Momentos Depardieu
Un batallón de opinadores alienta el desprecio a los trabajadores de los campos creativos
La cultura no se lleva bien con la derecha. Los artistas abiertamente
conservadores son contados. No es un rasgo diferencial de España; en
Estados Unidos ocurre lo mismo, aunque los políticos republicanos, más
que arremeter contra alguien en concreto, se limitan a defender un
estilo de vida que nada o poco tiene que ver con el que llevaría una
actriz o un escritor. Los hay, hay algún actor republicano y ejerce su
libre derecho a serlo sin presiones, pero resulta chocante, como así
ocurrió en la pasada campaña electoral con Clint Eastwood, dejando
aparte que su intervención estuviera más de acuerdo con el mal actor que
fue que con el buen director en el que se convirtió. De cualquier
manera, el cine en Estados Unidos es una industria de ganancias
significativas y eso es sagrado. El cine y los artistas están siempre en
boca del presidente Obama en su discurso a la nación. Nuestro ministro
de Hacienda, el señor Montoro, tuvo una intervención mucho menos
simpática referida a esos actores que, según el enigmático don
Cristóbal, se llevan sus impuestos fuera de España. Es paradójico que
siendo tan evidente el desprecio que los actores provocan en un sector
cada vez más numeroso de la derecha se ocupen tan prolijamente de ellos.
La ceremonia de los Goya ha sido un temazo para las tertulias de la
derecha radical, y al contrario que Montoro, que no soltó un nombre, los
tertulianos se encargaron de señalar, estigmatizar, ridiculizar a un
sector de por sí herido económicamente. No solo quieren que
desaparezcan, desean que el pueblo justiciero les escupa por la calle.
Miento. Montoro soltó un nombre, el de Depardieu. Una comparación tramposa, porque el ministro sabe (o debería saber) que España no es Francia, que Rajoy no es Hollande, que en España no ha existido jamás esa sobreprotección hacia el cine que los franceses dieron en llamar “excepción cultural” y que las tarifas de los actores franceses superan en ceros a las de los españoles. Pero el señor Montoro nombró a Depardieu, uno de esos personajes que Francia, tan dada a los símbolos nacionales, había convertido en moneda de la patria: el niño pobre que se convierte en hombre instruido, excesivo, hedonista, vividor, extravagante, colérico, tierno, herido… y todos esos adjetivos que casan tan bien con lo que un francés tolera y venera de un artista; siempre y cuando el niño mimado no se lleve al país de al lado su dinero y difunda a los cuatro vientos su indignación por unos impuestos que hieren sus ganancias en un 75%. Las críticas han vuelto literalmente loco al paquidérmico Depardieu y, lejos de recular, ha amenazado con aceptar el abrazo de oso de Putin y hacerse ruso.
¿Qué tiene esto que ver con España? Nada. Ni en la concepción francesa de la cultura, ni en la decisión del Gobierno socialista de pegar una mordida a las rentas altas. Por lo demás, son contados los actores en España que cobran sueldos internacionales. Cuando Montoro, en su acto de tirar la piedra y esconder la mano, colocó en nuestra mente los nombres de dichos actores, eludió que probablemente pagan impuestos fuera de España porque trabajan fuera y no solo se tributa en el país en el que ha nacido. Pero esa alusión de Montoro nos situó a todos los ciudadanos, así creo que debiéramos verlo, en una indefensión total: por un lado, nuestro ministro amenaza con destapar las cuentas de aquellos que no secundan la política del Gobierno; por otro, disculpa las oscuras relaciones entre tramas corruptas y miembros en activo del Gobierno o del partido.
Pero esto no es nuevo. Hay todo un batallón de opinadores alentando desde hace años el desprecio a los trabajadores de cualquier campo creativo. Es un desprecio simple, grosero, populista, que se resume en una frase tantas veces escuchada, “que trabajen, como hacemos los demás”. Lo preocupante es que un miembro del Gobierno se exprese en los mismos términos indecentes. Para colmo, quien es responsable de la amnistía fiscal a las grandes fortunas evadidas y compañero de partido de un individuo que acumuló 22 millones de euros en Suiza.
