domingo, 2 de enero de 2011

Un asesino en serio y en serie.

Durante 25 años aterrorizó el sur de Los Ángeles y confundió a la policía. Maestro del crimen, estrangulaba o disparaba a sus víctimas a bocajarro para violarlas. Luego las dejaba muertas en cubos de basura o en callejones desiertos.

Se le conocía como el asesino durmiente porque, según las pesquisas policiales, se había tomado un descanso en sus crímenes, entre 1988 y 2002, después de que una mujer sobreviviera a un tiro en el pecho.

Cuando fue detenido en julio pasado, la policía descubrió que guardaba unas cajas con los tesoros y recuerdos de sus macabros asesinatos: fotos de todas sus víctimas. Pero hay un problema: de las 160 mujeres retratadas, solo han sido localizados los cuerpos de una decena de ellas. ¿Qué ha sido de las otras? ¿Sobrevivieron o las mató? Y si las aniquiló, ¿dónde están sus cadáveres?

Una muestra de saliva tomada a un preso de Los Ángeles fue la pista definitiva: resultó que su padre era el criminal

El miércoles 7 de julio, un equipo de agentes del departamento de policía de Los Ángeles acudió a casa de Lonnie David Franklin Jr., de 57 años, en el número 1728 de la calle West 81, para arrestarle. Los agentes llamaron a la puerta de su vivienda, de color verde pistacho, con un amplio patio trasero y un espacioso garaje con dos grandes puertas metálicas, donde Franklin hacía reparaciones mecánicas. Este abrió la puerta, habló con los agentes y se entregó, sin causar problema alguno.

Los agentes, liderados por el detective Dennis Kilcoyne, sospechaban que aquel apacible mecánico que había trabajado para el departamento de policía del que ellos mismos formaban parte había asesinado a 10 prostitutas y a un hombre desde 1985. Los periódicos locales le apodaban el asesino durmiente porque sus crímenes habían parado, según las pesquisas policiales, durante 14 años (entre 1988 y 2002). Esposado, entró en el coche policial y fue trasladado al retén, dejando atrás su casa y algo que acabaría cobrando una sombría importancia para los investigadores policiales: su destartalado garaje.

Con aquella detención culminaban 14 años de investigaciones. En las prostitutas encontradas en vertederos, callejones y cubos de basura, la policía había encontrado restos de ADN del asesino. Pero aquel ADN -semen, pelos, restos de piel- no coincidía con ninguno de los registrados en las bases de datos, pobladas de información relativa a criminales y delincuentes comunes.

Casi a la desesperada, el detective Kilcoyne decidió autorizar por segunda vez lo que se llama búsqueda de parentesco por ADN: acudir a las prisiones de Los Ángeles y, con un bastoncillo de algodón, recoger saliva de los reos para ver si alguno era familiar del asesino desconocido.

Inesperadamente, una técnica en la que los agentes tenían poca fe, por ser una búsqueda a ciegas, ofreció un resultado sorprendente. Christopher John Franklin, un preso de 31 años, dio positivo a principios de julio. Era demasiado joven para ser el asesino, pero los detectives dibujaron su árbol genealógico a la búsqueda de un perfil que cuadrara con el del criminal al que intentaban atrapar: un hombre negro de unos 50 o 60 años, que viviera o trabajara en el sur de Los Ángeles, que tal vez se hubiera ausentado 14 años de la ciudad para regresar en 2002.

El principal sospechoso resultó ser el padre de Franklin. Los agentes le siguieron en silencio durante una semana. De su basura rescataron un trozo de pizza, de la que obtuvieron una ínfima muestra de saliva. El análisis de ADN fue, finalmente, positivo. ¡Los policías tenían en sus manos al asesino!

"Un buen hombre". Es casi una costumbre que vecinos y conocidos califiquen así a los asesinos más brutales. El caso de Franklin no es una excepción. Las cámaras de televisión y los reporteros de los diarios locales montaron guardia frente a su casa, noche y día, en las semanas posteriores a su arresto. Los residentes y comerciantes de la calle West 81 hablaron de aquel "buen hombre".

De su vecindario -pobre y castigado, en décadas pasadas poblado de camellos y prostitutas- emergió el retrato de aquel asesino durmiente, anónimo en su garaje, resguardado en su familia, el "buen hombre" que puede haber matado no a 10, sino a muchas más mujeres.

