Estar vivo
Tras una manifestación contra la corrupción y los desahucios, ¿se puede uno tomar un whisky y ser feliz sin despreciarse?
A una edad este superviviente había comenzado a dividir su futuro en
plazos de tres meses. Sus deseos nunca iban más allá. Concebía la vida
como una letra de cambio a 90 días que había que renovar siempre con
permiso de la fortuna. Había pasado el invierno sin demasiados
quebrantos y habiendo llegado sano y salvo al equinoccio de primavera,
este individuo levantó su propio horizonte como si fuera un gran cartel y
lo colocó bien visible tres meses más allá colgado del 21 de junio, en
el próximo solsticio de verano. Esta vez una parte del nuevo horizonte
era azul, puesto que se veía una playa con palmeras y hamacas donde
pasaría las vacaciones. Había sometido su vida a trayectos cortos para
poderlos vivir con relativa intensidad. Esta primavera se propuso no
agachar la cabeza ante cualquier ignominia; tampoco dejaría de
protestar, de maldecir, de manifestarse frente a la villanía de
políticos y banqueros; sería uno más entre los indignados que iban
detrás de una pancarta; firmaría el panfleto más iconoclasta,
revolucionario o nihilista que le presentara el comité de jóvenes
airados, pero no estaba dispuesto a que la cólera colectiva le privara
de los placeres a los que tenía derecho, porque sabía que mientras los
cócteles molotov se estrellaran contra los escaparates y la ciudad
ardiera, también estarían floreciendo bajo el fuego las acacias. Se
enfrentaba al eterno dilema: luchar a muerte o sobrevivir. Después de
sumarse con furia a la manifestación contra la corrupción y los
desahucios, ¿podría tomarse un whisky sin que le atormentara la mala
conciencia y ser feliz sin despreciarse? En el horizonte, a tres meses
vista, se dibujaban algunas siluetas que le ofrecían motivos para no
rendirse. En verano volvería a ver a aquella chica de la bicicleta de la
que estaba enamorado. Llegado sano y salvo al solsticio del 21 de junio
este superviviente se concedería otros tres meses de plazo. Antes de
vivir con intensidad el verano agarraría el horizonte y colocaría el
cartel de su vida en el equinoccio de otoño, con un paisaje de hojas
amarillas. Entonces la ciudad seguiría ardiendo, pero a la injusticia se
uniría la vendimia y mientras en los viejos odres fermentaba el vino
nuevo, él había alcanzado el gran proyecto de estar vivo.
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