Las noches en las que Abraham Bivas duerme cuatro horas son las buenas. En las demás, debe conformarse con dos o tres horas de duermevela, antes de abrir los ojos y comenzar su tránsito diario por una vida secuestrada por los recuerdos. No puede ni quiere olvidar sus días en Bergen-Belsen, el campo de concentración nazi en el que su madre y su hermano sucumbieron a la enfermedad hambrientos, y en el que él, a sus nueve años, deseó morir con todas sus fuerzas.
Acabó en un orfanato de Belgrado; llegó a Israel en 1948
"Yo no olvido ni perdono", aclara Bivas. Para él, es como si el tiempo no avanzara. Hoy, a sus 77 años, recuerda con minuciosidad el año y medio que siendo un niño vivió entre 1943 y 1945 en el campo del norte de Alemania, en el que se calcula que murieron 50 mil judíos, víctimas de la maquinaria nazi.
Bivas recuerda el cazo de lata con la ración de agua templada diaria, el mendrugo de pan que debía durar toda una semana, los barrotes de las literas en las que vivían las familias agolpadas, el suelo encharcado del vagón, el brazalete amarillo con la estrella de David.
Las sesiones con el psiquiatra y la dosis diaria de fármacos no le ofrecen demasiado alivio a este hombre corpulento, de cejas y pelo blanco, que mira a los ojos cuando habla. La culpa puede con él. Se culpa por no haber besado a su madre antes de que se la llevaran al crematorio. Como tampoco se perdona haber bebido unos sorbos de agua, que piensa tal vez hubieran salvado la vida de Asher, su hermano mayor, el que cuidó de él hasta el final en los barracones.
No le sirve de consuelo recordar que en aquellos días, en el campo y en los vagones de tren en los que los alemanes transportaron amontonados a los judíos, los padres hambrientos les quitaban de las manos la comida a sus hijos. Que en la lucha por la supervivencia, la solidaridad se convirtió en un lujo inasequible para muchos. Bivas dice ahora en voz alta algo que hace más de medio siglo se repite a sí mismo. "Ellos murieron y yo estoy vivo".
Bivas, judío yugoslavo de origen sefardí, nació en Pristina en 1933. Allí creció y disfrutó de una vida casi de pueblo en el seno de una comunidad judía que, asegura, estaba muy unida. La unión y todo lo demás saltaron por los aires en 1941, cuando los alemanes entraron en Pristina. Ordenaron a los judíos identificarse con un brazalete y colgar la bandera nazi a las puertas de su casa.
Luego se llevaron a los hombres. En el 43 sacaron a la fuerza a todos los judíos que quedaban y saquearon sus casas. Les trasladaron a las afueras de Belgrado, donde empezaron las palizas. Al campo de concentración alemán llegaron ya muy debilitados, agolpados en los vagones. Lo que siguió durante el año y medio de cautiverio en Bergen-Belsen fue la barbarie.
El cuerpo de niño de Bivas sobrevivió llagado y a duras penas a una infección cerebral y a la epidemia de tifus que mató a 35 mil prisioneros del campo, incluida a la célebre Ana Frank. "A mí me dieron por muerto y me tiraron a la pila de cadáveres. Cuando llegó el camión para cargar los cuerpos y llevarlos al crematorio, se dieron cuenta de que aún vivía". Él hubiera preferido morir y en vano se lo imploró a su madre, pero ni siquiera eso estuvo en su mano.
En 1945, los británicos liberaron el campo. Bivas acabó en un orfanato de Belgrado y llegó por fin a Israel en 1948. Asentarse en el "hogar judío" no fue fácil ni para Bivas, ni para muchos otros supervivientes del Holocausto, cuyo sufrimiento no sería reconocido hasta años más tarde. A Bivas lo instalaron primero en los inmensos campos de refugiados en los que durante años vivieron los judíos mizrajíes, los que venían de los países árabes. Tras una breve estancia en un kibutz, Bivas acabó durmiendo en la calle en Jerusalén, donde otra vez le tocó pasar hambre.
Poco a poco logró poner en pie su nueva vida. Se casó, se hizo policía y tuvo tres hijos. Fue hace 10 años cuando decidió hablar por primera vez de lo que vivió durante la shoah. "Aquí la gente no nos entendía [a los supervivientes]. Además, yo no quería imponer ese pasado a mi familia".
Hoy, Bivas, vestido con una camisa vaquera, a juego con los pantalones, revive todo esto en casa de su hijo Asher en Jerusalén. Cada uno de sus hijos ha heredado el nombre de los familiares muertos en el Holocausto. Durante tres horas y media de entrevista, Bivas habla en ladino -el español de los judíos sefardíes- , escenifica de pie varios pasajes de su vida y hasta canta con voz triste algunas de las canciones que aprendió en Bergen-Belsen. "Todavía hoy es como si me quemara por dentro cuando me acuerdo de todo esto".
Apenas un recuerdo consigue arrancarle la sonrisa. Los ojos de Bivas reviven cuando habla de schwester Betty, la enfermera judía que le cuidó. "Esa mujer tenía una sonrisa más bonita que la de la Mona Lisa. Cuando me miraba, se me olvidaba el dolor". Bivas buscó a Betty durante más de 60 años. Hace dos, la encontró. Betty es hoy una mujer muy mayor que, como él, vive en Jerusalén. Cuando Bivas entró en casa de Betty y vio por fin a la enfermera de la sonrisa-bálsamo le besó las manos. Ahora cada viernes la llama para desearle un feliz sabbat.
Decir lo indecible
- Claude Lanzmann (París, 1925) dedicó las nueve horas de su película Shoah a decir lo indecible. Le llevó 12 años rodarla, aunque en realidad le ha dedicado toda una vida. No podía ser menos. El proyecto titánico de intentar explicar el Holocausto solo se podía abarcar desde una postura tan radical como la que propone Lanzmann. Shoah (divida para el consumo en dos DVD) no es un documental cualquiera, sino una obra cumbre del cine y de la humanidad.
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