El capitalismo de base industrial dejó un reguero de ruinas encantadas: viejas fábricas jubiladas, disfuncionales, espacios grandiosos abandonados a la maleza donde el tiempo ya no transcurre y se genera una atmósfera fantasmal que los abre a otro tipo de percepción. Otro tanto ocurriría más tarde con muchos templos del consumismo.
Primero fueron los mercados de barrio, despoblados por la gentifricación y la construcción de inmensos centros comerciales en la periferia, donde se iba específicamente a celebrar el ritual capitalista del consumo y no se ahorraba ningún subterfugio para reactivar los márgenes de beneficio que la fábrica ya no podía ofrecer.
Pero pronto también estas grandes estructuras se rindieron al tiempo, los cambios de hábitos y tendencias o la mala planificación, entregando a la naturaleza y los espectros grandes explanadas, parkings subterráneos, galerías increíblemente resonantes y silenciosas, pasillos desconchados cubiertos de moho y de grafitis.
En las últimas décadas, también el capitalismo espectacular de base financiera ha empezado a entregar sus pecios, en algunos casos inmediatamente después de ponerlos a flotar. De forma general puede decirse que desde los sesenta y setenta, aprovechando una artificial bonanza, se desató en todo el mundo una fiebre por construir grandes recintos de atracciones dedicados a la explotación mercantil del ocio y la diversión especialmente dirigidos a jóvenes y niños, un mercado vulnerable y en ascenso.
Si la fábrica fue la expresión arquitectónica paradigmática del modelo productivo imperante a principios de siglo, y más tarde lo fueron el mercado y el centro comercial, los parques de atracciones fueron la máxima expresión de este nuevo modelo de capitalismo financiero lanzado a la urbanización de ámbitos que habían permanecido hasta entonces a salvo de sus mecanismos, en los territorios salvajes del don: el tiempo de ocio entregado al placer sin precio, el paraíso efímero de la infancia, el sentido revelador de la belleza y, sobre todo, la promesa de futuro de una explotación siempre en aumento.
Aquellos sueños desmesurados no tardaron más de dos décadas en dar su medida. En los ochenta, cuando el delirio de los genios de las finanzas empezó a ponerse de manifiesto, muchos de estos espacios conocieron el mismo destino. Relegada por las nuevas atracciones tecnológicas, la noria dejó de girar y se convirtió en chatarra oxidada demasiado cara de retirar. Coches de choque hundidos en el barro o convertidos en improvisadas jardineras de especies nómadas. La sonrisa del caballito de madera se trocó siniestra al lado del tíomuerto.
Cierto que muchos de estos parques, construidos cuando el nuevo modelo productivo aún se hallaba en ciernes, ofrecían diversiones demasiado mecánicas y estandarizadas ligadas a una concepción primitiva e ingenua del juego.
Los nuevos parques fueron temáticos, recreaban ambientes imaginarios y espectaculares, dependían de grandes compañías mediáticas como Disney o Warner, pero nacían enfrentados a una crisis estructural frente a la que planteaban una huída hacia adelante basada en la confianza suicida en el exceso y el crecimiento indefinido.
Si a ello añadimos la deriva tecnológica que está asumiendo el nuevo concepto de diversión no resulta difícil predecir su destino: las imágenes de complejos de ocio abandonados conforman ya todo un género bien instalado en el imaginario colectivo.
Uno de los efectos más evidentes de la contemplación de estas pervivencias es de orden crítico. No sólo en sentido existencial o moral, como expresión de la fugacidad y anticipo del inexorable destino que nos espera a todos, sino también en un sentido político hacia las instituciones humanas, desnudando las herramientas de la opresión y denunciando los usos previos de tales espacios.
Los restos irreductibles de la fiesta se traducen en una sensación de resaca, de inutilidad y de culpa que percibimos también en los parques cerrados.
De ahí también se deriva su aire decadente y fantasmal, pues como señalaba Dunsany a propósito del orden aristocrático que arrasó la modernidad, ¿qué son los fantasmas, sino los “inmundos pecados inmortales de todos esos señores y señoras de la corte” y sus víctimas irredentas?
Como ocurrió antes con los castillos feudales, los espacios del poder alrededor de los cuales giraban los viejos modos de producción quedan transfigurados en lugares para la imaginación y la deriva.
Redimidos de su función domesticadora, los muros desconchados, el eco de las estancias vacías, los artilugios mecánicos que hablan de otra época envueltos en sábanas de polvo son el escenario ideal para el despliegue de lo sorprendente, incluso de lo fantástico que genera el choque temporal y el contraste entre su antiguo esplendor y su desolación actual.
De ahí que, cuando no acaban sepultados en sus propias ruinas e incorporados a una segunda naturaleza, el destino de estos espacios suela ser su reocupación emancipatoria por elementos incontrolados o su reciclaje institucional en proyectos de carácter artístico.
La antigua fábrica de Tabacalera en pleno centro de Madrid, reconvertida hoy en centro cultural popular, constituye un ejemplo que ha atravesado todas estas fases. El proyecto Okuparte desarrollado recientemente en la ciudad de Huesca como un intento de rehabilitación de edificios y centros comerciales abandonados trata de integrarlas conceptualmente.
El parque de atracciones abandonado enfrenta este poder de lo imaginario con su propio límite. Es testigo indiferente y silencioso de un modelo productivo que no extrae plusvalía de mercancías consumibles, sino de emociones sin límite. No es un lugar serio, sino un espacio para el juego delimitado de la realidad.
Es la realización efectiva (no liberada) de aquel urbanismo unitario soñado por los situacionistas como utopía: la aplicación de todos los recursos estéticos y tecnológicos a la construcción de entornos humanos y a la indagación de las pasiones ligadas a esos entornos. Las ruinas del espectáculo nos enfrentan de forma cruda y directa al espectáculo de las ruinas. La obra de arte total es un cementerio.
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Texto desarrollado para el proyecto Vuelven las atracciones, consistente en una serie de visitas guiadas al parque de atracciones abandonado de Artxanda, por Saioa Olmo para consonni.
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