Un dictador es un animal complicado. Es generalmente desconfiado, suele estar permanentemente malhumorado y, para colmo, sus tendencias violentas están más que constatadas. Por eso hay muchos que son partidarios de hablarles siempre en privado y con susurros, nunca en público, y menos a gritos. Pero las cosas están cambiando: por primera vez en mucho tiempo, desde Túnez a Egipto, la gente ha comenzado a gritarles, con resultados mucho más esperanzadores de lo que a primera vista se pudiera esperar.
Ben Ali huyó espantado (no sin antes dar muchas coces, algunas de ellas letales), y ahora Mubarak se tiene que pensar muy bien si después de 30 años en el poder, le merece la pena elevar la represión, ahogar más aún a la sociedad egipcia en la pobreza y la frustración y amañar las próximas elecciones presidenciales para colocar a su hijo Gamal en la jefatura del Estado.
EE UU ha comenzado a correr algunos riesgos. La UE, lamentablemente, sigue paralizada
"Los vientos de Túnez están llegando a Egipto", decía ayer un manifestante cairota resaltando lo obvio. Pero no solo a Egipto. Los gritos de tunecinos y egipcios han puesto en evidencia el conservadurismo y la resistencia al cambio que de forma innata domina la acción diplomática.
En el lenguaje diplomático se denomina "diálogos críticos" al mecanismo mediante el cual se permiten críticas o sugerencias sobre cuestiones relacionadas con la democracia o los derechos humanos siempre que se hagan fuera de los focos de los medios de comunicación. Los diplomáticos defienden a capa y espada la utilidad de este procedimiento.
Si sus resultados no son visibles para el público, alegan, se debe precisamente a que la opacidad es una condición indispensable para que los dictadores accedan a liberar a este preso aquí o allá o introducir esta o aquella reforma. En realidad, sostienen, las declaraciones públicas sobre la democracia y los derechos humanos en terceros países no solo son inútiles por cuanto están dirigidas a la galería nacional, sino que, además, son contraproducentes porque rompen el necesario clima de confianza que hace que el diálogo sea útil.
En el extremo contrario, los defensores de los derechos humanos sostienen que los diálogos críticos no solo son ineficaces, sino que, peor aún, en la medida que contribuyen a silenciar y ocultar los abusos y la falta de democracia, terminan siendo contraproducentes ya que deslegitiman a la oposición y a los activistas de los derechos humanos en esos países y emborronan la imagen de las democracias.
El debate no es teórico, sino muy real, y con consecuencias de primer orden. Tanto Estados Unidos como la Unión Europea trastabillaron en Túnez y perdieron el paso. Ahora Washington parece querer recuperarlo. El 13 de enero, Hillary Clinton sorprendió a su audiencia catarí al señalar que la gente en el mundo árabe "está harta de unas instituciones corruptas y unos regímenes políticos estancados". Y ahora también ha indicado en público a Mubarak que el camino de las reformas políticas, económicas y sociales es menos costoso que el de la represión masiva. Cierto que no lo ha dicho a gritos, pero se trata ciertamente de algo más que un susurro.
Y tiene relevancia precisamente porque viene de un Washington que tiene las manos manchadas con los 1.300 millones de dólares anuales en ayuda militar que desde hace 30 años viene prestando a Egipto y que no podría contemplar con más pavor la posibilidad de que el famoso discurso de Obama en El Cairo tendiendo una mano al mundo árabe y musulmán acabara con un régimen de corte iraní emparedando desde Egipto a su sacrosanto aliado israelí.
Estados Unidos ha comenzado pues a correr algunos riesgos. De la UE, lamentablemente, seguimos sin noticias. Su parálisis es difícil de justificar, pero fácil de entender. Antes de Túnez, el primer premio era para la diplomacia europea que consiguiera que en la región no pasara nada.
De ahí los abrazos y sonrisas con los autócratas de la región, los discursos alabando la estabilidad de los regímenes, las concesiones económicas a cambio de nada y los clamorosos silencios ante los fraudes electorales.
En cualquier caso, lo interesante del nuevo escenario es que la estructura de incentivos bajo la cual operan las diplomacias europeas se ha invertido por completo. Ahora, están atrapadas en una tierra de nadie. Por un lado, cada día que pasa el inmovilismo es más costoso y deja más en evidencia que no hacer nada ya no es una opción.
Por otro, Egipto es demasiado grande y sensible: equivocarse y que las cosas salgan mal allí tampoco es una opción. Así las cosas, los gritos tienen la palabra.
José Ignacio Torreblanca, es el autor.
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