El hombre se separó de su animal merced a que se habilitó como trabajador y fue capaz de elaborar herramientas que facilitaran su búsqueda de alimento, así como su supervivencia entre especies más fuertes y grandes que él. Se volvió humano cuando encontró en la muerte una disociación del transcurrir de la vida, y aprendió a enterrar a sus muertos, a celebrarles rituales que dejaran constancia del profundo respeto que sintió frente a ese fenómeno inevitable y violento.
También se separó cuando descubrió en la sexualidad un goce que podía reproducir a voluntad, en vez de seguir atado a los vaivenes del mero instinto ligado a la reproducción.
En el éxtasis del acto sexual, el hombre encontró sensaciones que lo acercaban a las que vinculó con su temor más acendrado: la muerte. La plenitud del orgasmo, bien llamado pequeña muerte, coloca al individuo en un desarreglo de los sentidos que semejaría la disrupción del orden de las cosas, tal como lo es la muerte, que rompe de tajo con la vida.
Vida, muerte, violencia, disrupción, separación, han estado ligados, desde siempre en una concatenación imprevisible. Pero el hombre encontró que la sexualidad y sus elaboraciones humanas, los afectos, el amor, le servían para conjurar la violencia, para transitar a través de ella y sobrevivir. El amor se convirtió en una herramienta de supervivencia emocional y por ende, física, capaz de sostener al hombre en la espera del término del peligro.
Vivir en el peligro, amar, morir, son componentes de nuestros tiempos que cualquiera reconocerá y vivirá como propios, no por gusto sino por necesidad. Recinto de mareas, de la joven poeta Adriana Esthela Flores, es un libro que deja constancia de los procesos mentales, emocionales ligados a circunstancias adversas como las de nuestros días, en los que cotidianamente nos enfrentamos con la muerte, con su posibilidad inminente, y con formas de violencia irracional que laceran nuestra idea de humanidad.
A través de este recinto íntimo, melancólico, acudimos al canto en saudade que se va elevando desde la aparente inocencia del amor hasta reventar en un lamento por las pérdidas y el conteo de los daños.
Recinto de mareas es un libro breve, que nos va dando el tono de una conversación. En “Postal del Sena”, leemos:
Acá abajo
el Sena sobrevive
A la orilla
los besos de dos jóvenes germinan
en un rincón del puente Trocadero
pegados uno al otro
como si alguien quisiera separarlos por siempre…
Y nos vamos quedando con la impresión de que leeremos un libro de poemas amorosos, como corresponde a la juventud de nuestra poeta, pero en realidad el discurso amoroso, su vivencia misma, forman parte de una propuesta más compleja, que es el tono real del libro. Estamos frente a una voz que retoma algunos temas de la poética de siempre: la soledad, la ausencia, la melancolía, el amor que se esfuma una vez vivido y el hueco que nos deja, pero todo esto vinculado al trasfondo de violencia, de muerte inminente, de sinsentido del entorno, que laceran la esperanza, que dejan casi sin aliento y sin argumentos de vida a la poeta.
Adriana, como seguramente muchos de ustedes sabrán, es periodista y como tal, le toca vivir diariamente la violencia de primera mano, reseñarla, procesarla para presentarla al lector, al escucha en forma de noticia. Pero la muerte no es noticia sino estrago, y la violencia no es rating sino zozobra, desaliento en el emisor tanto como en el receptor, y la poeta resiente, lo ha incorporado a su vida y malabarea con ello para darle algún sentido.
Eso que casi no se menciona, que es el impacto de la descomposición social en la psique de los hombres, se ha filtrado hasta los versos de Adriana. No es una poeta que cante aislada del mundo, como si nada la tocara y pudiera vivir en una nube rosa de emociones y amores juveniles. No. Ha preferido cantar con duelo, decir que no se vale el mundo así como lo vamos dejando. Es una voz que no se complace en la autoconmiseración, que no procura la imagen almibarada sino reseñar la crudeza del día a día; que lamenta la pérdida de los espacios urbanos, de la ciudad, y se pronuncia, en ese sentido, con meridiana claridad.
El poema “Ofrenda” es una síntesis de esos sentimientos ambivalentes entre la intensidad del amor que quiere ser, y los contenidos violentos que lo marcan:
Te entrego los caminos donde estallará la niebla
los murmullos de la hojarasca
las caricias del arroyo bajando lento por la sierra
el musitar de las chicharras entre los fresnos
el sol estrellándose sobre el desierto
el pálpito del lodo
la furia de una cascada
la ráfaga
La masacre florece, la sangre se derrama y se esparce, los sicarios son personajes tanto como el consuelo de la luna, del alba, y la poeta se esfuerza por mantener la dignidad del amor a salvo, por permitirse aún, creer en la fuerza del abrazo, aunque está consciente de que “Hasta el amor se divide en el alma”.