A principios de los años ochenta, antes de que comenzaran los crímenes, Franklin era mecánico en un taller de la policía de Los Ángeles, en la calle 77. Posteriormente, cuando ocurrieron los primeros ocho asesinatos, estaba empleado de recogedor de basuras por el Gobierno local. Fue detenido y condenado por cuatro delitos: dos por robo, en 1993 y 2003; uno por lesiones, en 1997, y un cuarto por agresión, en 1999. A pesar de haber sido condenado por uno de ellos a un año de cárcel, los agentes nunca recogieron una muestra suya de ADN.

En sus últimos años tenía un taller en el patio trasero de su casa con el que ganaba algo de dinero haciendo algunas chapuzas. Arreglaba los coches de sus vecinos de forma gratuita o muy barata. Hacía muchos favores: cortaba el césped, ayudaba a los ancianos a cruzar la acera, instalaba luces de Navidad... Parecía un buen hombre.

En calles cercanas a la residencia del vecino ideal, la policía había encontrado, a lo largo de los años, los cuerpos de una decena de prostitutas asesinadas a bocajarro con una pistola del calibre 25. El primer cadáver fue hallado en una calurosa tarde de agosto de 1985. Debra Jackson, camarera de 29 años, debería haber tomado el autobús, pero nunca llegó a casa. Fue descubierta en un callejón dos días después de su desaparición con tres balazos en el pecho. Un cuerpo más de los mil que encontraba la policía de Los Ángeles en el distrito South Central, epicentro nacional del crimen.

En 1987, los agentes estuvieron a punto de dar con el asesino, y no lo hicieron por pura dejadez. Entonces, una llamada anónima alertó de uno de los crímenes: el de Barbara Ware, de 23 años. La grabación fue difundida por la policía en 2009. En ella, el informante, con voz calmada, aseguraba haber visto a un hombre arrojar desde una furgoneta el cuerpo de una mujer en un callejón de la calle East 56. Detalla la dirección y da incluso el número de matrícula: 1PZP746. "¿Me puede describir al hombre?". "No, no le vi", responde. "¿Me puede dar su nombre?". "¿El mío? No. Conozco a mucha gente. Adiós", dijo nerviosamente el denunciante antes de colgar.

Los agentes encontraron la furgoneta en la iglesia Cosmopolitan de la avenida Normandie. Tomaron fotos. Aspiraron los asientos y escrutaron el salpicadero y el volante a la búsqueda de fibras y de huellas. Y ya. No entraron en la iglesia, no interrogaron a sus miembros, no husmearon en el vecindario. La furgoneta no llevó a ningún sitio.

Finalmente, fue, pensaba la policía, el intento de asesinar a Enietra Margette lo que pudo haber asustado al asesino y provocar su desaparición durante 14 años. En noviembre de 1988, en la esquina de la calle West 91 con la avenida Normandie, un Ford Pinto naranja paró junto a Margette. Su conductor, un hombre negro de unos 30 años, se ofreció a llevarla adonde quisiera.

En principio, ella se negó, pero el conductor, un tipo elegante con un toque de arrogancia, insistió e insistió hasta que Margette aceptó la oferta. Solo había una condición: debían parar en casa del tío de él para recoger algo de dinero. Efectivamente, el conductor se detuvo en una casa, de la que Margette no recuerda la dirección, y cuando regresó, después de 10 minutos, era otra persona, agresiva, irritada. "¿Con quién te crees que estás hablando?", le dijo ella, después de una retahíla de improperios. El desconocido metió la mano en el salpicadero, sacó una pistola del calibre 25 y le disparó en el pecho.

Margette se desmayó brevemente, pero hubo algo que la despertó: el flash de una cámara Polaroid y un peso sobre su cuerpo. Al abrir los ojos, se dio cuenta de que el agresor la estaba violando mientras tomaba fotos. Instintivamente, le agarró por la solapa y le zarandeó. Ella le pidió que la dejara en un hospital, que no diría nada a la policía, que no tenía a nadie que cuidara de sus hijos, que ella no era una prostituta, que él se había confundido. Como quiera que fuera, Margette convenció al asesino, que la golpeó con la culata de la pistola, abrió la puerta del copiloto con el coche en marcha y la lanzó al asfalto inconsciente. Mujer fuerte, Margette logró reincorporarse y, con la bala en el pecho, caminó hasta la casa de una amiga, que la llevó a un hospital.

