¡Tu hijo está procrastinando!
“¿Pro… proqué? Oye tú, a mí no me sueltes esas cosas así como así. Mi hijo es un chico estupendo y estoy seguro de que nunca haría eso, que no sé lo que es, pero me suena fatal”.
Bueno, mantengamos la calma. Estamos ante un problemón de campeonato, pero
no hay que alarmarse. Lo que hay que hacer es actuar para mejorar. Porque procrastinar, lo
que se dice procrastinar, alguna vez lo hacemos todos: tú, yo, él, ella y ese
de al lado. Eso sí, unos bastante más que otros, y algunos, con una dedicación
digna de mejor causa. Los jóvenes lo hacen más que los mayores, y las personas
impulsivas o muy emocionales más que las racionales. De donde se desprende que
los jóvenes muy emocionales son maestros entre los maestros en esa conducta.
Ver a algunos de ellos procrastinando a lo loco hasta podría producir gracia,
si no causara preocupación.
Pero aclaremos, antes de profundizar en ella, que la palabra
procrastinación no es demasiado empleada en español (de hecho, la definición
que hace la Real Academia es totalmente insuficiente), pero su equivalente es bastante común en inglés (procastination).
Es un término que proviene del latín (pro, hacia, y cras, mañana, por oposición
a hoy) y es realmente un concepto con historia: Cicerón
dejó dicho que "in rebus gerendis tarditas et procrastinatio odiosae sunt" (“En
la ejecución de los asuntos, la lentitud y la procrastinación son odiosas”).
Y ahora ya, bajo el amparo de esa luminaria del Imperio
Romano, podemos sumergirnos en el gran problema de la procrastinación, una de
las principales causas de ineficiencia en el trabajo del género humano, lo que
incluye, obviamente, a estudiantes y a quienes no lo son, al margen de que
se dediquen a la política, la literatura, la educación, las energías renovables
o la industria pesquera. E incluso a la consultoría sobre procrastinación.
Procrastinar es retrasar irracionalmente. Es dejar de hacer
lo que realmente tenemos que hacer y, en su lugar, hacer lo que no habría por
qué hacer precisamente ahora. Es decir, es dedicarnos a lo secundario, a lo
irrelevante o a pasar el rato, rompiendo así, a sabiendas, el orden de nuestras
prioridades reales. Y, de camino, causándonos a nosotros mismos perjuicios
evidentes: retrasos, incumplimientos, agobios, estrés, oportunidades perdidas,
metas no alcanzadas, etc.
Evitemos confusiones recalcando que no es sinónimo perfecto
de diferir o aplazar como indica el Diccionario de la Real Academia. Si lo
fuera, retrasar algo por causas razonables sería procrastinar, y lo cierto es
que no lo es. Tampoco es sinónimo de incumplir, porque algunos incumplimientos
pueden tener una causa objetiva y bien razonable. Se refiere a la demora o
postergación, pero solo cuando es irracional o injustificada.
Como en tantas otras cosas, en la procrastinación hay grados
y ámbitos. Hay procrastinadores extremos o graduales, y los hay generales o
limitados a ciertos ámbitos de la vida (pero no en otros, según los intereses).
¿Cuál es la principal causa de procrastinación? Respuesta simple
y directa, en dos palabras: la impulsividad. Los impulsivos extremos son
aquellos que se dejan arrastrar por el deseo inmediato, lo quieren todo cuanto
antes y no controlan sus impulsos. Por así decir, solo viven el momento. Rara
vez se muestran metódicos, ordenados y concienzudos, aunque, como dilatan tanto
las tareas, y a veces saben disimular, parezca justo lo contrario. Les cuesta
esforzarse a corto plazo en pos de un beneficio a largo plazo; es decir, se
conforman con recibir menos ahora que más después. En general son distraídos,
poco previsores y no autocontrolados.
