Leonora por Elena
Teresa del Conde
El libro sobre Leonora Carrington, de Elena Poniatowska, en parte se basa en el conocimiento directo que la autora tiene de la artista a quien de tiempo atrás frecuentó e hizo objeto de varias entrevistas.
También implica una base investigada capaz de convertir, lo que guarda género novelístico, en una biografía literaria gracias a los diálogos, a la trama misma y a los insights de la autora, cercanos en algunos aspectos a los de su protagonista.
Hace buen pendant al libro de Susan L. Aberth, publicado en 2004 por Lund Humphries, pero felizmente aquí el abanico comprendido es mucho más extenso.
Se tenga o no conocimiento tanto de Carrigton como de Poniatowska, el lector se percata de que el personaje está tratado como lo que es: una creadora visionaria, excéntrica, enemiga de las convenciones, con todo y su inserción en la high class británica (fue presentada en la corte), amiga inveterada de la rebeldía e inventora de sus propias historias, ya que como es sabido ha sido escritora de innumerables relatos y al menos de una obra teatral: Penélope, pero en lo fundamental es una pintora de primera línea, arteobjetista y autora de maquetas llevadas al bronce.
El libro de algo más de 500 páginas, publicado por el Grupo Editorial Planeta, obtuvo el premio Seix Barral mediante un jurado entre quienes estuvieron Pierre Gimferrer y Rosa Montero, además de José Manuel Caballero y Darío Villanueva.
Llama la atención la fotografía de la portada tomada por Lee Miller (fotógrafa y musa surrealista). Dos varones flanquean a Leonora: Paul Eluard joven y bien parecido, tocado con sombrero, Leonora semirrecargada en su pecho dirigiendo sesgada mirada al objetivo del fotógrafo, hermosa, una diva, y Max Ernst, quien a su vez apoya la cabeza en su hombro y le dirige el ojo visible, como si buscara protección y confort en la bella mujer que estira el brazo derecho al abrazarlo. Ella es la única que, desafiante, hace contacto de ojo. Ya en ese momento Ernst es para ella el pájaro superior, y lo seguirá siendo en etapas posteriores.
La fotografía fue tomada en Cornwall, Inglaterra, en 1937, cuando el ex dadaísta, ahora figura importante en el círculo bretoniano, conoció y enamoró a la joven que entonces contaba 20 años y había decidido abdicar de su condición de debutante para seguir su propio camino vital hasta ese momento poblado de caballos, leyendas celtas, escuelas de alcurnia combinadas con la devoción de su nanny Mary Kavaneugh. Parece que Leonora siempre sintió que era, en buena medida, no una yegua, sino, si tal cosa puede decirse, una caballa.
Desde niña habló con los animales, que se le constituyeron en núcleo de varias de sus narraciones, reapareciendo como tales o como híbridos en su iconografía visual.
Ha manifestado sus desacuerdos con el surrealismo, como tambien lo hizo su amiga Remedios Varo (unos 10 años mayor que ella), cuyo inesperado fallecimiento en 1963 le provocó honda conmoción. La amistad entre ambas se inició desde 1943, cuando Leonora, casada con Renato Leduc, recién llegó a este país.
Una de las correcciones que el libro provoca en el lector es precisamente la idea de que Leonora y Leduc se casaron sólo por conveniencia con el propósito de dejar Europa. En realidad el diplomático, poeta y periodista sí fue su compañero afectivo, aunque una vez asentados en México el matrimonio flaqueó, se divorciaron y ella se casó con el cercanísimo amigo de Kati Horna, el fotógrafo húngaro Chiki Weisz, a quien varios de los admiradores de Leonora conocimos y llegamos a tratar.
Por cierto, Chiki conservó el archivo de uno de los dioses de la fotografía: Robert Capa.
A lo largo del libro salen a escena personajes que nos son familiares, como Elsie Escobedo, la madre de nuestra recordada Helen y de Michael, su hermano. El más efectivo y cercano a Leonora fue Edward James y la trama entrega, con pormenores, lo que se constituyó en el inicio de Xilitla, la desaforada construcción del connaiseur y coleccionista británico, supuestamente hijo ilegítimo de Eduardo VII.
Rencontramos a Eva Sulzer, mecenas y amiga de Paalen y de su segunda esposa, Alice Rahon. Al respecto, ocurre un gazapo o licencia poética: Eva no viajó a Nueva York para sicoanalizarse con Jung, porque Jung no mantuvo consulta allí, aunque en 1938 impartió conferencias en Harvard, poco antes de su viaje a la India. En cambio es verídico que Leonora estuvo en la consulta de Ramón Parres, quien también intentó paliar los sufrimientos de Frida Kahlo, los cuales fueron de muy diferente índole.
A Leonora, en ciertas etapas la paralizaba el angst y en otras la manía, según sus propias palabras, recogidas por Elena. Había momentos en los que no se aguantaba a sí misma.
Los capítulos que tratan de la crisis que Leonora narró en En bas, cuyos inequívocos síntomas iniciales se dieron en St Martin D’Ardèche, durante el régimen del mariscal Petain, o sea, el de la Francia ocupada, son lo mejor que se ha escrito al respecto. Los detenimientos y, sobre todo, la conducta de Max Ernst están muy bien vista.
La trama fluye sin traba. El final es de tónica “metafísica”. Acertadamente reaparece la presencia mental de Max Ernst, fallecido en 1976.
Felicidades a la autora y también a su protagonista, que felizmente acaba de celebrar su 94 aniversario.
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