
III
Despierta a los niños. Ya casi llegamos. De nuevo Idalia se ve sorprendida por la voz de Danilo. Baja la ventanilla y mira hacia la gasolinera que está cerca del edificio en donde viven, en donde su madre los espera, en donde se enrosca la rutina. Abre su bolsa. Junto a su monedero está la llave del 208. Su rígida frialdad la devuelve al cuarto de paredes amarillas, con un buró y dos cuadros sobre las cabeceras. Gaviotas sobrevolando las olas. Un barco deslizándose en el mar quieto y nocturno

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