miércoles, 2 de febrero de 2011

Escribir lo es todo./Pascal Quignard.

En 1994, Pascal Quignard, autor de Todas las mañanas del mundo (1991) y Terraza en Roma (2002), renunció a la secretaría de servicios literarios de la editorial Gallimard, al Festival de Ópera y Teatro Barroco de Versalles, y al resto de sus actividades públicas para consagrarse por entero a la escritura.

En 2002 recibió el Premio Goncourt por Sombras errantes (2007), un texto polémico que, lejos de estructurarse como novela, se asemeja más a un tratado aforístico o a un ensayo fragmentario.

Pascal Quignard, nacido en Verneuil-sur-Avre en 1948, perdió el habla durante dos periodos en su vida; fue entonces cuando se acercó a la música. La sórdida sensibilidad que desarrolló a fuerza de experimentar tanto el silencio como la melodía recorre su obra a manera de eje poético. Si se le considera un escritor iconoclasta es porque cada novela suya es un pequeño tratado, cada tratado está desarrollado como un relato, cada ensayo incluye ideas teóricas y todo Quignard es poesía.

“Escribo —dice el también autor de Retórica especulativa— no para sobrevivir, sino porque es la única manera de hablar callando”. Su fascinación por los autores clásicos y la literatura antigua lo ha llevado a desenterrar líneas perdidas de Tito u Horacio y convertirlas en una novela.

Desprogramar la literatura es reencontrar la condición primigenia del relato como conjuro frente a la soledad, es reconocernos en esos primeros hombres que todavía le temían a la oscuridad, como se da cuenta en esta charla en la que conversó con Marchel Gauchet y Pierre Nora para la revista Le Débat* y cuyo punto de arranque es su impresionante colección de novelas antiguas.

¿De dónde surgió el deseo de coleccionar novelas?

Un bisabuelo que se aburría de enseñar literatura inglesa en la Sorbona se puso a coleccionar las primeras ediciones de todas las novelas contemporáneas inglesas y francesas que encontraba. Mi abuelo materno, que enseñaba también en la Sorbona pero sin aburrirse, y que fue un célebre gramático durante los años de entreguerra, abarrotó las estanterías con todo lo que se publicaba en Champion, en Budé, Teubner, Droz...

Yo completé la colección como pude, con ediciones extranjeras, fotocopias, fotografías. Extendí la colección al campo del sánscrito; después me interesé progresivamente en los chinos, los egipcios, los mesopotámicos. Con total excitación incluí las novelas más hermosas del mundo: las sagas en nórdico antiguo. El valor de todo esto completamente vil. Pero la colección es única o al menos, singular.

¿Podría proporcionarnos una definición del género “novela”?

No, tan sólo diré que es diferente de todos los géneros, diferente de la definición. En relación con los géneros y todo lo que tiende a generalizar, la novela es aquello que degenera, que degeneraliza. Donde existe un siempre, ponga un a veces, donde hay un todos, ponga algunos y entonces comenzaremos a acercarnos a la novela. […]

Cuando se trabaja con un novelista, antes de pensar en dar el manuscrito para la preparación de su apariencia y hacerlo llegar al impresor, se enfrenta uno a cinco tipos de dificultades: la elaboración de la intriga, la situación de los personajes, la alternancia de las descripciones, la repartición de diálogos y finalmente el empleo del tiempo.

A decir verdad, estos cinco nidos de problemas son los cinco rasgos definitorios: la novela es un objeto de lenguaje que consta de al menos dos escenas, más de dos personajes, más de tres lenguajes (dos para formar el diálogo que contrasta con el fondo narrativo), más de dos lugares y más de dos tiempos (para ir de unos a otros).

Si un laudero te dice esto, no implica ponerte un Stradivarius entre las manos, sino un embrión práctico que, de manera inconsciente, puede empezar a imantar epítetos junto a nombres propios. Porque finalmente la novela es un poco así: nombres propios que se dirigen hacia sus epítetos.

¿Habría para nosotros una suerte de función originaria y universal de la novela?

Sí, cuyo elemento onírico proporciona la idea por analogía. De entre todas las especies, somos una que está sometida al sueño, repetimos por la noche la experiencia del día.

