Desde hace muchos años son muchas las acciones inadecuadas llevadas a cabo por muchas compañías farmacéuticas, casi siempre cobijadas por la complicidad de muchos, permitidas por la ignorancia de muchos otros y aceptadas por la falta de aplomo de otros muchos, si bien un poco diferentes, a la postre iguales que todos los muchos enlistados en este extraño párrafo.
Más que muchas farmacéuticas y muchos farmacéuticos, la palabra adecuada es muchísimas. Eso: muchísimas, no muchas farmacéuticas.
Con el muchísimas como corolario del párrafo previo inicio uno más, también un tanto atípico. Muchísimas farmacéuticas han vendido, en connivencia con gobiernos de países pobres, medicamentos que no surten en naciones ricas; las mismas muchísimas y unas más han apoyado investigaciones a pesar de que los protocolos violan las leyes éticas elementales de la investigación.
Otras muchas no han retirado algunos de sus productos a pesar de que se usan en procedimientos brutalmente oscuros, como son los trasplantes de órganos en China, cuyos donadores lo son en contra de su voluntad, ya que son reos condenados a la pena de muerte sin juicios transparentes, sin ética de por medio, sin permiso para que Amnistía Internacional u organizaciones similares tengan acceso a los casos.
Muchísimas compañías no abaratan sus productos o universalizan sus patentes para ayudar a los enfermos más pobres dentro de los más pobres, a pesar de haber sido esos sujetos los conejllos de indias para efectuar ensayos clínicos, es decir, individuos indispensables para experimentar en sus cuerpos los nuevos medicamentos. Muchísimas compañías, sobre todo hace algunos años, ignoraron códigos sempiternos, como el de Nüremberg (1947), cuya génesis fueron las atrocidades de la medicina nazi o la Declaración de Helsinki (1964).
La finalidad de ambas iniciativas fue delinear los principios éticos para orientar a los médicos y a otras personas que realizan investigación en seres humanos. Ambas buscan proteger a las personas que ofrecen sus cuerpos para investigar algún fármaco y con ello valorar su eficacia.
De esos experimentos, costosos y laboriosos, se obtienen, tras arduas, inteligentes y costosas investigaciones, algunos medicamentos –la mayoría de las moléculas, hay que decirlo, son desechadas– que serán comercializados y vendidos en todo el mundo. Los precios de los fármacos, a pesar de la inversión económica y el tiempo empleado, suelen ser caros y no muy “justos”. En el mundo contemporáneo la justicia es una entelequia. En medicina justicia debería ser la palabra más repetida.
No por serendipia son las compañías farmacéuticas, junto con los narcotraficantes y con la industria militar, el trío que más dinero mueve en el mundo. Agrego que dentro de las muchísimas industrias hacedoras de medicinas algunas cuentan con más dinero que el producto interno bruto de no pocas naciones centroamericanas o africanas, las cuales, ¡por cierto!, han sido, desde siempre, proveedoras de seres humanos para probar la eficacia de un sinfín de drogas. Después de muchísimas ideas llego al meollo del artículo.
Días atrás, Alemania y el Reino Unido decidieron no vender el tiopental sódico, conocido como pentotal, uno de los tres componentes del coctel utilizado en la inyección letal que se aplica a los prisioneros en las cárceles de Estados Unidos. Antes, la compañía Hospira, principal fabricante del producto, había dejado de elaborarlo en Italia. Como suele suceder, fue la sociedad civil, en este caso representada por la organización no gubernamental (ONG) Reprieve, la que inició el movimiento. Reprieve es una agrupación que apoya a los condenados a la pena de muerte, incluyendo a los prisioneros de Guantánamo, y promueve juicios adecuados. Hospira anuncia en su portal: “Seguridad y eficacia en el cuidado de los pacientes”.
El pentotal es un anestésico barato –por eso son pocas las compañías que lo elaboran– que se utiliza para inducir el sueño en los sentenciados a la pena de muerte antes de suministrarles los otros compuestos del coctel –cloruro de potasio y bromuro de pancurnio–, cuyas acciones devienen apnea y asistolia.
Las penurias, por falta de pentotal, para las treinta y cinco estidades estadunidenses que ejecutan presos (casi nunca se refieren a ellos como humanos) serán mayúsculas: en 2008 el tribunal superior prohibió el uso de la silla eléctrica por considerar el procedimiento “cruel e inhumano”.
Ante la falta de pentotal será interesante, y terrible, conocer las nuevas instrucciones de los directores médicos de los penales: ¿sustituirán el pentotal por anestésicos más caros o buscarán otras vías, como el ahorcamiento, siguiendo el modelo chino o iraní para acabar con sus reos? A esa pregunta sigue otra: en caso de que se decida utilizar otro anestésico, ¿quién lo proveerá? Mientras, se anunció que en Ohio se usará pentobarbital y que Nebraska consiguió en India pentotal (…).
La sociedad civil ha mostrado la falta de ética de la compañía Hospira. Debería exponerse el nombre de los laboratorios que venden a las cárceles de Estados Unidos el cloruro de potasio y el bromuro de pancurnio. No es creíble que Hospira ignorase que el pentotal sólo se usaba en las prisiones como anestesia para cirugías y no como antesala de la muerte. En los dos primeros párrafos intenté demostrar que las industrias farmacéuticas se ocupan más de los mercados que de los seres humanos.
La ONG Reprieve ha hecho una gran labor al desnudar a Hospira. Muchas, muchísimas farmacéuticas y no pocos médicos deberían releer los códigos éticos universales y escribir los suyos.
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