domingo, 30 de enero de 2011

El lenguaje evoluciona siempre/ J.A: Rosado..

Dos características de la posición purista frente al idioma son, por un lado, resguardarse en el pasado, que “siempre fue mejor” y erigirlo en autoridad exclusiva, y, por otro, negar ese pasado, al considerar que la cultura y la lengua son entidades anquilosadas, que no evolucionan sino por obra de las academias de la lengua. Pero la realidad es otra: las lenguas se transforman y se fragmentan primero a nivel popular, tal como ocurrió con el latín vulgar, que se fue separando del latín culto y produciendo dialectos que luego se convirtieron en nuevas lenguas, las llamadas romances.

Éste es un fenómeno que ha ocurrido en todos los idiomas, desde la prehistoria, ya que las lenguas son entidades vivas que se adecuan a su realidad actual, que toman palabras y expresiones prestadas de otras lenguas y luego se las apropian. Hay infinidad de ejemplos de expresiones y construcciones adverbiales que no son españolas, pero el español se las apropió por necesidad.

Actualmente —sobre todo en el ámbito de la administración pública— se ha puesto de moda el llamado lenguaje llano, plain language o lenguaje ciudadano. Definitivamente, es necesario que exista transparencia tanto en los textos del gobierno como en las sentencias y otros documentos jurídicos.

Para ello, son indispensables la precisión y la claridad, pero también la simplificación, por lo menos en los terrenos gubernamental y jurídico. Pero la simplicidad es relativa. Un texto puede ser llano sin ser simple, debido a su léxico. Si bien fondo debe ser forma, desgraciadamente hay quienes subordinan la forma al fondo y pretenden un lenguaje complejo, rebuscado y pedante sin que el contenido lo sea.

Ya Erasmo de Rotterdam decía de los jurisconsultos: “pretenden el primer lugar entre los doctos [...] cuando, a manera de nuevos sísifos, ruedan su piedra sin descanso, acumulando leyes sobre leyes, con el mismo espíritu, aunque se refieran a cosas distintas, amontonando glosas sobre glosas y opiniones sobre opiniones y haciendo que parezca que su ciencia es la más difícil de todas...”. La búsqueda de lo llano, de la precisión, de la concisión y claridad obedece a un reclamo social que debe ser atendido por académicos.

En su artículo “Plain language y cultura en el siglo xxi”, Luis Fernando Lara (www.esletra.org/Luis_Fernando_Lara.pdf) distingue entre la llaneza que él llama renacentista (cuando, como sabemos, el latín vulgar no fue sino una simplificación extrema del latín culto) y lo que él evoca como “funcionalización de las lenguas para la racionalización neoliberal, de la eficacia, de la acumulación capitalista salvaje”.

Basándose en esta distinción, ataca al lenguaje llano no tanto por sus intenciones pragmáticas a nivel administrativo cuanto por su vínculo con la eficacia y con el negocio: “lo que es materia de trabajo del maestro de escuela —sostiene Lara—, deber público, se convierte en trabajo de “expertos” que naturalmente [...] se cobra”.

Es sobre todo en este punto donde su texto deja de ser una reflexión lingüística para convertirse en reflexión ideológica en la que podemos estar de acuerdo cuando nos alerta que “la noción ilustrada del ciudadano desaparece en la del cliente”, y “el lenguaje llano funcionalizado deja de ser un valor de la cultura y se convierte en objeto de comercio”.

Ahora bien, la función de la palabra cotidiana siempre ha sido la utilidad, el intercambio comercial: desde la prehistoria, ha sido objeto de comercio. ¿Por qué los fenicios inventaron el alfabeto fonético? Porque los jeroglíficos eran incómodos para hacer transacciones.

Independientemente de que sea oral o escrita, la lengua ha tenido muchas funciones. No se trata de que un comerciante, un hombre común o un empresario interioricen la función estética, como la llamó Roman Jakobson. En esos casos, se trata, efectivamente, de simplificación y eficacia.

En esto no hay nada de perverso. Lo que parece molestarle a Lara del lenguaje ciudadano es la cuestión neoliberal, económica, la patente que quieren apropiarse ciertos expertos, y en eso tendría toda la razón, si sucediera. Sin embargo, Lara no argumenta por qué no debe usarse el lenguaje ciudadano o la simplificación de formularios.

Sólo afirma que los expertos pretenden apropiarse de la lengua para cobrar. No lo sé. Tal vez tenga razón y quién sabe cuánto se le pagó a un fulano para escribir ese manual con decenas de erratas y fallas de puntuación titulado Lenguaje claro, publicado por la Secretaría de la Función Pública en 2007.

Si no hay dinero de por medio, el “lenguaje claro” tiene una función muy específica que no pretende atentar contra los maestros de escuela que enseñan a leer obras literarias o a escribir redacciones complejas, ni contra la cultura en general. Finalmente, si todo lo que hace el ser humano es cultura, el lenguaje ciudadano lo es también.

Otra cuestión muy ajena a la lingüística es que los expertos cobren o que el lenguaje llano pretenda una eficacia neoliberal.

Con un afán más lingüístico, Lara argumenta que la producción de “textos paralelos” implica “una extrema violencia sobre las necesidades de claridad y precisión de los textos, por cuanto trata de someterlos a unos cuantos patrones oracionales y vocablos predeterminados, que pierden la riqueza semántica de las lenguas y, en consecuencia, su pleno sentido”.

El reclamo de Lara es legítimo. Sin embargo, no toma en cuenta el objetivo específico de esos textos. Es como si alguien se hubiese lanzado contra el lenguaje de los telégrafos argumentando que “se pierde la riqueza semántica”, cuando el objetivo de un mensaje telegráfico nunca fue ser rico, sino lo contrario.

