lunes, 17 de enero de 2011

Guatemala, ecos de la guerra sucia.

A 30 años de la desaparición de la poeta y feminista guatemalteca Alaíde Foppa, sus hijos todavía la buscan y no cejan en exigir justicia y esclarecimiento. Lo hacen sin el menor rastro de desaliento, a juzgar por las palabras de su hijo Julio Solórzano, quien asegura tener “todas las esperanzas” puestas en el habeas corpus que interpusieron él y sus hermanas Laura y Silvia ante la Suprema Corte de Justicia en ciudad de Guatemala el pasado 24 de noviembre.

En este país centroamericano, que padeció el periodo de guerra sucia más prolongado y cruento del siglo XX en América Latina, con 200 mil asesinatos políticos y 45 mil desapariciones forzadas en 36 años (entre 1960 y 1996, firma de los acuerdos de paz), hay al menos tres casos resueltos, con los perpetradores detenidos y sentenciados. (A diferencia de lo que ocurre en México, con 2 mil desaparecidos en el periodo de la guerra sucia, pero ni un caso resuelto).

Se trata de los casos del sindicalista Fernando García (quien fue esposo de la fundadora del Grupo de Apoyo Mutuo Nineth García) y las masacres de Ejuta y Chimaltenango. “Son tres situaciones que crean jurisprudencia y a nosotros nos abren una vía para poder juzgar a los responsables de la desaparición de mi madre, no sólo de los autores materiales, sino hasta arriba en la cadena de mando.”

En las tres décadas transcurridas desde aquel mediodía del 19 de diciembre de 1980, cuando el vehículo en que viajaba Alaíde Foppa fue interceptado camino al mercado de La Quemada, en el centro de Guatemala, y secuestrados la escritora y su chofer, Leocadio Actún Chiroy, la lucha por la justicia pasó por muchas etapas.

Primero fueron las campañas de denuncia internacionales. “En esos años, durante la dictadura, nadie buscaba a nadie en Guatemala. Ir a los cementerios a buscar restos de desaparecidos era la actividad más peligrosa”, recuerda Solórzano. En México se hizo un gran trabajo de solidaridad. Incluso el canciller Jorge Castañeda de la Rosa organizó un comité de notables (con Jorge Carpizo, Juan José Bremer y Leopoldo Zea, entre otros) que debían viajar a Guatemala en el avión presidencial para buscarla. Pero una amenaza del gobierno y la falta de indicios de que Alaíde Foppa estuviera viva hicieron suspender la operación.

Alaíde Foppa, hija de un diplomático, educada en Europa, era crítica de arte, dirigía espacios de estudios de la mujer en la UNAM, fundó la emblemática revista Fem y era poeta leída y reconocida. Fue esposa de Alfonso Solórzano, comunista refugiado en México y madre de cinco brillantes hijos, tres de los cuales se remontaron a las montañas guatemaltecas en las filas del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP). “Pero era además una mujer con un claro compromiso con la defensa de los derechos humanos de su país”, aclara Solórzano.

Ese fue un año fatídico para la familia. En junio de 1980 Alaíde recibe un mensaje del EGP informándole que Juan Pablo, su hijo menor, de 27 años, había caído en combate en El Quiché. Al mes su esposo es atropellado en la avenida Insurgentes. En diciembre ella viaja a su país y es desaparecida. En junio del año siguiente cae un segundo hijo, Mario. Sobrevivió en la guerrilla Silvia, quien era médica y actualmente reside en Ecuador. Y los otros dos, Laura, bailarina, y Julio (el mayor, quien es hijo del ex presidente Juan José Arévalo y fue adoptado por Solórzano), promotor cultural, viven en Guatemala.

