Lecciones para el Barça
Ha gripado el Barça, extraviado, desamparado, incapaz de corregirse
cuando los jugadores han necesitado soluciones, ya fuera en San Siro o
anoche en el Camp Nou ante un Real Madrid elevado a superpotencia. En su
fantástica travesía desde Pep Guardiola hasta hoy, el equipo no fue
uniforme. Una de sus virtudes fue diagnosticar de forma anticipada
algunos de sus males y explorar nuevas vías, ya fuera la posición
centrada de Messi, o el 3-4-3, entre otras. El punto de partida, la
pelota como santo grial, nunca estuvo en cuestión, sí los matices.
Con el automático puesto, el Barça de Jordi Roura se sintió seguro en una Liga muy llevadera casi desde el inicio, hasta que le llegaron las cumbres. Había malos síntomas, como los once partidos —desde anoche, doce— encajando al menos un gol, pero nadie advirtió un posible desplome. Tampoco porque en los últimos cuatro duelos (Granada, Milán, Sevilla y Real Madrid) los azulgrana hayan empezado cada encuentro con un gol en contra. Llegó el Madrid y no hubo retoques, la misma alineación de partida, el mismo aire, con Cesc perdido y sin Villa o Tello para agitar. Cierto que este grupo se ha ganado la máxima fiabilidad en los últimos años, pero en buena parte por ser siempre evolutivo. Lejos de alterar el ecosistema, de quebrar la rutina, el Barça se ha dejado ir, condicionado por las circunstancias que han afectado a su banquillo. Ya no es el conjunto voraz que de forma coral presionaba al instante tras cada pérdida, el que mezclaba como nadie el juego por fuera y por dentro, el que innovaba por el obsesivo Guardiola y el más académico Tito Vilanova. Hoy es un equipo errático, vulnerable en las alturas. El Madrid se lo hizo pagar con creces.
Nunca en la eterna serie de clásicos desde la llegada de José Mourinho su equipo había sido tan superior, tan incontestable. El Barça de anoche fue tan impotente como el Madrid que inició el ciclo con aquel 5-0 del 29 de noviembre de 2010. Desde entonces, los madridistas se han enmendado de forma notable en sus retos directos con los barcelonistas, hasta planchar anoche por completo a su adversario. Y lo ejecutó a la perfección, con estilo, sin necesidad de sembrar un campo de minas, sin artes marciales —sin Pepe y un imperial Varane— o coartadas varias. Al contrario, esta vez fue el Barça el que entró mal al partido desde la previa, con el innecesario juicio de su técnico al árbitro.
En esta ocasión fue el Madrid el que hizo prevalecer el fútbol y
trazó un partido extraordinario. Enclaustró como nadie al Barça,
obligado a jugar en un embudo, con sus jugadores sin línea de pase,
obligados a recibir el balón una y otra vez de espaldas. Para nada fue
aquel Madrid que bajaba la cortina temeroso cerca de su portero. Lo hizo
con muchos metros a sus espaldas, con una espléndida armadura, con
sabiduría para el quite, con sus chicos todos a una, solidarios y con
una exuberancia insultante para las contras. Ahí emergió Cristiano
Ronaldo, cuya plenitud física le permite gobernar los encuentros de
forma abrumadora. En el Camp Nou sembró el pánico desde el inicio. Estos
días es aún más imparable que de costumbre, incluso para los centrales
de la selección campeona del mundo. Máxime si el Barça le concede un
mano a mano, como en la jugada del primer gol, el claro penalti de
Piqué. Donde Ronaldo fue un titán, apenas hubo pistas de Messi, al que
el Madrid no le concedió un baldosín. Nadie le buscó otros atajos y el
Barça, como en Milán, mantuvo el mismo compás. La hinchada local lo
apercibió y justo cuando reclamaba a Villa y Roura se lo pensaba y
pensaba, Pinto recibió el segundo azote de Ronaldo. Un gol de escuela:
de área a área con un pase preciso de Xabi Alonso, una carrera infinita
del abnegado Di María —conmovedor su desgaste— y la llegada puntual de
CR. El sello a un partido que redime al Madrid desde el fútbol y le
demuestra que en nada benefician las intrigas de camerino. Para el
Barça, una evidencia de que debe evolucionar
Con el automático puesto, el Barça de Jordi Roura se sintió seguro en una Liga muy llevadera casi desde el inicio, hasta que le llegaron las cumbres. Había malos síntomas, como los once partidos —desde anoche, doce— encajando al menos un gol, pero nadie advirtió un posible desplome. Tampoco porque en los últimos cuatro duelos (Granada, Milán, Sevilla y Real Madrid) los azulgrana hayan empezado cada encuentro con un gol en contra. Llegó el Madrid y no hubo retoques, la misma alineación de partida, el mismo aire, con Cesc perdido y sin Villa o Tello para agitar. Cierto que este grupo se ha ganado la máxima fiabilidad en los últimos años, pero en buena parte por ser siempre evolutivo. Lejos de alterar el ecosistema, de quebrar la rutina, el Barça se ha dejado ir, condicionado por las circunstancias que han afectado a su banquillo. Ya no es el conjunto voraz que de forma coral presionaba al instante tras cada pérdida, el que mezclaba como nadie el juego por fuera y por dentro, el que innovaba por el obsesivo Guardiola y el más académico Tito Vilanova. Hoy es un equipo errático, vulnerable en las alturas. El Madrid se lo hizo pagar con creces.
Nunca en la eterna serie de clásicos desde la llegada de José Mourinho su equipo había sido tan superior, tan incontestable. El Barça de anoche fue tan impotente como el Madrid que inició el ciclo con aquel 5-0 del 29 de noviembre de 2010. Desde entonces, los madridistas se han enmendado de forma notable en sus retos directos con los barcelonistas, hasta planchar anoche por completo a su adversario. Y lo ejecutó a la perfección, con estilo, sin necesidad de sembrar un campo de minas, sin artes marciales —sin Pepe y un imperial Varane— o coartadas varias. Al contrario, esta vez fue el Barça el que entró mal al partido desde la previa, con el innecesario juicio de su técnico al árbitro.
El equipo blanco hizo ver a los azulgrana su necesidad de evolucionar, que no vale con el ecosistema rutinario
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