El mejor alcalde del mundo
Tranquilo y apasionado. Visceral y reflexivo. Humanista antes que político.
El alcalde de Bilbao, enfermo de cáncer y viudo reciente, afronta el trabajo y el futuro entre la melancolía y el placer de estar vivo.
Acaba de ser elegido mejor regidor del mundo.
Iñaki Azkuna se sienta a la
mesa como si se fuera a escapar enseguida. Mira con la intensidad de un
niño. Cumplió 70 años el 14 de febrero, tiene un cáncer desde hace una
década y de un cáncer murió su mujer hace seis meses. Ahora vive solo en
casa.
En la mesa lo mira todo. Quiere
saber qué pasa en la cocina, qué ha pedido cada uno. Hasta que él mismo
parte el rape para los demás no pide lo que su salud le exige: una
sopa. Hace diez años, la vida le envió la mala noticia. Un cáncer. Y a
cada rato le avisa de nuevo. Eso le ha hecho frugal. Un monje con las
manos agarradas a las rodillas, igual que Bielsa al borde del césped.
La enfermedad asoma a veces al
rostro dándole una palidez que desaparece en cuanto lo has mirado dos
minutos. Estudió radiología cardiaca. La especialidad le enseñó que a
veces mirar el dolor te impide ver el alma. Cuando recibe esos avisos,
como el último día de 2012, llama a su amigo Sabas, le pide que lo lleve
al hospital de Basurto y allí se somete en silencio al dolor de estar
vivo. Esas advertencias de la vida tuvieron hace medio año la peor de
las confirmaciones: su mujer, Anabella Domínguez, una mexicana a la que
conoció en París, se murió de un cáncer que le impidió comprobar que
aquello que ella había soñado, que a su marido lo eligieran mejor
alcalde del mundo, se cumplía por fin, era un hecho.
Iñaki Azkuna, el mejor alcalde del mundo.
Casi nada. “Pues sí, casi nada”. Él cree que el mejor alcalde es el
alcalde de cualquier pueblo ignoto que no tiene un duro. Los sábados se
va con su amigo Sabas, concejal de Servicios, a ver las obras. Terminan
cantando bilbainadas. La enfermedad le ha puesto impedimentos; no le ha
restado capacidad de cabreo, así que si encuentra desperfectos o
negligencia, truena como el misterio. Parece que siempre fue el alcalde.
Pero cuando lo ves ahí, ante una réplica del rostro que Victorio Macho
esculpió para que nadie olvidara la cabeza de Unamuno, sabes que detrás
de este hombre hay mucho más que un tipo que manda en Bilbao.
La mano de Azkuna iba a ser
la de un pelotari, pero Iñaki se entrenó solo de admirador. Su padre lo
llevó al frontón cerca de la casa donde nació en Durango. Tenía trece
años y delante veía a un gigante que se llamaba Miguel Gallastegui, un
fenómeno. Muchos años después, cuando el alcalde obtuvo su tercera
mayoría absoluta, Gallastegui le envió un telegrama: “Me viste ganar
cuando tenías 13 años. Yo ahora tengo 93 y te he visto ganarles a
todos”. Los Príncipes, a los que ha llevado mucho a ese restaurante en
el que él parte el rape, La Viña, le enviaron una carta cuando lo
nombraron mejor alcalde del mundo…
La madre de Azkuna era
costurera. El padre era obrero, en la guerra peleó con el Ejército
vasco. Los dos eran del PNV. La madre estuvo exiliada en Francia, el
padre estuvo preso en Ciudad Rodrigo. Cuando Azkuna estudió Medicina en
Salamanca, el padre lo visitaba y se iba a su “universidad”, decía él,
las murallas de Ciudad Rodrigo. Allí estuvo condenado a muerte, aprendió
la dura tarea de esperar la última pared.
Ellos formaron parte del
silencio espeso de la posguerra. “Tenían mucho cuidado de no hablar de
política con nadie, porque estaban en el pueblo, todos se conocían y
ellos eran rojos separatistas. Nunca me enseñaron a tener odio ni a ser
ningún talibán”. El padre era metalúrgico. Ángel; ella era Vicenta.
Vicenta era una mujer “con muchas ideas”. Los hijos eran Iñaki y
Marisol. La hermana murió. Ahora él es el sobreviviente. Y en casa está
solo; el hijo ya vuela por ahí.
Pero la historia de los padres
es como un cuadro en la pared, en él se mira. Antes de morir la madre
les pidió que la llevaran a Angulema, a ver el lugar donde la ayudaron a
vivir el exilio. “Volvió más contenta que unas pascuas; para ella fue
un gran momento de emoción. Esas cosas te marcan la vida”.
El alcalde dice lo que le da la
gana; un cura le reprochó que fuera el primer alcalde católico que
casaba a homosexuales. “Ante la Virgen de Begoña soy el más católico. En
el Ayuntamiento soy el más laico”. El alcalde nació en 1942, un año
después del casamiento. Escuchó poco de la guerra. A la casa entraban
“trece panecillos negros” en la posguerra. Se cocinaba con manteca o
tocino, el aceite se sacaba de estraperlo, la palabra que se apoderó del
diccionario de la miseria. En Bilbao hubo ricos gracias al estraperlo y
a la chatarra que venía de los tanques. Los restos de la guerra eran
también metáfora de la mezquindad que la siguió. “Ese pan negro es uno
de los recuerdos más claros que tengo de esa época y de aquella cuaresma
en la que se cerraba todo y no se podía bailar”.