Debemos satisfacer la necesidad de una autorrepresentación de la vida. No existe una representación más rica de la psique humana que la novela. Con respecto a ésta, la pintura, la música, el cine, el teatro, la escultura, la arquitectura, incluso la filosofía o la poesía son pobres. El relato humano sexualizado responde quizá a una especie de prerracionalidad necesaria, específica, confusa. Esta necesidad de relato es particularmente intensa en ciertos momentos de la existencia individual o colectiva; por ejemplo, cuando hay una depresión o una crisis.

El relato proporciona un recurso único, y es claro que no hay una estadística, ensayo, consejo o medicamento que satisfagan esta exigencia. Una manera cercana al inconsciente, vulgar, de responder a ella es el relato psíquico que nosotros llamamos novela.

Díganos más ampliamente su diagnóstico sobre la novela contemporánea.

Sufre a la vez de empobrecimiento morfológico y de frustración funcional. El linaje dominante, en Francia, después de Flaubert, es el de la novela ideológica, la novela de tesis. Una novela que teme disolverse en el imaginario, en la identificación, en lo sensorial y que se protege tras las ideas o bajo la pantalla del estilo.

De Flaubert a Zola, a Bourget, a Anatole France, a Barrès, a Mauriac, a Romain Rolland, a Malraux, a Sartre, a Camus hay, según yo, una especie de corriente continua de nuestra literatura que nos viene de Napoleón III. Pero este linaje es morfológicamente muy pobre porque está dominado por el súper ego, por el miedo a lo desbordado, el miedo al afecto.

Algo notable, o al menos gracioso, es que este linaje avanza a golpe de críticas ideológicas (lo que llamábamos teoría en los años cincuenta), como novela ideológica. El fondo, la cuestión es que no hay novela “tradicional”. Desde el alba de las lenguas hay una proliferación de tradiciones novelescas.

En Francia, los teóricos inventaron repetidas veces un fantasma de novela tradicional para combatir esta sobreabundancia. Ciertamente existe una historia de ese odio. En el siglo XVII eran Nicole, Bossuet, Pascal, Racine, Boileau. En el siglo XX la crítica que Breton, Aragon, Valéry, Claudel, Caillois o Jabès dirigen a la novela es la misma que formulaba Rousseau seguido por los revolucionarios.

Es la misma que la que Sartre dirige a Mauriac y la que inhibe a Mauriac y es la misma que Robbe-Grillet dirige a Sartre. Ahora, Sartre escribe de hecho —a unos cuantos pobres estereotipos cercanos— la misma novela que Mauriac, igual que la Nueva Novela, se inscribe en realidad dentro del mismo linaje formal. Es el reinado del mismo contenido cubierto con una ruptura teórica, mas no retórica. Esto desembocó, hoy en día, en la limitación suplementaria de las posibilidades morfológicas introducida por la Nueva Novela, un completo academicismo.

Conocemos de memoria las prescripciones más o menos religiosas: la novela al interior a la novela, la desintegración de la acción, los estertores, el silencio, la blancura, los diálogos lengua de madera en los que la pobreza congela la profundidad, los diversos retruécanos, la desidentificación de los personajes, la burla de la intriga... no sé por qué cuando me aproximo a la calle Bernard-Palissy me invade una dulce y anticuada molestia.

En el aire flota el incienso delicioso de un dios de la muerte, un poco de flor azul. El Bouvard y Pecuchet de Flaubert era ya un desafío, una caricatura de la novela por el odio a la novela. El desarrollo de esta ambición de hacer una novela que no fuera víctima de su propia magia, que fuera una contra-novela, terminó por engendrar un nuevo estilo bombero, intensamente repetitivo, rígido, cubierto de arrugas, estereotipado.

¿Es a esta novela [ideológica] a la que usted opone la función novelesca tal como acaba de definirla?

Hay novela donde hay función de fides: creer en todo lo que pasa. […] Toda autorrepresentación del mundo, por involuntaria que sea, tiene la oportunidad de testimoniar sobre el mundo. Es lo contrario del realismo. Las novelas más bellas instalan a los seres que surgen de sus hendiduras en una especie de zona de transición a medio camino entre el sueño y la alucinación.

Es una fe que no ignora su ficción, sino que juega con ella, y fluye en una suerte de jadeo, de voluptuosidad, de transferencia, ante lo deseable. En toda lectura, se necesita que el deseo de creer (y el de ser creído por quien escribe) sea satisfecho. Eso es la identificación: conmoverse ante la pérdida del que pierde, triunfar con quien triunfa. El autor tiene la misma obligación de fides, de coalescencia. Una novela atrapa o no atrapa.

Es el único criterio: o se instala en la vida de un autor durante unos años y prolifera en él como un minúsculo tumor cancerígeno, se extiende en la totalidad del organismo del cual se ha vuelto parásito; o el autor debe cambiar de oficio. Se puede escribir un ensayo voluntariamente. Una novela no se escribe voluntariamente.

¿Es éste el sentido de la experiencia que usted encuentra en los autores antiguos a los que tanto apego tiene?

Voy a darle dos definiciones de novela que me parecen, en efecto, mostrar una comprensión muy profunda de su naturaleza y su necesidad. La primera es de un buen autor de houa-pen, Ling Mong-chu. Después de dos intentos, la diosa del mar le reveló a Cheng Tsé el secreto del éxito: yo tomo lo que los demás abandonan.

Una nota al margen de 1628, de la mano del mismo Ling Mong-chu extiende esta definición para toda novela: la novela no debe contener el mínimo de otro género literario: poema, ensayo, mito, sino recoger de cada uno de estos géneros lo que para ellos es imposible decir. La novela no tiene otro objeto que desechar en su propio provecho la suciedad de los otros géneros fijos: la sexualidad, el homing, las zonas de preferendum, los sentimientos. La segunda definición es de uno de los más grandes novelistas romanos, Albucius Silus, que dijo que la novela era: “el lugar en donde se recogen todos los sordidissima”.

Las cosas groseras y concretas. Es el lugar del “a veces”, de las cosas indignas y las palabras bajas. El padre de Séneca le pidió un día ejemplos de sordidissima, Albucius le respondió: “Los rinocerontes, las letrinas y las esponjas”. Más tarde agregó a las cosas sordidísimas los animales familiares, los adúlteros, el alimento, la muerte de los conocidos, los jardines. Pensamos en los libros de horas que coleccionaba el duque de Berry.

Es la zona de encantamiento de lo que los romanos llamaban sordidissima o de lo que los anglosajones llaman homing: las mujeres recogidas ante el fuego y cuyo sexo miramos, los hombrecillos que laboran o cortan las vides. Pescadores que tienden su red sobre el Orge. Hombres y mujeres que se bañan desnudos en el río con las piernas abiertas como las ranas.

En primer plano las urracas y los cuervos picotean en el quai Voltaire. Un hombre derriba bellotas para alimentar a sus puercos, golpeando el roble con un bastón. De la misma manera, todo cuento auténtico tiene la obligación de traer a la vida ordinaria una o dos pruebas extraídas de la zona de encantamiento: pequeños guijarros, un pan de especias, un sombrero rojo, dulces, un pudín, manchas de sangre en número de tres, galletas, una gota de aceite ardiente vertida por distracción.

Es exactamente lo que Albucius entendía por “sordidisimo”. Me parece que estas declaraciones de los romanos, que pueden parecer pueriles o extrañas, tienen un amplio alcance. El campo de la novela, como el de los sueños o el de los relatos, está en los detalles, no ya verdaderos sino verosímiles, más incluso que la propia verdad.

La autorrepresentación de la lengua y de la psique sólo puede sostenerse en las pequeñas palabras y en las pequeñas cosas sórdidas. Hay que trabajar con aquello que los otros desechan, con aquello que desprecia la corte, con lo que el discurso repudia, con aquello que es omitido por la conciencia de una época. Todo lo que escapa a estos actores voluntarios, o cortesanos, o conscientes en su preocupación por tener el control a cualquier precio, es la verdad de la novela.

Si pudiera caracterizar con un término la situación actual del novelista en relación con su homólogo de, digamos, hace cincuenta años, ¿cuál sería?

Diría que es mucho más libre pero que aún no tiene la suficiente conciencia. Se queda en los decretos de las prohibiciones y de las inhibiciones, paralizado por la vergüenza de hacer lo que los antiguos proscribían, porque, en realidad, nada más lo retiene. La literatura no está sometida a un sistema político o ideológico limpio, como hace cincuenta años.

La depreciación de la Universidad y de la enseñanza es extrema y para el creador, la desvalorización de este aspecto es algo positivo. La teoría reventó. Ahora se reduce a una religión de un fanatismo trémulo y agonizante. Paradójicamente, y por cualquier tipo de motivos, el descrédito de la crítica aumenta con esta ausencia de restricciones. Ya no representa un poder de intimidación. Se agrega también como elemento favorable el hecho de que el francés mengua en pureza y en influencia.

La situación en la que varias lenguas se frecuentan es eminentemente propicia a la dialogia, a la distancia de lenguajes que se encuentran frente a frente y al placer que se toma a esa distancia, a los hallazgos que ahí se prodigan. Esto quizá sólo es real para el novelista, pero sí lo fue para el imperio de Alejandro. Fue cierto para el imperio romano. Lo fue para el imperio inglés. Para el imperio francés.

El desengaño en el que nos ha sumergido el entusiasmo por las literaturas extranjeras, la rusa o la latinoamericana, la alemana, ha incitado a numerosos lectores a leer más y más lejos, China, Japón o las literaturas antiguas. Yo mismo no soy más que el polvo que atestigua este movimiento que describo rápidamente. La curiosidad es siempre más grande. Los desafíos se incrementaron. Las traducciones [...] y la recepción que tiene lo que uno escribe causa también mucho placer y motiva.

Esta situación apasiona de nuevo al Lejano Oriente, a Islandia, Australia. La novela francesa o la novela italiana presentan hoy más variedad y abundancia que la novela austriaca o estadunidense. Además el aislamiento corre el riesgo de provocar la involución hacia una comunidad monolingüe sin novela: que prefiere ir directo a la autoridad, a la moral, a la monodia, a la poesía.

La novela francesa estuvo demasiado sometida a las ideas y el estilo. Desafortunadamente no es mediante el dominio de una forma de escritura como se hace brotar lo desatado o el sueño. La forma debe ser una apasionante anestesia, pero que no existe sino para permitir a lo más profundo, a lo más deseable salir a la superficie. Sirve para permitir que la luz intemporal de la zona de encantamiento se derrame sobre todas las cosas y fulgure un poco.

Hablando como los artistas visuales de nuestro tiempo: se necesita un poco más de scanning, un poco menos de focalización. Por suerte algo dejó de obedecer, de repetir. A cada escritor que me dice: “¡No se puede escribir así, no se pueden poner comillas, [..] ya no se puede usar el imperfecto!” Le respondo: “Te proteges demasiado. Estás demasiado apegado a las convenciones, a los estereotipos, a las ideas, a los temores, a las leyes. No piensas más que en la energía, en el detalle gratuito, en el juego”.

A la obra fragmentaria, demasiado controlada, fría, limpia, intelectual, a la muerte, habría que preferir tal vez la obra larga, la obra que sobrepasa la capacidad de la mente, la obra en donde perdemos el camino, más fluida, más sucia, más primaria, más sexual, la obra en el corazón de la cual ya no sabemos bien qué hacer.

Se cuenta que los dos primeros miedos, prehumanos, hablan de la soledad y la oscuridad. Nos gusta hacer venir a voluntad un poco de compañía y de luz fingidas. Son las historias que leemos y que sostenemos en nuestras manos por las tardes con la intención de conservar esa dulzura sin nombre que es el arte. Necesitamos que la muerte y sus formas se retiren.

Debemos dejar de racionalizar, de ordenar esto o prohibir aquello. Lo que necesitamos es que caiga un poco de luz nueva, como un “privilegio”, sobre los “sordidismos” de este mundo. Lo que necesitamos es una desprogramación de la literatura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario