El corazón negro de Brasil
Es el país más extenso y poblado de sudamérica, un ‘milagro’ de desarrollo con mucho camino por recorrer y grandes tradiciones que preservar.
El estado de Bahía resume la identidad de Brasil: mezcla, contrastes, mitos, herencia y una naturaleza desbordante que sumerge al viajero en la esencia de una tierra de alegría contagiosa.
Empiezo a escribir este artículo cómodamente sentado en una butaca de
las líneas aéreas de Portugal, disfrutando de vinos de Oporto y de una
comida exquisita, lo que no siempre es evidente en un avión. Voy a hacer
en ocho horas el trayecto de Lisboa a Salvador de Bahía,
el mismo viaje que en 1808 emprendió el rey Juan VI de Portugal y toda
su corte huyendo de las tropas de Napoleón. Aquel fue un viaje épico y
peligroso que duró tres meses y medio, en barcos de vela mal
calafateados y pobremente avituallados. Junto a la corte abandonó Portugal
un 10% de la población, toda la élite: funcionarios, curas,
comerciantes, administradores, arquitectos, médicos, etcétera. El país
se desangró. Por primera vez en la historia, un rey y su corte
abandonaban la metrópoli para irse a las colonias. Nunca había ocurrido
algo semejante. Aunque el pueblo lo veía como un traidor, don Juan había
abordado su nave llorando, el corazón desgarrado. No, no era un
traidor. Siempre había antepuesto el deber a cualquier otra
consideración. Razones de estrategia le habían impulsado a tomar aquella
decisión muy a su pesar. Se enfrentó a un dilema tremendo: para salvar
el imperio –mucho mayor que el propio Portugal– tuvo que sacrificar la
metrópoli.
Hoy, el resultado de aquella determinación se ve por la ventanilla del Airbus: allí abajo desfilan las tierras de Brasil, el país más extenso y poblado de Sudamérica, una de las grandes potencias emergentes del mundo, una nación unida e increíblemente homogénea a pesar de su flagrante –y a veces sangrante– diversidad. Fue precisamente la decisión de aquel rey bonachón lo que propició el nacimiento de Brasil. En España, cuando Carlos IV quiso hacer lo mismo –huir a México para escapar de los franceses y salvar el imperio– ya era demasiado tarde. El resultado está a la vista: el imperio español se desmembró, pero el portugués consiguió mantener sus colonias americanas unidas. Para eso sirven los reyes.
El avión hace un círculo antes de iniciar la maniobra de descenso. Los últimos rayos de sol se reflejan en las aguas del Recôncavo, la bahía que dio su nombre a la ciudad cuando los primeros exploradores, deslumbrados por tanta belleza, fundaron San Salvador de Bahía de Todos Los Santos. Oficialmente Salvador. Pero el pueblo, más identificado con la naturaleza que con Jesús, sigue llamándola Bahía. Es el mismo pueblo, abigarrado y barroco, que recibió a los reyes de Portugal en su huida de Napoleón, después de aquella espantosa travesía. ¡Qué decepción al verlos llegar! “¿Estos son los reyes?”, se preguntaban con ojos muy abiertos los esclavos, los mulatos, los colonos portugueses. Les costaba creer que aquellos individuos sucios, malolientes y todavía medio mareados eran la encarnación de la más alta autoridad del vasto imperio portugués, símbolos de una civilización que había descubierto el mundo. Dicen –¿será leyenda, será verdad?– que a las bahianas les sorprendió mucho el turbante que llevaban la reina, la española Carlota Joaquina de Borbón, y sus damas de compañía. Creyeron que esa debía ser la moda que imperaba en Europa, y la adoptaron. No podían sospechar que la reina llevaba turbante para esconder su cráneo rapado al cero a causa de la plaga de piojos que había invadido el buque.
Hoy Salvador es una ciudad de tres millones de habitantes, algo caótica, que lucha por subirse al tren del desarrollo brasileño. De camino al centro circulamos entre un sinfín de rascacielos a medio acabar, coronados por un bosque de grúas. Muchos de los edificios terminados parecen vacíos… ¿habrá burbuja? Oficialmente no, nos dice el conductor. Se necesitan ocho millones de viviendas para satisfacer la creciente demanda de la nueva clase media brasileña, esa que Lula ha sacado de la pobreza en los últimos veinte años. Pero los hombres de negocio son más escépticos: “Se están construyendo casas para gente que no puede comprarlas”. El caso es que no hay luces en esas moles de hormigón. A mí, la fiebre especulativa a la que se dedican tantos brasileños que compran sobre plano para vender nada más terminada la construcción me trae inevitables recuerdos… todas las burbujas se parecen.
El conductor nos muestra orgulloso el estadio de fútbol en construcción, el modernísimo Arena Fonte Nova, que luce un techo con estructura metálica, además de un restaurante panorámico, un museo del fútbol, tiendas, hoteles y una sala de espectáculos.
