Sembradores de miedo
Facturar las crisis bancarias a los depositantes como regla es un error contrario al euro
Si el formato del rescate de Chipre, con una cuantiosa quita en los
depósitos superiores a 100.000 euros, se convierte en modelo general
para futuras crisis bancarias en la Unión Europea, es como para
inquietarse gravemente por el futuro de la unión monetaria. Que ello
está en los planes de los dirigentes comunitarios lo apuntó primero el
torpe e incompetente presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, un
individuo que no duda en conculcar las directivas europeas que debe
aplicar, por lo que su continuidad supone un peligro para la eurozona.
Pero la propia Comisión confirmó que el principio de la inseguridad de
los depósitos forma parte de sus borradores para el fondo de resolución
bancaria, un organismo clave, junto al de supervisión, para la futura
unión bancaria.
La propuesta supone, formulada con carácter general, un error. Es lógico que en caso de quebranto de un banco sus accionistas pierdan todo su capital, y enseguida sus bonistas. Pero incluir sin más a los depósitos en la secuencia de activos responsables carece de sentido jurídico, porque un depósito difiere esencialmente de una inversión. Por eso solo puede someterse al riesgo de pérdida en casos especialísimos, como el de Chipre, pues la cuantía, el tipo de interés con que se remuneraban y otras circunstancias venían a equipararlos entre sí.
También resulta peligroso su impacto económico, pues la expropiación de depósitos, o su sola contemplación, es susceptible de sembrar el pánico y la tormenta financiera en el área del euro. Además, una norma así puede atentar contra la neutralidad debida y distorsiona el mercado, al desviar a los clientes hacia cierto tipo de bancos de determinados países.
El coste de las crisis bancarias debe recaer primero sobre sus responsables y dueños, antes que sobre el contribuyente. Usar la base de pruebas del caso chipriota para colgar ese coste del bolsillo de los depositantes —primero de los modestos y al cabo solo de los más ricos— no solo es imprudente, también es inmoral. Y acudir a este sendero como atajo para diluir la recapitalización directa de bancos, la potencia del fondo europeo de rescate y la ambición de la unión bancaria en ciernes, minimizando la ineludible mutualización de responsabilidades, sería una marcha atrás imperdonable.
Casi como las demás empresas, los bancos han de poder quebrar, desguazarse o recapitalizarse, según convenga en cada caso, y sin predeterminación. De lo contrario, el incentivo a la gestión irregular o disparatada (el riesgo moral) se dispara. De hecho, muchos bancos echan el cierre cada año en muchas partes del mundo, notoriamente en Estados Unidos. Pero a nadie se le ocurre, como al lenguaraz presidente del Eurogrupo, aterrorizar a clientela y mercados. No lo hizo el Gobierno holandés cuando capotaba el ING, ni el alemán cuando inyectó 18.200 millones de euros del contribuyente para salvar al gigantesco Commerzbank.
La propuesta supone, formulada con carácter general, un error. Es lógico que en caso de quebranto de un banco sus accionistas pierdan todo su capital, y enseguida sus bonistas. Pero incluir sin más a los depósitos en la secuencia de activos responsables carece de sentido jurídico, porque un depósito difiere esencialmente de una inversión. Por eso solo puede someterse al riesgo de pérdida en casos especialísimos, como el de Chipre, pues la cuantía, el tipo de interés con que se remuneraban y otras circunstancias venían a equipararlos entre sí.
También resulta peligroso su impacto económico, pues la expropiación de depósitos, o su sola contemplación, es susceptible de sembrar el pánico y la tormenta financiera en el área del euro. Además, una norma así puede atentar contra la neutralidad debida y distorsiona el mercado, al desviar a los clientes hacia cierto tipo de bancos de determinados países.
El coste de las crisis bancarias debe recaer primero sobre sus responsables y dueños, antes que sobre el contribuyente. Usar la base de pruebas del caso chipriota para colgar ese coste del bolsillo de los depositantes —primero de los modestos y al cabo solo de los más ricos— no solo es imprudente, también es inmoral. Y acudir a este sendero como atajo para diluir la recapitalización directa de bancos, la potencia del fondo europeo de rescate y la ambición de la unión bancaria en ciernes, minimizando la ineludible mutualización de responsabilidades, sería una marcha atrás imperdonable.
Casi como las demás empresas, los bancos han de poder quebrar, desguazarse o recapitalizarse, según convenga en cada caso, y sin predeterminación. De lo contrario, el incentivo a la gestión irregular o disparatada (el riesgo moral) se dispara. De hecho, muchos bancos echan el cierre cada año en muchas partes del mundo, notoriamente en Estados Unidos. Pero a nadie se le ocurre, como al lenguaraz presidente del Eurogrupo, aterrorizar a clientela y mercados. No lo hizo el Gobierno holandés cuando capotaba el ING, ni el alemán cuando inyectó 18.200 millones de euros del contribuyente para salvar al gigantesco Commerzbank.
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