Hay un impacto inevitable, y el ser se desdibuja, se fragmenta. Sentimos al avanzar en la lectura de Recinto de mareas, cómo hay momentos de vulnerabilidad, de cansancio, de interrogantes sin respuesta en la vida a veces solitaria, a veces árida:
Es tarde y aún palpito
pero ya es el silencio
La vida se me va en gajos de invierno
(En “La hora pálida”)
En “La cita”, hay obreros, combatientes, enfermeras, niños que sueñan con ser soldados; hay sed, hay búsqueda, hay la añoranza de “rocíos de azúcar y canela”, hay cansancio, cuerpos molidos, y en medio de todo, el último verso, como bálsamo que restañe:
Yo te espero
Es como una vigilia en la que no se sabe si se ha de salir indemne o quizá el abandono tuviera más sentido. Una vigilia en la que la muerte en vez de acoso, de peligro, se transforma por momentos en seducción, en término de la angustia, de la melancolía, de la soledad:
No sé cómo ni cuándo
Morí eterna, suspendida
de hastío
(En “Noticia de sombras”)
La poeta enuncia incluso, su reclamo a los muertos por dejarla aún, de este lado de la baranda. En “Estoy”:
Mejor no se hubieran ido
no sin mí
no sin mi llanto
Y en esa duda existencial, acudimos a la decisión, en que se declara derrotado al vacío, en que la poeta se ha reconciliado con el abismo, en que puede maniobrarlo, “sentirlo en sus temblores/ morderle la cresta, estrujarlo… estrellarlo contra las paredes…” para declarar como si fuera su primer día en el mundo:
Nada nos puede salvar más que la lluvia
la música
un paisaje verde…
Adriana nos lleva y nos regresa a estados anímicos opuestos, en los que alternadamente, gana el desánimo y luego la esperanza. Tal como es la vida, ¿o no? El desamor o la ausencia se viven de forma exacerbada porque van revestidos de los demás desastres sociales en los que nos debatimos todos los días. La poeta suave que abrió el libro apenas espectadora de dos muchachos que se besan, ahora casi grita:
No estoy para nadie
porque todo se fue
detrás del hálito viejo
que dejó tu saco azul
Que caigan las nubes y se incendie el aire
La casa está sola
lánguida
seca…
Y los poemas quizá más intensos del libro, por su tono doliente y airado, son Ciudad herida I, II y III, que reflejan el sentir de esa pérdida de la paz, de la posibilidad de vivir la ciudad, sus espacios, sus costumbres, su identidad de siempre, su cobijo como tierra nutricia:
Mi ciudad arde desde los callejones de San Bernabé
hasta el suelo tibio de Santiago… (I)
….
aprieta la vida
agazapada en mis manos
no mires la víscera
enrojecerá tus sueños
no toques lo tibio
tal vez no han muerto… (II)
….
Le ordenaron ir al matadero
a recoger la memoria de estos días acribillados… (III)
¿Qué nos ha de quedar después de esta constancia de olvido, de rompimiento del orden de las cosas, de la irrupción de la muerte ya no como proceso natural sino inducido, para el que no bastan rituales, para el que quizá no haya conjuro posible ya que los pactos se han roto entre los hombres?
En el último poema, “Ansia del respiro”, la poeta expone lo que, a su parecer sigue vigente como posibilidad:
Hagamos de la caricia una pausa interminable
Que nadie nos detenga
ni se burle
No sea que ellos se den cuenta
que nos quitamos la venda de los ojos
las cuerdas de las manos
y ya no temblamos ante sus rifles.
Celebremos hoy, entonces, el nacimiento de una poeta en esta ciudad lastimada por la violencia. Celebremos su canto, doloroso por cabal, pero valiente y generoso, dado que Adriana cree, como todo poeta debe creer, en el poder conjurador de la palabra, en que la enunciación de las zozobras del ser, de sus arraigos y sus afectos, sigue siendo necesaria, al igual que retratar el sentimiento amoroso como vínculo humano que nos siga separando, sin dudas, de nuestro animal.
Sí, enterrar a los muertos, vivir sin escabullirnos del mundo pero también, por sobre todo, en declaración abierta contra la irracionalidad, celebrar la vida, ayuntarnos al amor, abrazarnos a la parte mejor que nos distingue como sujetos gregarios, que se viven, a plenitud, en compañía.
Gracias, Adriana, por este primer libro de poemas. Espero que celebremos muchos más por venir.
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