domingo, 9 de enero de 2011

Lastimamos a quienes más amamos.

Ésta es una de las cosas que no deberían de suceder, pero sucede frecuentemente. En vez de dejar en la puerta de la entrada de casa nuestras preocupaciones, frustraciones y enojos, cargamos con ellos y entramos a la casa con “todo el día a cuestas”. En estas condiciones, cuando la paciencia y el buen humor se han esfumado, cualquier cosa puede hacer que cual volcán islandés, explotamos a la menor provocación descargando sobre quienes más queremos ese inmenso costal de basura con el que cargamos.

Sin deberla ni temerla, quienes están más cerca de nosotros, acaban pagando los platos rotos. Cuando pasa el exabrupto y nos damos cuenta de lo que hicimos, ya es tarde. Agobiados por el remordimiento, nos disculpamos y pedimos perdón. Desafortunadamente, independientemente de los grandes esfuerzos por remediar nuestra torpeza, esa actitud lastimó irremediablemente al otro.

Paradójicamente esto no es novedad. Es algo que hemos escuchado mil veces; estamos conscientes que hacerlo es un grave error. Sin embargo, a pesar de saberlo, y en algunos casos, recurrir a mil y una tácticas para evitar estas conductas, no podemos evitar que nos vuelva a suceder.

Sabemos que nuestros actos tienen consecuencias, y que alguien al sentirse lastimado va a responder la agresión. Cierto. Quienes más cerca están de nosotros saben que atravesamos por problemas o que tuvimos un día difícil. Sin embargo, cuando se sienten agredidos, tampoco pueden evitar responder. La violencia escala ya sea con dolorosas palabras o incómodos silencios. Como dicen en la película El Club de la Pelea: “El refrán dice: siempre lastimas a quien amas, bueno, pues funciona en ambos sentidos”.

En la oficina sucede lo mismo. Cuando no podemos dejar los problemas personales fuera, nos acompañan también en horas de oficina con lo que será prácticamente imposible tener un buen desempeño laboral. Baja nuestro rendimiento y cambia nuestra actitud.

En algunos casos, el caos interno se traduce en ataques de furia a los subalternos (aceptémoslo, casi nadie tiene el valor de descargar su ira en el jefe) quienes, sin tener ni media vela en el entierro, pagan la factura de los enojos caseros, o bien de la falta de atención que reciben.

Algo así le pasa a Roberto, el esposo de una amiga trabaja en una empresa extranjera. Su jefe tiene una pésima relación con su mujer, y para evitar verla, y no sentirse tan solo, organiza juntas “estratégicas” los fines de semana, con lo cual arruina los días de descanso de sus empleados.

Cuando escucho estas historias, recuerdo una escena de la película de The Wall de Pink Floyd en la que el maestro está cenando con su esposa, ésta lo regaña y al día siguiente el se desquita con los alumnos. En vez de solucionar el problema, dejar a su esposa o irse a terapia, se desquita con los más débiles burlándose y mofándose de ellos.

En caso de llegar a ser blancos de esta furia injustificada, ya sea en el terreno laboral o personal, no es posible quedarse con los brazos cruzados. A pesar de las disculpas, si no hacemos algo para que el agresor caiga en cuenta de su error, la situación no va a cambiar ni mejorar.

Cristina trabajó hace varios años para una persona conocida por su mal carácter. Varios fueron blancos de su enojo y después de los hirientes regaños salieron de su oficina con lágrimas en los ojos. Después de mucho tiempo de maltrato, un buen día, Cristina entendió que la humillación no estaba en su descripción de puesto y habló con el personal de recursos humanos de su empresa.

Ellos tomaron cartas en el asunto y la situación se solucionó. En las relaciones personales esto resulta más complicado ya que no hay un gerente de relaciones humanas a quien acudir, pero hay que hablarlo y buscar una solución para evitar que esto vuelva a repetirse. Estar con alguien que nos lastima frecuentemente es dejar de amarse a uno mismo.

De la misma manera que un pisotón, aunque sea involuntario, causa dolor y en muchas ocasiones moretones, tenemos que entender que el arremeter en contra de nuestros seres queridos tiene el mismo efecto.

Si todos los días le damos un pisotón a alguien aunque sea sin querer, con el tiempo lastimaremos de forma irreversible a quienes amamos. Lo mismo sucede si no tenemos cuidado con nuestra actitud. Nuestros hijos, padres, hermanos, empleados, quedarán con lesiones que tal vez no se puedan borrar por muchos años.

Es necesario entender que pedir perdón no es como un borrón y cuenta nueva ni tampoco elimina los recuerdos dolorosos automáticamente al momento de pedirlo. La ofensa puede ser perdonada, pero el daño está hecho y queda ahí para siempre. Nuestro arrepentimiento no es suficiente para anular el daño efectuado, es necesario cambiar de actitud cuanto antes, mejor.

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