sábado, 29 de enero de 2011

El fracaso de un arquitecto.

No estaba en el diseño. Ésa es la frase que se repite constantemente en ‘L’arquitecte’, obra de David Greig que Julio Manrique ha llevado al Teatre Lliure, hasta el 13 de febrero.

Manrique no se la juega y para el papel protagonista, el arquitecto Leo Black, ha escogido a Pere Arquillué. Una vez más, una interpretación excelente. Es un buen profesional, un buen padre y un buen marido, al que le gusta tenerlo todo bajo control. Los edificios que idea, la familia que ha levantado, o la relación de pareja que mantiene desde hace años. Pero no todo está en el diseño. Ni siquiera en los cimientos.

‘L’arquitecte’ nos habla del fracaso, de lo que no funciona, simplemente, porque no funciona. Sin culpables, sin errores concretos y computables. Su mujer ya no le admira. Su hija no sabe comunicarse con él. Al hijo, le cansa su presencia. Su obra maestra, por la que fue premiado, un barrio construido a base de viviendas sociales en forma de dolmen, no ha impedido que la gente que vive allí sea tremendamente infeliz. Cada vez se tiran más personas por el balcón. La representante de los vecinos, a la que da voz Marta Angelat, le pide que firme a favor del derribo de los pisos.

La metáfora del hundimiento recorre toda la pieza. Dos horas, con pausa incluida, que son una reflexión sobre la fragilidad de nuestros destinos. Manrique acierta con los actores, con algunas escenas, pero no consigue imprimir ritmo a la propuesta, ni ofrecernos momentos de clímax. Simplemente, todo pasa. Un relato que puede llegar a aburrirnos por esa carencia de altibajos.

“Que todo se pueda controlar”, insiste el arquitecto. Pauline Black, interpretada por Lluïsa Mallol, se ha convertido en una neurótica que teme ser infectada por cualquier agente externo. Un virus, una bacteria, cualquier cosa que corra por el aire. Le molesta el mundo exterior. Le tiene miedo. Le pide a su marido que transforme el césped del jardín en cemento de un patio frío y estéril. “Más fácil de limpiar”, repite. También hay ahí el pánico a que, cualquier cosa en cualquier momento, pueda alterar lo que nosotros hemos planeado.

Martin y Dorothy Black, los hijos a los que dan vida Marc Rodríguez y Mar Ulldemolins (qué maravillosa es esta actriz), se sienten perdidos. Quieren huir pero no tienen un destino. La ciudad, la que ha construido su padre, les aburre. El deseo, la pena y la protección se mezclan sin saber qué es prioritario ni cómo metabolizar las necesidades. Es una obra sobre la falta de comunicación, sí, pero también sobre el asco a la falsa perfección.

La representante vecinal le dice al arquitecto que él no es Dios. Nadie lo es. Todos creemos que se puede dibujar una estrategia de vida, planificarla, y, si usamos bien todas las piezas, ejecutarla sin más. Pero Leo Black lo admite: “Cualquier cosa que planifiquemos se puede convertir en peligroso”. Siempre que creamos que equivocarnos es lo más peligroso que nos puede pasar. Entonces, eres tú mismo quien da la orden para que comience la cuenta atrás de la demolición. Aunque el detonador sea simbólico.

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