A Salamanca fue a estudiar
porque la madre montó una tienda de costura. Ahí fue donde descubrió a
Unamuno. El obispo Gúrpide había dicho que don Miguel era un hereje.
Estaba en el Índice. Pero había una librería católica en la que estaba
la colección Austral. Y ahí estaban Unamuno, Baroja… Baroja también
estaba en el Índice. “¡Que la jerarquía incluyera a Unamuno, un hombre
que ha escrito El Cristo de Velázquez, en el mismo puchero que a
Lutero! Es increíble”. El tiempo hizo que Gúrpide y HB coincidieran
(“uno, porque creía que era un hereje; los otros, porque lo llamaban
españolista”) en el desprecio a Unamuno.
Fue de los que se fueron a
París, a hacer la revolución del exilio. “Tenía 25 años; fueron años
extraordinarios, años sin enemigos. Una beca de 17.000 pesetas y en
París, eres el amo del mundo. ¡Y soltero!”. La mujer era de Chiapas.
Estudiaba Filología Francesa. Se casaron en 1973. Murió el padre, 61
años. La primera experiencia del dolor. Durante aquellos años de París
estuvo alejado de la familia, incluso demasiado. “Pero esa noticia es un
bombazo, ya eres otro desde entonces”.
Vicenta murió con 72 años. “Mi
familia ha muerto joven; en el lado de mi padre, todos con cáncer. No me
hace falta ni que me lean las manos. Ya sé que estoy condenado”.
Incluso ante la muerte: la serenidad aunque diluvie. Esa energía le ha
servido para afrontar la soledad que le produjo la muerte de su mujer.
“¡Todo lo que hemos discutido y el poco caso que le hecho en vida! ¡Y
ahora siento cuánto me ha querido, cuánto me ha ayudado y qué solo me he
quedado! Porque al final te quedas solo. Los hijos no pueden cuidar
todo el día a los cacharros viejos. En la soledad es cuando te das
cuenta de lo que ha sido una compañera. Te dices que tienes que
superarlo porque hay que seguir viviendo, pero son trances muy duros”.
Los sábados, los potes, las
bilbainadas. La soledad en casa. “Con mis amigos, por lo menos llenaría
dos manos… Los veo, claro. Están alrededor, cerca. Ir a comer o a tomar
potes está tirado. El problema es cuando necesitas a un amigo. Yo lo he
necesitado en momentos en que he tenido que ingresar en el hospital, he
llamado a un amigo, muchas veces a un amigo cercano que trabaja conmigo
en el Ayuntamiento. Y me ha ayudado”.
Mientras estuve con él ofició
una boda. Desde el estrado recriminó de coña a los novios, que se iban a
Indonesia. “¡Pero qué van a hacer allí, con lo bien que se come en
Bilbao!”. Luego me recordó los primeros matrimonios homosexuales que
dirigió, y por ahí fuimos a la fe. “Soy creyente, pero tengo muchísimas
dudas. Creo en la trascendencia de la persona, pero creo también en una
trascendencia laica. A veces actuamos como lobos. Los corruptos, los
mangantes y los tiburones que nos han llevado a esta situación son todos
lobos; les ha importado un pepino la naturaleza humana y la sociedad y
han ido a lo suyo, a tiburonear”. Perdió la fe en París. Luego la
recuperó. “En París se pierde todo. Se ganan muchas cosas, pero yo era
investigador médico y así a Dios lo ves muy lejano. La recuperé por la
muerte de mi padre. La fe ayuda a entender el misterio de la muerte. La
muerte es un misterio. Nos morimos porque nos oxidamos. El problema es
por qué una persona con corazón, emociones, pasiones y con inteligencia
se muere y ya no aparece. Porque, eso sí, por aquí no ha aparecido
nadie. Ni los santos. Ese es el misterio de la muerte”.
En su partido ha sido un verso
libre y por ello alguna bofetada le han dado. “En mi huerto he labrado
yo con mi propio azadón”. ¿Ahora mira otro País Vasco? “Falta, aún falta
mucho por andar… Aquí hay gente muy recalcitrante que quisiera seguir
como antes. Ha habido otros que de momento han ganado la batalla, pero
eso no les da derecho a que nos den lecciones de democracia a los que
siempre hemos sido demócratas y nunca hemos cogido una pistola. Todavía
tienen que aprender a decir que durante 40 años han apoyado a un grupo
terrorista”.
La soledad ante el espejo. Ahí estaba, afeitándose, cuando sonó el
teléfono y creyó que andaban de coña cuando le avisaron. Te han elegido
el mejor alcalde del mundo. Habla poco euskera, pero ahí lo dijo. Pozi nago.
Soy feliz. “Mi vanidad está completa. La Legión de Honor francesa. La
insignia de la Universidad de Salamanca. Ya está”. Le recordé el
corazón, su especialidad. “Bombea sangre. Ahí reside la vida, tócalo
para que veas”. Él se tocó el corazón, a su vez, y luego se alisó el
pelo, como si tuviera la melena que lucía en París.
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