Al parecer, vestir un traje de Chanel te inhabilita para realizar
cualquier crítica. Es mucho más respetable, al parecer, una ministra que
acepta como regalo un bolso de Louis Vuitton y afirma desconocer el
origen de los favores recibidos que una actriz que viste un Dior y unas
joyas prestadas para una gala. La ecuación es simple y cala en algunas
mentes: si una mujer lleva unas joyas valiosas, tiene que ser de
derechas para manifestar su coherencia. Estas exigencias de pureza
ideológica podrían incluirse a veces en la antología del disparate: si
una actriz da a luz en un hospital llamado Mount Sinai, su marido no
tiene derecho a hacer un documental sobre el pueblo saharaui. Es como
decir que para ir a la clínica del Rosario en Madrid tienes que haber
hecho la primera comunión.
Me pregunto qué tipo de placer disfrutan aquellos que alientan el enfrentamiento entre los ciudadanos. Me da igual desde qué ideología vociferen. Pero podemos estar cerca del momento en que las personas de rostro conocido no se atrevan a pasear por la calle. Luego se quejarán de que se van a vivir al extranjero. Y es que no hay manera de acertar.
Miento. Montoro soltó un nombre, el de Depardieu. Una comparación tramposa, porque el ministro sabe (o debería saber) que España no es Francia, que Rajoy no es Hollande, que en España no ha existido jamás esa sobreprotección hacia el cine que los franceses dieron en llamar “excepción cultural” y que las tarifas de los actores franceses superan en ceros a las de los españoles. Pero el señor Montoro nombró a Depardieu, uno de esos personajes que Francia, tan dada a los símbolos nacionales, había convertido en moneda de la patria: el niño pobre que se convierte en hombre instruido, excesivo, hedonista, vividor, extravagante, colérico, tierno, herido… y todos esos adjetivos que casan tan bien con lo que un francés tolera y venera de un artista; siempre y cuando el niño mimado no se lleve al país de al lado su dinero y difunda a los cuatro vientos su indignación por unos impuestos que hieren sus ganancias en un 75%. Las críticas han vuelto literalmente loco al paquidérmico Depardieu y, lejos de recular, ha amenazado con aceptar el abrazo de oso de Putin y hacerse ruso.
¿Qué tiene esto que ver con España? Nada. Ni en la concepción francesa de la cultura, ni en la decisión del Gobierno socialista de pegar una mordida a las rentas altas. Por lo demás, son contados los actores en España que cobran sueldos internacionales. Cuando Montoro, en su acto de tirar la piedra y esconder la mano, colocó en nuestra mente los nombres de dichos actores, eludió que probablemente pagan impuestos fuera de España porque trabajan fuera y no solo se tributa en el país en el que ha nacido. Pero esa alusión de Montoro nos situó a todos los ciudadanos, así creo que debiéramos verlo, en una indefensión total: por un lado, nuestro ministro amenaza con destapar las cuentas de aquellos que no secundan la política del Gobierno; por otro, disculpa las oscuras relaciones entre tramas corruptas y miembros en activo del Gobierno o del partido.
Pero esto no es nuevo. Hay todo un batallón de opinadores alentando desde hace años el desprecio a los trabajadores de cualquier campo creativo. Es un desprecio simple, grosero, populista, que se resume en una frase tantas veces escuchada, “que trabajen, como hacemos los demás”. Lo preocupante es que un miembro del Gobierno se exprese en los mismos términos indecentes. Para colmo, quien es responsable de la amnistía fiscal a las grandes fortunas evadidas y compañero de partido de un individuo que acumuló 22 millones de euros en Suiza.
Si una actriz da a luz en el hospital Mount Sinai, ¿su marido no puede hacer un documental sobre el Sahara?
Me pregunto qué tipo de placer disfrutan aquellos que alientan el enfrentamiento entre los ciudadanos. Me da igual desde qué ideología vociferen. Pero podemos estar cerca del momento en que las personas de rostro conocido no se atrevan a pasear por la calle. Luego se quejarán de que se van a vivir al extranjero. Y es que no hay manera de acertar.
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