Pero los procrastinadores no tienen por qué ser vagos que no
quieran hacer nada. Los hay vagos y los hay que no lo son en absoluto. En el
fondo, a estos últimos les gustaría hacer lo que deben, pero no lo hacen en el
momento adecuado: alteran sus órdenes de prioridad y se desvían con minucias,
porque cualquier cosa es una poderosa tentación. Dejan que el entorno, y no
ellos, marque su ritmo personal y altere sus metas.
Uno de sus principales problemas operativos es que carecen
de tracción de arranque. Cuando empiezan a trabajar, experimentan el síndrome
del sacapuntas. Se ponen a sacarle punta al lápiz, y a veinte lápices que
tuvieran, antes de entrar en faena. Si intentan empezar algo no demasiado
motivante sienten ansiedad, como si buscaran desesperadamente que algo les
desvíe de sus débiles intentos de actuar. El reloj avanza, el tiempo se agota y
el agobio hace aún más duro arrancar, por lo que alivian la presión haciendo
como que hacen, ocupándose de cosas insignificantes o refugiándose en el
entretenimiento para anestesiar su malestar difuso, siempre con la promesa
ficticia de que “en cuanto acabe esto, ya me pongo en serio”.
¿Os suena de algo? El autoengaño justificativo es habitual en los procrastinadores, especialistas en echarle la culpa al calendario, a la complejidad o mala definición de la tarea, y a cualquier tipo de incidente sobrevenido. Y es que nadie sufre más imprevistos que los procrastinadores. Son los reyes de los imprevistos. Si vuestros hijos son propensos a este tipo de excusas, son claros candidatos. Cualquier justificación cabe en la ambigua zona de sombras entre no querer y no poder. Los hay incluso que se convencen de que, si no han hecho algo, es solo porque no era conveniente: disfrazan la procrastinación de decisión positiva.
Los procrastinadores son vulnerables y se meten frecuentemente
en situaciones complicadas, porque dejar todo para más adelante reduce
dramáticamente el margen de error (por ejemplo, al estimar el tiempo necesario
o la dificultad de la tarea) y anula la capacidad de torear los incidentes
sobrevenidos. Con tiempo, cualquier problema es abordable; sin él, cualquier minucia
es una catástrofe potencial. Que dejen las cosas para más adelante puede
interpretarse erróneamente como un exceso de confianza, cuando en el fondo lo
que les sucede es exactamente lo contrario.
El rendimiento promedio de los procrastinadores extremos es
inferior al de los no procrastinadores por dos motivos: porque reducen su
tiempo de trabajo efectivo y porque ese tiempo es bastante menos productivo y
más expuesto a nervios, incidentes o retrasos.
Al final, suelen acabar reduciendo la tarea a su esqueleto,
a lo básico, y se convencen de que solo hacen progresos fabulosos en el
mismísimo borde de la línea roja. También son los reyes de la deadline. Por lo
general no es así, pero se sienten compensados por el gran alivio de haber
cumplido, mal que bien, cuando ya habían perdido las esperanzas. Ese último
respiro les genera su pizca de orgullo y una frecuente sobrevaloración de la
calidad de su trabajo.
Pero muchos procrastinadores extremos se ven sometidos a
frecuentes episodios de fuerte estrés, como consecuencia de las dificultades
para llevar adelante sus tareas, y también por los sentimientos de culpa que
generan las continuas dilaciones. De hecho, como dicen los expertos, el miedo a
hacer una tarea les consume más energía que hacerla. Una de las consecuencias
de esta situación es que, a menudo, tienden a concebir de una manera agónica
sus responsabilidades y, además, a exagerar artificialmente la magnitud de sus
tareas.
Como ha quedado dicho, hay procrastinadores extremos,
medianos y ocasionales, y también es perfectamente posible que una persona sea
procrastinadora en general, o en determinados ámbitos que no le atraigan, y no
lo sea en otros en los que se sienta motivada. La motivación y la
procrastinación son inversamente proporcionales, por lo que, depende del ámbito
en cuestión, una persona puede ser a la vez procrastinadora en esto y
previsora, cumplidora y eficiente en aquello otro.
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