De ese modo, Margette se salvó. Informó a la policía. Ayudo en la elaboración de un retrato robot. Dio detalles pormenorizados de su noche infernal. Pero no hubo pista alguna que permitiera a la policía cazar al terrible agresor. En aquella época, además, había varios asesinos operando en el sur de Los Ángeles, una zona proscrita y sin ley. La última víctima del criminal antes de su supuesta desaparición durante 14 años fue Lachrica Jefferson, de 22 años, asesinada de dos tiros en el pecho, cuyo cadáver fue encontrado por un vagabundo en un callejón del suburbio de Lennox. Su cara la cubría una servilleta con una palabra escrita sobre ella: "Sida".

Con los años, Los Ángeles se convirtió en una ciudad segura. Los índices criminales decrecieron. A las investigaciones a la vieja usanza las sucedieron los reveladores análisis de ADN y los equipos de investigación forense. Y el asesino regresó.

Princess Berthomieus, de 14 años, desapareció el 21 de diciembre de 2001. Fue encontrada el 19 de marzo del año siguiente, estrangulada y desfigurada por una paliza. Valerie McCorvey, de 35 años, murió del mismo modo en 2003. A Janecia Peters, de 25, le disparó y la dejó en una bolsa de basura en 2007.

Los nuevos crímenes resultaron seguir el mismo patrón -disparos o estrangulamiento, cuerpos abandonados en la calle- y, según las pruebas de ADN, habían sido cometidos por el mismo asesino que había dormido durante 14 años, maestro del camuflaje en la cotidianidad.

Gracias a la carambola de la búsqueda de ADN a través de un familiar, Franklin fue arrestado en julio. Los policías registraron su casa y su taller. En este encontraron una sorpresa: el tesoro del asesino en serie, el recuerdo personal y macabro de todas sus atrocidades: mil fotografías y muchas horas de grabaciones de vídeo de mujeres, casi todas negras, de todas las edades, en posturas sexuales, mostrando los pechos, seduciendo al asesino que estaba tras la cámara.

Durante cinco meses, los detectives se preguntaron qué hacer con aquel material. Clasificaron las fotos, identificaron 160 caras diferentes y trataron de encontrar a aquellas mujeres, sin una idea clara de si las retratadas estaban vivas o muertas. Finalmente, el pasado 18 de diciembre, decidieron pedir la colaboración ciudadana: la policía ha publicado una página web con las caras de las mujeres, probables víctimas de un asesino que tal vez no se tomó 14 años de descanso en sus matanzas, sino que siguió operando fuera del radar de la policía.

"Estas mujeres no son sospechosas. Ni siquiera sabemos si son víctimas. Esto es lo único que sabemos con seguridad: el reinado de terror de Lonnie Franklin en la ciudad de Los Ángeles, que se extendió durante dos décadas y que ha acabado con por lo menos una docena de víctimas, necesita ser investigado en profundidad", dijo el jefe de policía de Los Ángeles, Charlie Beck, en una conferencia de prensa. "Y no sabemos quiénes son todas sus víctimas. Por eso necesitamos la ayuda del ciudadano".

La galería de horror de Lonnie Franklin, accesible a través de la página web del departamento de policía de Los Ángeles (lapdonline.org), es un mosaico horrendo de mujeres que sonríen a la cámara o que parecen sorprendidas. Otras duermen o están muertas, es imposible saberlo. El espectador de esas instantáneas, editadas por los agentes para dejar fuera cualquier rastro de contenido sexual, está viendo a las víctimas como el asesino las vio, a través de su lente, tal vez antes de su muerte.

Gracias a esa petición de ayuda, la policía de Los Ángeles ha identificado en solo dos semanas a 21 de esas mujeres. Una de ellas era Janecia Peters, asesinada en 2007. Otras están vivas. Los agentes han recibido unas 200 pistas que consideran mínimamente fiables y siguen investigando.

La publicación de las fotos no ha estado exenta de polémica. La abogada de Franklin, Louisa Pensanti, ha acusado a la policía de violar la intimidad de la familia de su cliente, ya que al menos 18 fotos pertenecían a familiares y amigas del acusado. También cree que la policía intenta generar cierta predisposición negativa en los miembros del jurado que vayan a juzgar a Franklin, en un caso en el que este se enfrentará, probablemente, a la pena de muerte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario