No es Daniel Barenboim un intérprete conformista. A la hora de escoger sus programas, sea al piano o como director de orquesta, le gusta mirar de cuando en cuando hacia los maestros que ha ido dejando temporalmente a un lado debido a sus compromisos orquestales y operísticos, en un ejercicio de síntesis de las experiencias vividas y de reflexión musical sobre el paso del tiempo.
Estos reencuentros suelen ser apasionantes por lo atípicos. Con el piano esto se hace aún más relevante por la sensación de libertad. Barenboim no depende de nadie. Está a solas con su instrumento.
Así volvió a Bach y El clave bien temperado en algunos de sus últimos recitales en Madrid, y se ha volcado ahora en Schubert con dos de las sonatas del periodo final del compositor austriaco. El último recital monográfico Schubert en Madrid con Ibermúsica fue en 1978. ¡Lo que ha llovido desde entonces! Para la afición musical y para el propio Barenboim.
Hay en Barenboim siempre latente un deseo de búsqueda de profundidad en la música, aderezado por una fijación en “el gusto de la belleza”, que diría el director de cine Eric Rohmer. Esta belleza inquieta no tiene por qué ser complaciente y mucho menos edulcorada.
En el caso de Schubert es una belleza que participa a partes iguales del amor y la desolación, de la ilusión de la inocencia y el dolor, jugando con sensibilidad esa ambivalencia entre sentimientos opuestos tan bien descrita por Brigitte Massin en sus dos tomos en Turner sobre la vida y obra del compositor.
No hay ninguna tentación de esteticismo a secas por parte de Barenboim sino una incursión en lo más complejo de un creador que vivió solamente 31 años y llegó a componer una obra tan desgarradora como Viaje de invierno (en la que Barenboim ha acompañado a cantantes como Dietrich Fischer-Dieskau o a Thomas Quasthoff, dicho sea de paso).
Quizás es precisamente otro viaje de invierno lo que pretende Barenboim con su aproximación a las sonatas D 498 y D 598, un recorrido alimentado en ocasiones por su experiencia romántica tardía, y en especial por lo que ha supuesto su dedicación a Bruckner más aún que su vinculación con Wagner.
Hasta el lado poético alado que Barenboim imprimió al Momento musical número 3 en fa menor o el clima de melancolía contenida que otorgó al segundo de los Impromptus de la D 935, ambos ofrecidos como propinas, tuvieron una densidad y serenidad muy propias de una lectura de madurez.
Desprendió todo el recital misterio y gozo, una asociación que suele sentar bien a la música. Las versiones de las diferentes obras fueron más interiorizadas que extrovertidas. Quizás una de las causas, si se puede llamar así, de la fascinación que despierta Barenboim en todo tipo de públicos es comprobar una y otra vez su obsesión por extraer de las partituras algo que esté más allá de las evidencias.
En el color, en la elección de los tiempos, en los desarrollos, Barenboim se plantea una reflexión permanente sobre la música y sus circunstancias, que resuelve con planteamientos musicales llenos de pasión.
Pasión desde el conocimiento y pasión desde el exceso, pasión desde el compromiso con la sociedad y pasión desde el sentimiento de que cada día es distinto. Esta vez ha sido Schubert, mañana puede ser una improvisación a ritmo de tango. El viaje de invierno continúa.
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