Los tres formaron un clan que nunca dejó de buscar justicia. “Esfuerzos hicimos muchos, pero nunca ante la ley guatemalteca. Esta es la primera vez que se nos presenta una oportunidad concreta”, explica Julio en entrevista.
Antes recurrieron, junto con la premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, a la Audiencia Nacional de España. “En 1996 el arresto y pedido de extradición del dictador chileno Augusto Pinochet en Londres me abrió los ojos sobre las posibilidades de las vías legales extraterritoriales”.

El proceso internacional del tribunal español contra los genocidas guatemaltecos (que se encontraron ahí con lo que quizá sea la más nítida caracterización de lo que es un genocidio en toda forma) avanzó hasta que en 1999 se expidieron órdenes de arresto contra siete militares guatemaltecos involucrados en estas violaciones masivas. Dos de ellos, del alto mando del dictador Romeo Lucas García (general Aníbal Guevara y coronel Germán Chupina), tuvieron arresto domiciliario, hasta que en 2007 un decreto constitucional de la Corte guatemalteca desconoció los juicios de tribunales extranjeros y los militares fueron liberados.

Hubo otro esfuerzo más que abortó de último momento. Contratando detectives y siguiendo pistas casi novelescas, los Solórzano lograron localizar, en Tlalnepantla, a quien fue ministro de Gobierno del régimen de Lucas, Donaldo Álvarez, plenamente identificado como responsable de la desaparición de Alaíde Foppa, la quema de la embajada de España con medio centenar de personas incineradas vivas y la masacre de Panzós, entre otros crímenes de lesa humanidad.

Con la mayor confidencialidad, la Audiencia Nacional envió a México la orden de aprehensión y en medio del trámite el entonces septuagenario represor logró fugarse. “Sabemos que las estructuras policiales y militares de México y Guatemala, que fueron cómplices durante la guerra, siguen manteniendo intactas sus relaciones, aunque ahora en todas las variables posibles del crimen organizado”, sostiene Solórzano. Donaldo vivió en Tlalnepantla, en una dirección conocida por el gobierno mexicano, durante más de 20 años.

Hoy en Guatemala, asegura Solórzano, hay nuevos elementos que dan otro horizonte a los cientos de miles de reclamos de justicia pendientes. Uno de ellos fue la apertura del Archivo Histórico de la Policía Nacional, hace algunos años, con más de 80 millones de documentos que registran una radiografía del modus operandi represivo del régimen durante décadas. El acceso a esos archivos ha permitido reconstruir varios delitos. El otro elemento es el Instituto de Antropología Forense más grande de América Latina.

“Esto abre condiciones sin precedente para investigar el pasado, no por obra y gracia del presidente Álvaro Colom, sino como fruto de la lucha de décadas de las organizaciones sociales.”

Con esas herramientas a la mano empezaron a fines del año pasado las excavaciones de fosas comunes, ya no sólo en las comunidades rurales, donde la ubicación de masacrados es más fácil, sino en la misma capital. “Ahí estuvimos los familiares de cientos de desaparecidos cuando se abrió la fosa del cementerio de La Verbena. Era un cilindro de 15 metros de diámetro y 10 de profundidad. Cuando se destapó, con esa revoltura indescriptible de huesos, cráneos, ropa, zapatos, lentes… de seres humanos, ascendió un aullido de llanto y dolor que nunca voy a olvidar.”

El trayecto será largo. Lo saben los hijos. “Y enfrentamos además un aparato de procuración de justicia débil, escaso y muy permeable a la corrupción. Pero con todo, nunca antes hubo un momento tan propicio como éste”, concluye el hijo de Alaíde Foppa.

1 comentario:

  1. Hace 30 años pareciera mucho tiempo pero para estos hijos que abrigan una esperanza no cuenta, no tiene medida. Tiempos de tinieblas, de sufrimientos, de injusticias, de exilios, de torturas. Si hubiese tenido mas edad y mas consciencia de esa realidad que se vivía, probablemente hubiese pertenecido a la guerrilla o me hubiese ido de acá cuando aún habían puertas abiertas en el exterior.

    ResponderEliminar