La polisemia, los símbolos y figuras retóricas son adecuados en cierto tipo de discursos, en obras literarias y hasta en la publicidad, pero no en un formulario para conseguir un pasaporte. ¡No se puede pretender que el idioma conserve su riqueza semántica y su “pleno sentido” en todos los ámbitos de la vida!

Eso es una utopía purista. Debo confesar que me disgusta que los periodistas mexicanos, para ahorrar espacio, hayan suprimido el pronombre se a verbos como iniciar o aplicar cuando carecen de sujeto: “los cursos inician en agosto”, “aplican restricciones”. ¿Quiénes inician los cursos? ¿Quiénes aplican restricciones? Otra cosa es decir, como debe decirse de acuerdo con la norma: “los cursos se inician en agosto” o “se aplican restricciones”.

Sin duda, esa supresión implica empobrecimiento y a veces da pie a ambigüedades, como en esta noticia de un prestigiado periódico: “Registra Irak jornada récord de violencia. Es el golpe más fuerte desde que inició la guerra”. Aquí parece que el país que inició la guerra fue Irak, cuando se sabe que no fue así.

Este tipo de situaciones es la que debe tomar en cuenta el lenguaje ciudadano para no convertirse en un medio de incomunicación, y por ello debe ser ideado y puesto en práctica por expertos, y no por negociantes tecnócratas o neoliberales.

Lara también sostiene que con el lenguaje ciudadano el resultado final “será siempre una expresión forzadamente estandarizada, cuya capacidad para alcanzar plena significación se vea banalizada”.

Además de no otorgar ejemplos de lo anterior, el autor, nuevamente, no toma en cuenta el fin del lenguaje llano, que de ningún modo es “alcanzar plena significación”. Su fin es comunicar sin ambigüedad: un fin utilitario, pragmático. ¿Por qué mezclar planos distintos de la lengua?

Es como comparar un cuento para niños con la Fenomenología del espíritu. Aún el autor insiste, pero ya en el plano de la escritura: “todavía veremos muchos esfuerzos por simplificar escrituras”. Se queja de que alguien trató de eliminar la c con cedilla del francés o la ñ del español.

Es deplorable que se hayan tratado de eliminar letras sólo por un teclado de computadora. Lara evoca a Alfonso x el Sabio sin aclarar que fue justo ese rey quien empezó a simplificar la escritura del castellano. Desde Alfonso x el Sabio hasta nuestros días, el español se ha destacado —a diferencia del inglés o francés— porque ha intentado simplificar la escritura.

La ñ es producto de una simplificación: en lugar de escribir nn (como en annus), para ahorrar espacio los escribas pusieron una n encima de la otra, y de ahí surgió la vírgula de la ñ (año en lugar de annus). Asimismo, ha habido intentos por simplificar la escritura. Manuel G. Revilla alude a uno a principios de siglo xx, y luego vendrá Juan Ramón Jiménez, quien hizo su propia simplificación.

Personalmente, opto por la desaparición de la h y por otras simplificaciones, pues las palabras se entienden por su contexto. Optar por la desaparición de la h y por otras simplificaciones es estar en la tradición hispánica, que siempre ha tendido a ellas.

El lenguaje llano, en suma, no pretende sustituir a la norma lingüística, sino sólo comunicar con eficacia y rapidez, y a eso deben tender sus esfuerzos. “Mi invitación va dirigida al aprecio de la complejidad”, afirma Lara al final de su texto. Como escritor, estoy de acuerdo, pero en las universidades, en el nivel humanístico.

¿Para qué continuar haciendo todo deliberadamente complejo en el ámbito jurídico o en la administración pública? El planteamiento de Lara, en tanto que desea que el pueblo logre captar la complejidad y riqueza semántica, implica imponer una educación integral mucho mayor y más eficaz, cosa que justo a los gobiernos neoliberales no les interesa.

Tratar de educar a todo el pueblo para que aprecie la complejidad de la lengua y descubra sus secretos es tarea noble, pero ingenua: procede de un planteamiento utópico.

Concluyo con un elemento que habría que desarrollar más: el texto de Lara, aunque impregnado de romanticismo, es marcadamente apocalíptico, pesimista. Hasta cierto punto, me recuerda al lector anónimo de uno de los ejemplares de la gramática de Valerio Probo, quien en el célebre appendix probi escribía enfurecido en el siglo ii que no se debe decir vinia sino vinea.

Pero gracias a que el pueblo decía vinia y siguió diciendo vinia, ahora decimos viña. Nadie puede alejar las lenguas de su contexto histórico; nadie las puede apartar de la transformación porque son entidades vivas. Si ahora los medios de comunicación han, por un lado, frenado la fragmentación lingüística, y por otro, corrompido la lengua, debemos responder a ellos con cultura, pero no con una cultura purista.

Debemos explicar y tratar de entender los cambios. Si en nuestra época se ha propuesto el “lenguaje ciudadano” no creo que haya sido sólo como negocio de expertos (ojalá no sea así, aunque tal vez yo peque de ingenuo y Lara tenga razón en este sentido). Pero creo que hay una justificación sólida para la imposición del lenguaje llano en la administración pública.

Lo que debemos hacer escritores, críticos, filólogos, académicos, es comprender que los idiomas son tan flexibles que pueden tener muchos objetivos. Mientras tanto, continuaremos, desde las aulas, enseñando a leer obras literarias complejas y a escribir redacciones claras, concisas, cohesionadas y coherentes, y que el lenguaje ciudadano sirva para lo que es y apoye a la gente en sus necesidades cotidianas. Como dice el refrán: “zapatero, a tus zapatos”.

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