Uno no puede menos que preguntarse si estará listo para 2014, así como los accesos, las autopistas, los puentes elevados… Todo está a medio hacer, no solo aquí, sino en las otras grandes ciudades también. Las autopistas están en obras, los aeropuertos son vetustos y están saturados… Ante la inquietud del COI, muchos españoles dicen que si le hubieran dado los Juegos a Madrid, se hubieran ahorrado esa incertidumbre. Pero es fácil ser agorero, y yo me fio: de un país que ha sido capaz de levantar de la nada, en menos de cinco años, su capital –Brasilia– se puede esperar de todo.
Hace veinte años que no venía a esta antigua capital de Brasil, marcada por haber sido durante siglos el centro de importación de esclavos africanos. Depositaria de la cultura negra, guardiana de las tradiciones, es una ciudad mítica, pobre y caótica, que parece resurgir de sus cenizas. Desde que su centro histórico, el Pelourinho, barrio antiguo que debe su nombre a la picota donde encadenaban a los esclavos para azotarlos en público, fue declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco, se han invertido ingentes cantidades de dinero en su rehabilitación. Ya no respira este barrio el hedor de la espantosa miseria de antaño. La zona era tan peligrosa que no había hoteles, estaba tan deteriorada que no existía una sola vivienda sana. Era un conjunto tristón, de fachadas leprosas. Lo recuerdo en blanco y negro, y ahora sin embargo el Pelourinho es en colores.
En las callejuelas pasamos frente a una escuela de samba, un salón de belleza, una pajarería, un restaurante que despide aromas a aceite de coco… El hotel donde nos instalamos el fotógrafo Ángel López-Soto y yo tiene siete habitaciones y es, como su nombre indica, un Solar dos Deuses. Pertenece a un empresario español llamado José Iglesias, que contribuye así al renacer del barrio. Desde las habitaciones, coquetamente decoradas en el más puro estilo colonial, se escuchan los ruidos de la calle, el grito de un vendedor ambulante, la canción de un borracho, la algarabía de niños persiguiéndose. Suben efluvios de sancocho de cangrejo, de tortuga guisada, de acarajés fritos (buñuelos de habichuelas) y demás delicias de la cocina bahiana, rica en especias.
Hace algo más de cien años, desde estas mismas ventanas, cuyas casas pertenecían a los dueños de molinos de azúcar, los habitantes veían azotar a los esclavos. Ahora los descendientes de aquellos esclavos son los que ocupan el barrio, en cuyas callejuelas fermenta una vida oscura y mágica. Este es uno de los conjuntos arquitectónicos más grandes y mejor preservados del mundo. Dicen que cuenta con 365 iglesias, una por cada día del año. Lo curioso es que si ha sobrevivido al paso del tiempo, ha sido gracias a las prostitutas Es precisamente porque el Pelourinho fue refugio de la prostitución callejera más abyecta por lo que el barrio se ha salvado. Ningún empresario quería invertir en un lugar tan mal frecuentado. No en vano los bahianos hablan de “Bahía de Todos los Santos… y de todos los pecados”.
El espectro de Jorge Amado, gigante de la literatura que supo tan bien identificarse con la alegría de su ciudad, planea sobre el Pelourinho. Su antigua casa, convertida en museo, atesora el universo de marineros, ladrones, prostitutas, brujos, vagabundos, niños perdidos y mujeronas generosas que pueblan su prolífica obra. Los intelectuales brasileños le reprochan haber contribuido a ofrecer al mundo una imagen exclusivamente folclórica de su país. Pero eso es olvidar que ha sabido contar la realidad del Brasil profundo con enorme talento. Sabía que el pesimismo es un lujo de ricos, y el optimismo, un don de los pobres. Y él era demasiado optimista para la élite algo acomplejada y estrecha de tan vasto país que mira para otro lado cuando se le recuerda la violencia en la Amazonia, el trabajo esclavo que todavía existe, los mendigos fumadores de crack, la cara oscura del otro Brasil, el que no brilla.
Amado, que tuvo una fe heroica en la vitalidad de su pueblo, a pesar de las condiciones desesperadas de unos pobres que solo salían adelante gracias al crimen y la delincuencia, estaría sonriendo hoy si viese el éxito del Brasil actual. Pero no por ello se olvidaría del lastre que todavía acumula y cuya expresión más abyecta es la violencia que azota las grandes ciudades y las vastas extensiones del interior y que a su vez deriva de la tremenda desigualdad. Hay terratenientes que son dueños de fincas del tamaño de Bélgica y hordas de campesinos sin nada, muchos de ellos agrupados en torno al Movimiento de los Sin Tierra. El misterio es: ¿cómo un país con tanta desigualdad, con tantos desequilibrios regionales y raciales, con tanta violencia, consigue mantenerse tan unido? Porque aquí todos, ricos y pobres, blancos, negros e indígenas, nordestinos o sureños, todos exhiben su brasilidade con inmenso orgullo. Gente simple, amable, abierta, alegre y optimista. La respuesta está en la historia, y en un hecho concreto. Los portugueses consiguieron imponer su idioma en todo el territorio, lo que no consiguieron los españoles ni en México ni en Perú, por ejemplo. De modo que en las callejuelas del Pelourinho solo se oye hablar portugués entre negros y mestizos. Ese es el aglutinante que ha mantenido unida a esta nación tan dispar.
Es curioso cómo en un país con una altísima tasa de analfabetismo existe una literatura casi oral, próxima al cuento, novelas que se pueden leer en voz alta ante una multitud de campesinos y que tienen la capacidad de emocionar y de hacer soñar a gente que nunca lee. En este reino de la televisión sobrevive lo que llaman la literatura de cordel, que engarza con los sueños y las curiosidades de los brasileños pobres. Claro que los mismos que miran a Jorge Amado por encima del hombro desprecian esta literatura del pueblo en oposición a la alta cultura reservada a los iniciados. Todos los países se parecen; todas las élites, también.
Y hablando de literatura, después de haber explorado bien el Pelourinho y haber disfrutado de la otra Bahía, la moderna del litoral con sus bares donde se degustan nécoras con cerveza a precio todavía módico y se escucha samba y bossa nova en garitos animados, donde huele a mar y a marihuana, nos evadimos de la gran urbe para asistir a la Flica, la Feria del Libro de Cachoeira, el festival literario de la pequeña ciudad colonial de Cachoeira, escondida al fondo del Recôncavo, en la desembocadura del río Paraguazú, a sesenta kilómetros de Salvador. Atravesamos campos de palmeras, de árboles de cacao, de caña de azúcar, sembrados de antiguos molinos abandonados. Nos detenemos en Santo Amaro, pueblo del azúcar, con sus casas bajas de estilos colonial y art déco, todas decrépitas. No podemos ver a la carismática doña Canó, conocida en todo Brasil por haber alumbrado dos genios de la música, Caetano Veloso y Maria Bethânia. Nos dicen que está enferma y, en efecto, pocos días después de nuestro paso por el pueblo, la “matriarca”, quien aseguraba que el secreto de la longevidad era vivir rodeado por la gente que uno ama, murió a los 105 años. La despidieron con unos funerales grandiosos.
Cachoeira, en la ribera izquierda del río Paraguazú, es una de las ciudades más bellas del Brasil colonial. Hay muchas otras, sobre todo en el Estado de Minas Gerais, como Ouro Preto, la primera capital, Mariana, Diamantina, São João del Rei… perlas que han sobrevivido a la falta de respeto que los brasileños sienten por su pasado. Cachoeira es una joya cuyas calles flanqueadas de edificios antiguos milagrosamente conservados descienden hacia el río. Su festival literario anual recibe a autores que vienen del mundo entero para compartir unos días de charlas, comidas y conciertos. Aquí se juntan el Brasil moderno y el antiguo. La organización, a cargo de jóvenes de una edad media que no alcanza los treinta años, es perfecta. Aúnan lo mejor de ambos mundos: son simpáticos, entusiastas y vitalistas, como el pueblo brasileño en general, pero pertenecen a esa amplia clase media muy formada, cosmopolita e hiperconectada que podría darse en cualquier otro país desarrollado. El contraste lo da el entorno, compuesto en un 90% de población negra, en su mayoría pobres, y hasta muy pobres.
Nos alojamos en el Convento do Carmo, parcialmente convertido en hotel tipo parador. Las habitaciones, antiguas celdas encaladas, dan al claustro, que hace de patio y de sala de estar. La otra mitad del convento alberga un museo de arte sacro, uno de los más interesantes del país. La sacristía contiene cinco armarios floridos con cinco estatuas de Cristo en su interior traídos de Macao por un artista de Cachoeira que se fue a las colonias en busca de fortuna. Son Cristos un tanto especiales, con ojos achinados y bigotes que caen en punta de cada lado. Cristos mestizos que simbolizan el ideal brasileño de la mezcla universal.
Sorpresa, López-Soto insiste en presentarme a su novia. No sabía que tuviera una aquí, en un lugar tan remoto. Pero es tan ligón y de gusto tan ecléctico que ya estoy curado de espanto… Me lleva por unas callejuelas hasta una casa cuyas puertas están abiertas, y donde no parece haber nadie. Todo limpísimo y humilde. Entramos en la cocina, en una habitación, en otra…, llamamos, pero no obtenemos respuesta. Finalmente, en el saloncito de la entrada descubrimos el cuerpo tendido de una anciana. López-Soto se ríe al ver mi cara de asombro mientras observo las grandes manos negras de aquella mujer tumbada, sus dedos enormes, el contraste de las yemas blancas, la piel del rostro como cuero arrugado, las mejillas enjutas, los labios anchos, el turbante deshecho. La respiración es profunda, y la cadencia inspira una paz infinita. Permanecemos un buen rato sentados en ese cuarto frente a la Mãe Filhinha, su novia, la gran sacerdotisa del candomblé, que es el rito afrobrasileño de los negros. Una religión que se remonta a los tiempos cuando la Iglesia católica consiguió prohibir los cultos africanos, persiguiendo a sus sacerdotes y a sus fieles. Entonces los esclavos, movidos por la necesidad de proteger sus dioses en esa tierra extranjera, los mezclaron con los santos del cristianismo. Así nació el culto sincrético conocido como candomblé.
La mujer se despierta y nos mira, exactamente igual que si estuviera viendo unos marcianos con antenas sentados en su salón. Pero no dice nada. Nos observamos mutuamente hasta que cierra de nuevo los ojos y empieza a emitir unos ronquidos suaves, puntuados por su respiración acompasada. “Vaya novia te has echado, Soto”, le digo mientras aparecen familiares, que disculpan el cansancio de la gran dama. Y es que la Mãe Filhinha, la madre de santo del mayor grupo de candomblé de Cachoeira, está a punto de cumplir los 109 años. Está cansada por el siglo y pico que lleva a sus espaldas y por los preparativos de su cumpleaños, que promete ser un gran evento y al que nos invitan gracias a los buenos oficios de Soto, que saca una retahíla de fotos de anteriores viajes donde vemos a su novia con unos añitos menos, aunque siempre anciana, dándole grandes abrazos. Es lo bueno de viajar con un fotógrafo viajado, él ya ha pasado por aquí, me abre las puertas y me hace de guía.
El cumpleaños de la Mãe Filhinha fue el más surrealista de los que he presenciado en mi vida. No se cumplen todos los días 109 años. Vestida como una reina, con faldón blanco hasta los tobillos y tocada de un turbante, nos recibió sentada en el terreiro de su casa, un patio encalado donde se llevan a cabo las ceremonias. Recibía con su sonrisa inmensa a los que venían a felicitarla, algunos de pueblos de los alrededores, otros del mismo Salvador. A su alrededor, mujeres más jóvenes, también vestidas de blanco, movían sus caderas al son de unos tambores que un par de afrobrasileños tocaban con destreza. Las sillas se fueron ocupando y pronto el lugar se llenó de gente. Soto y yo éramos los únicos extranjeros, y lo que nos gustó es que no nos hicieron especial caso: no era un sitio para turistas.
Mientras se caldeaba el ambiente aproveché para observar el altar y los accesorios del culto: una estatua de escayola de San Jorge a caballo, asimilado en el panteón del candomblé al orixa Oxossi, dios de la caza. Pronto, al son de los tambores, algunas mujeres se pusieron a temblar, otras miraban fijamente un punto que solo ellas parecían ver. El dios que habían invocado con sus bailes empezaba a tomar posesión de sus cuerpos. Soto y yo acompañábamos dando palmadas y abriendo mucho los ojos. De pronto se oyó un grito agudo, el primer trance. Un joven se cayó y enseguida las mujeres le ayudaron a levantarse. La Mãe Filhinha presidía la función, imperturbable, con la sonrisa tierna de quien lo ha visto ya todo. Como Mãe-de-Santo, su papel consistía en facilitar el paso de los dioses que buscaban su camino entre los cuerpos. De modo que, siempre con un pañuelo empapado de colonia en la mano, secaba el sudor del rostro de las jóvenes que giraban a su alrededor y sostenía a las que vacilaban…
Era como la directora de orquesta de una fiesta que iba subiendo de tono sin que los profanos supiésemos hasta dónde iba a llegar. Nada que ver con las religiones cristiana, budista o hinduista, basadas en la oración individual y el silencio. Esta es una religión del ruido y la ayuda mutua, de la alegría y la música. Aquí los dioses vienen a cantar y a disfrutar en los cuerpos de quienes toman posesión, no a amenazar o a castigar con penitencias. Por primera vez noté que algunos hablaban en dialectos africanos y nada más salir del trance recuperaban la conversación en portugués. El candomblé existe como tradición de un pueblo de esclavos, seres humanos desposeídos de sí mismos que a través del rito recuperaban su identidad colectiva, el vínculo que los unía a su pasado y a sus orígenes, y de allí al mundo. Al cabo de un rato, la Mãe Filhinha se acercó a Soto, le colocó las manos en la frente y le pidió que abriese los brazos, las palmas hacia arriba, y que respirase profundamente. Yo me crucé de brazos, pero enseguida uno de los asistentes me dijo que no, que debía soltarlos, que la energía debía fluir… Pensándolo bien, cruzar los brazos es un reflejo de alguien que se cierra sobre sí mismo, lo que no facilita la libre circulación de los dioses. Y ya está, no pasó nada más, después de Soto me tocó a mí abrir los brazos y cerrar los ojos, y en lugar de dar la bienvenida a algún dios, pensaba en la inmensidad de Brasil, en lo lejos que estábamos en aquel momento de los ultramodernos centros comerciales de São Paulo con sus helipuertos y su deslumbrante lujo, del hospital puntero Albert Einstein, de la vanguardista universidad de Campinas, de la limpia y metódica Curitiba, de la blanca Porto Alegre… Siempre me sorprenderá que este territorio gigantesco, sometido a poderosas fuerzas centrífugas, no se haya fragmentado. Brasileños de edades distintas, razas distintas, niveles de vida diferentes, acentos diversos, comparten el mismo amor a su patria, la misma brasilidade.
Al revés que las colonias españolas, Brasil logró su independencia sin apenas derramamiento de sangre. Más tarde, en 1888, abolió la esclavitud sin el enfrentamiento que había marcado el mismo proceso en los Estados Unidos de América. Y su transición de imperio a república también se hizo suavemente. ¿Cuál es el secreto de Brasil? Quizá sea lo que ellos llaman el jeitinho, concepto que no tiene fácil traducción, pero que se puede explicar por gesto, en el sentido de tener un gesto, de siempre facilitar la salida de una situación, de estar siempre abierto a las concesiones recíprocas. Un pragmatismo que les hace adaptables, como lo han sido a la hora de recibir a hordas de inmigrantes del mundo entero, convirtiendo sus grandes ciudades en algunas de las más cosmopolitas del mundo. Y siempre hay alguna explicación escondida en los pliegues de la historia: quizá los primeros colonos, muy escasos para semejante extensión de tierra, tuvieron que pactar con los autóctonos y aprendieron así a adaptarse a sus costumbres. La fusión total la consiguieron uniéndose a las mujeres locales, a las indias, y luego, a las mulatas y las afrobrasileñas. Mezclarse para sobrevivir: fusionar el otro en una armonía general. Quizá resida allí el éxito de Brasil, un gran país desigual donde la felicidad no parece depender del bienestar económico. Un país homogéneo donde se respira libertad y tolerancia. Donde el desenfado y la alegría se contagian al visitante.
En el avión de regreso, entre Lisboa y Madrid, echo un vistazo a la hoja plastificada que describe el tipo de avión en el que viajamos: es un Embraer 195. Un avión enteramente construido en Brasil y que vuela en aerolíneas del mundo entero, incluidas las españolas…
Hoy, el resultado de aquella determinación se ve por la ventanilla del Airbus: allí abajo desfilan las tierras de Brasil, el país más extenso y poblado de Sudamérica, una de las grandes potencias emergentes del mundo, una nación unida e increíblemente homogénea a pesar de su flagrante –y a veces sangrante– diversidad. Fue precisamente la decisión de aquel rey bonachón lo que propició el nacimiento de Brasil. En España, cuando Carlos IV quiso hacer lo mismo –huir a México para escapar de los franceses y salvar el imperio– ya era demasiado tarde. El resultado está a la vista: el imperio español se desmembró, pero el portugués consiguió mantener sus colonias americanas unidas. Para eso sirven los reyes.
El avión hace un círculo antes de iniciar la maniobra de descenso. Los últimos rayos de sol se reflejan en las aguas del Recôncavo, la bahía que dio su nombre a la ciudad cuando los primeros exploradores, deslumbrados por tanta belleza, fundaron San Salvador de Bahía de Todos Los Santos. Oficialmente Salvador. Pero el pueblo, más identificado con la naturaleza que con Jesús, sigue llamándola Bahía. Es el mismo pueblo, abigarrado y barroco, que recibió a los reyes de Portugal en su huida de Napoleón, después de aquella espantosa travesía. ¡Qué decepción al verlos llegar! “¿Estos son los reyes?”, se preguntaban con ojos muy abiertos los esclavos, los mulatos, los colonos portugueses. Les costaba creer que aquellos individuos sucios, malolientes y todavía medio mareados eran la encarnación de la más alta autoridad del vasto imperio portugués, símbolos de una civilización que había descubierto el mundo. Dicen –¿será leyenda, será verdad?– que a las bahianas les sorprendió mucho el turbante que llevaban la reina, la española Carlota Joaquina de Borbón, y sus damas de compañía. Creyeron que esa debía ser la moda que imperaba en Europa, y la adoptaron. No podían sospechar que la reina llevaba turbante para esconder su cráneo rapado al cero a causa de la plaga de piojos que había invadido el buque.
Hoy Salvador es una ciudad de tres millones de habitantes, algo caótica, que lucha por subirse al tren del desarrollo brasileño. De camino al centro circulamos entre un sinfín de rascacielos a medio acabar, coronados por un bosque de grúas. Muchos de los edificios terminados parecen vacíos… ¿habrá burbuja? Oficialmente no, nos dice el conductor. Se necesitan ocho millones de viviendas para satisfacer la creciente demanda de la nueva clase media brasileña, esa que Lula ha sacado de la pobreza en los últimos veinte años. Pero los hombres de negocio son más escépticos: “Se están construyendo casas para gente que no puede comprarlas”. El caso es que no hay luces en esas moles de hormigón. A mí, la fiebre especulativa a la que se dedican tantos brasileños que compran sobre plano para vender nada más terminada la construcción me trae inevitables recuerdos… todas las burbujas se parecen.
El conductor nos muestra orgulloso el estadio de fútbol en construcción, el modernísimo Arena Fonte Nova, que luce un techo con estructura metálica, además de un restaurante panorámico, un museo del fútbol, tiendas, hoteles y una sala de espectáculos.
Uno no puede menos que preguntarse si estará listo para 2014, así como los accesos, las autopistas, los puentes elevados… Todo está a medio hacer, no solo aquí, sino en las otras grandes ciudades también. Las autopistas están en obras, los aeropuertos son vetustos y están saturados… Ante la inquietud del COI, muchos españoles dicen que si le hubieran dado los Juegos a Madrid, se hubieran ahorrado esa incertidumbre. Pero es fácil ser agorero, y yo me fio: de un país que ha sido capaz de levantar de la nada, en menos de cinco años, su capital –Brasilia– se puede esperar de todo.
Hace veinte años que no venía a esta antigua capital de Brasil, marcada por haber sido durante siglos el centro de importación de esclavos africanos. Depositaria de la cultura negra, guardiana de las tradiciones, es una ciudad mítica, pobre y caótica, que parece resurgir de sus cenizas. Desde que su centro histórico, el Pelourinho, barrio antiguo que debe su nombre a la picota donde encadenaban a los esclavos para azotarlos en público, fue declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco, se han invertido ingentes cantidades de dinero en su rehabilitación. Ya no respira este barrio el hedor de la espantosa miseria de antaño. La zona era tan peligrosa que no había hoteles, estaba tan deteriorada que no existía una sola vivienda sana. Era un conjunto tristón, de fachadas leprosas. Lo recuerdo en blanco y negro, y ahora sin embargo el Pelourinho es en colores.
En las callejuelas pasamos frente a una escuela de samba, un salón de belleza, una pajarería, un restaurante que despide aromas a aceite de coco… El hotel donde nos instalamos el fotógrafo Ángel López-Soto y yo tiene siete habitaciones y es, como su nombre indica, un Solar dos Deuses. Pertenece a un empresario español llamado José Iglesias, que contribuye así al renacer del barrio. Desde las habitaciones, coquetamente decoradas en el más puro estilo colonial, se escuchan los ruidos de la calle, el grito de un vendedor ambulante, la canción de un borracho, la algarabía de niños persiguiéndose. Suben efluvios de sancocho de cangrejo, de tortuga guisada, de acarajés fritos (buñuelos de habichuelas) y demás delicias de la cocina bahiana, rica en especias.
Hace algo más de cien años, desde estas mismas ventanas, cuyas casas pertenecían a los dueños de molinos de azúcar, los habitantes veían azotar a los esclavos. Ahora los descendientes de aquellos esclavos son los que ocupan el barrio, en cuyas callejuelas fermenta una vida oscura y mágica. Este es uno de los conjuntos arquitectónicos más grandes y mejor preservados del mundo. Dicen que cuenta con 365 iglesias, una por cada día del año. Lo curioso es que si ha sobrevivido al paso del tiempo, ha sido gracias a las prostitutas Es precisamente porque el Pelourinho fue refugio de la prostitución callejera más abyecta por lo que el barrio se ha salvado. Ningún empresario quería invertir en un lugar tan mal frecuentado. No en vano los bahianos hablan de “Bahía de Todos los Santos… y de todos los pecados”.
El espectro de Jorge Amado, gigante de la literatura que supo tan bien identificarse con la alegría de su ciudad, planea sobre el Pelourinho. Su antigua casa, convertida en museo, atesora el universo de marineros, ladrones, prostitutas, brujos, vagabundos, niños perdidos y mujeronas generosas que pueblan su prolífica obra. Los intelectuales brasileños le reprochan haber contribuido a ofrecer al mundo una imagen exclusivamente folclórica de su país. Pero eso es olvidar que ha sabido contar la realidad del Brasil profundo con enorme talento. Sabía que el pesimismo es un lujo de ricos, y el optimismo, un don de los pobres. Y él era demasiado optimista para la élite algo acomplejada y estrecha de tan vasto país que mira para otro lado cuando se le recuerda la violencia en la Amazonia, el trabajo esclavo que todavía existe, los mendigos fumadores de crack, la cara oscura del otro Brasil, el que no brilla.
Amado, que tuvo una fe heroica en la vitalidad de su pueblo, a pesar de las condiciones desesperadas de unos pobres que solo salían adelante gracias al crimen y la delincuencia, estaría sonriendo hoy si viese el éxito del Brasil actual. Pero no por ello se olvidaría del lastre que todavía acumula y cuya expresión más abyecta es la violencia que azota las grandes ciudades y las vastas extensiones del interior y que a su vez deriva de la tremenda desigualdad. Hay terratenientes que son dueños de fincas del tamaño de Bélgica y hordas de campesinos sin nada, muchos de ellos agrupados en torno al Movimiento de los Sin Tierra. El misterio es: ¿cómo un país con tanta desigualdad, con tantos desequilibrios regionales y raciales, con tanta violencia, consigue mantenerse tan unido? Porque aquí todos, ricos y pobres, blancos, negros e indígenas, nordestinos o sureños, todos exhiben su brasilidade con inmenso orgullo. Gente simple, amable, abierta, alegre y optimista. La respuesta está en la historia, y en un hecho concreto. Los portugueses consiguieron imponer su idioma en todo el territorio, lo que no consiguieron los españoles ni en México ni en Perú, por ejemplo. De modo que en las callejuelas del Pelourinho solo se oye hablar portugués entre negros y mestizos. Ese es el aglutinante que ha mantenido unida a esta nación tan dispar.
Es curioso cómo en un país con una altísima tasa de analfabetismo existe una literatura casi oral, próxima al cuento, novelas que se pueden leer en voz alta ante una multitud de campesinos y que tienen la capacidad de emocionar y de hacer soñar a gente que nunca lee. En este reino de la televisión sobrevive lo que llaman la literatura de cordel, que engarza con los sueños y las curiosidades de los brasileños pobres. Claro que los mismos que miran a Jorge Amado por encima del hombro desprecian esta literatura del pueblo en oposición a la alta cultura reservada a los iniciados. Todos los países se parecen; todas las élites, también.
Y hablando de literatura, después de haber explorado bien el Pelourinho y haber disfrutado de la otra Bahía, la moderna del litoral con sus bares donde se degustan nécoras con cerveza a precio todavía módico y se escucha samba y bossa nova en garitos animados, donde huele a mar y a marihuana, nos evadimos de la gran urbe para asistir a la Flica, la Feria del Libro de Cachoeira, el festival literario de la pequeña ciudad colonial de Cachoeira, escondida al fondo del Recôncavo, en la desembocadura del río Paraguazú, a sesenta kilómetros de Salvador. Atravesamos campos de palmeras, de árboles de cacao, de caña de azúcar, sembrados de antiguos molinos abandonados. Nos detenemos en Santo Amaro, pueblo del azúcar, con sus casas bajas de estilos colonial y art déco, todas decrépitas. No podemos ver a la carismática doña Canó, conocida en todo Brasil por haber alumbrado dos genios de la música, Caetano Veloso y Maria Bethânia. Nos dicen que está enferma y, en efecto, pocos días después de nuestro paso por el pueblo, la “matriarca”, quien aseguraba que el secreto de la longevidad era vivir rodeado por la gente que uno ama, murió a los 105 años. La despidieron con unos funerales grandiosos.
Cachoeira, en la ribera izquierda del río Paraguazú, es una de las ciudades más bellas del Brasil colonial. Hay muchas otras, sobre todo en el Estado de Minas Gerais, como Ouro Preto, la primera capital, Mariana, Diamantina, São João del Rei… perlas que han sobrevivido a la falta de respeto que los brasileños sienten por su pasado. Cachoeira es una joya cuyas calles flanqueadas de edificios antiguos milagrosamente conservados descienden hacia el río. Su festival literario anual recibe a autores que vienen del mundo entero para compartir unos días de charlas, comidas y conciertos. Aquí se juntan el Brasil moderno y el antiguo. La organización, a cargo de jóvenes de una edad media que no alcanza los treinta años, es perfecta. Aúnan lo mejor de ambos mundos: son simpáticos, entusiastas y vitalistas, como el pueblo brasileño en general, pero pertenecen a esa amplia clase media muy formada, cosmopolita e hiperconectada que podría darse en cualquier otro país desarrollado. El contraste lo da el entorno, compuesto en un 90% de población negra, en su mayoría pobres, y hasta muy pobres.
Nos alojamos en el Convento do Carmo, parcialmente convertido en hotel tipo parador. Las habitaciones, antiguas celdas encaladas, dan al claustro, que hace de patio y de sala de estar. La otra mitad del convento alberga un museo de arte sacro, uno de los más interesantes del país. La sacristía contiene cinco armarios floridos con cinco estatuas de Cristo en su interior traídos de Macao por un artista de Cachoeira que se fue a las colonias en busca de fortuna. Son Cristos un tanto especiales, con ojos achinados y bigotes que caen en punta de cada lado. Cristos mestizos que simbolizan el ideal brasileño de la mezcla universal.
Sorpresa, López-Soto insiste en presentarme a su novia. No sabía que tuviera una aquí, en un lugar tan remoto. Pero es tan ligón y de gusto tan ecléctico que ya estoy curado de espanto… Me lleva por unas callejuelas hasta una casa cuyas puertas están abiertas, y donde no parece haber nadie. Todo limpísimo y humilde. Entramos en la cocina, en una habitación, en otra…, llamamos, pero no obtenemos respuesta. Finalmente, en el saloncito de la entrada descubrimos el cuerpo tendido de una anciana. López-Soto se ríe al ver mi cara de asombro mientras observo las grandes manos negras de aquella mujer tumbada, sus dedos enormes, el contraste de las yemas blancas, la piel del rostro como cuero arrugado, las mejillas enjutas, los labios anchos, el turbante deshecho. La respiración es profunda, y la cadencia inspira una paz infinita. Permanecemos un buen rato sentados en ese cuarto frente a la Mãe Filhinha, su novia, la gran sacerdotisa del candomblé, que es el rito afrobrasileño de los negros. Una religión que se remonta a los tiempos cuando la Iglesia católica consiguió prohibir los cultos africanos, persiguiendo a sus sacerdotes y a sus fieles. Entonces los esclavos, movidos por la necesidad de proteger sus dioses en esa tierra extranjera, los mezclaron con los santos del cristianismo. Así nació el culto sincrético conocido como candomblé.
La mujer se despierta y nos mira, exactamente igual que si estuviera viendo unos marcianos con antenas sentados en su salón. Pero no dice nada. Nos observamos mutuamente hasta que cierra de nuevo los ojos y empieza a emitir unos ronquidos suaves, puntuados por su respiración acompasada. “Vaya novia te has echado, Soto”, le digo mientras aparecen familiares, que disculpan el cansancio de la gran dama. Y es que la Mãe Filhinha, la madre de santo del mayor grupo de candomblé de Cachoeira, está a punto de cumplir los 109 años. Está cansada por el siglo y pico que lleva a sus espaldas y por los preparativos de su cumpleaños, que promete ser un gran evento y al que nos invitan gracias a los buenos oficios de Soto, que saca una retahíla de fotos de anteriores viajes donde vemos a su novia con unos añitos menos, aunque siempre anciana, dándole grandes abrazos. Es lo bueno de viajar con un fotógrafo viajado, él ya ha pasado por aquí, me abre las puertas y me hace de guía.
El cumpleaños de la Mãe Filhinha fue el más surrealista de los que he presenciado en mi vida. No se cumplen todos los días 109 años. Vestida como una reina, con faldón blanco hasta los tobillos y tocada de un turbante, nos recibió sentada en el terreiro de su casa, un patio encalado donde se llevan a cabo las ceremonias. Recibía con su sonrisa inmensa a los que venían a felicitarla, algunos de pueblos de los alrededores, otros del mismo Salvador. A su alrededor, mujeres más jóvenes, también vestidas de blanco, movían sus caderas al son de unos tambores que un par de afrobrasileños tocaban con destreza. Las sillas se fueron ocupando y pronto el lugar se llenó de gente. Soto y yo éramos los únicos extranjeros, y lo que nos gustó es que no nos hicieron especial caso: no era un sitio para turistas.
Mientras se caldeaba el ambiente aproveché para observar el altar y los accesorios del culto: una estatua de escayola de San Jorge a caballo, asimilado en el panteón del candomblé al orixa Oxossi, dios de la caza. Pronto, al son de los tambores, algunas mujeres se pusieron a temblar, otras miraban fijamente un punto que solo ellas parecían ver. El dios que habían invocado con sus bailes empezaba a tomar posesión de sus cuerpos. Soto y yo acompañábamos dando palmadas y abriendo mucho los ojos. De pronto se oyó un grito agudo, el primer trance. Un joven se cayó y enseguida las mujeres le ayudaron a levantarse. La Mãe Filhinha presidía la función, imperturbable, con la sonrisa tierna de quien lo ha visto ya todo. Como Mãe-de-Santo, su papel consistía en facilitar el paso de los dioses que buscaban su camino entre los cuerpos. De modo que, siempre con un pañuelo empapado de colonia en la mano, secaba el sudor del rostro de las jóvenes que giraban a su alrededor y sostenía a las que vacilaban…
Era como la directora de orquesta de una fiesta que iba subiendo de tono sin que los profanos supiésemos hasta dónde iba a llegar. Nada que ver con las religiones cristiana, budista o hinduista, basadas en la oración individual y el silencio. Esta es una religión del ruido y la ayuda mutua, de la alegría y la música. Aquí los dioses vienen a cantar y a disfrutar en los cuerpos de quienes toman posesión, no a amenazar o a castigar con penitencias. Por primera vez noté que algunos hablaban en dialectos africanos y nada más salir del trance recuperaban la conversación en portugués. El candomblé existe como tradición de un pueblo de esclavos, seres humanos desposeídos de sí mismos que a través del rito recuperaban su identidad colectiva, el vínculo que los unía a su pasado y a sus orígenes, y de allí al mundo. Al cabo de un rato, la Mãe Filhinha se acercó a Soto, le colocó las manos en la frente y le pidió que abriese los brazos, las palmas hacia arriba, y que respirase profundamente. Yo me crucé de brazos, pero enseguida uno de los asistentes me dijo que no, que debía soltarlos, que la energía debía fluir… Pensándolo bien, cruzar los brazos es un reflejo de alguien que se cierra sobre sí mismo, lo que no facilita la libre circulación de los dioses. Y ya está, no pasó nada más, después de Soto me tocó a mí abrir los brazos y cerrar los ojos, y en lugar de dar la bienvenida a algún dios, pensaba en la inmensidad de Brasil, en lo lejos que estábamos en aquel momento de los ultramodernos centros comerciales de São Paulo con sus helipuertos y su deslumbrante lujo, del hospital puntero Albert Einstein, de la vanguardista universidad de Campinas, de la limpia y metódica Curitiba, de la blanca Porto Alegre… Siempre me sorprenderá que este territorio gigantesco, sometido a poderosas fuerzas centrífugas, no se haya fragmentado. Brasileños de edades distintas, razas distintas, niveles de vida diferentes, acentos diversos, comparten el mismo amor a su patria, la misma brasilidade.
Al revés que las colonias españolas, Brasil logró su independencia sin apenas derramamiento de sangre. Más tarde, en 1888, abolió la esclavitud sin el enfrentamiento que había marcado el mismo proceso en los Estados Unidos de América. Y su transición de imperio a república también se hizo suavemente. ¿Cuál es el secreto de Brasil? Quizá sea lo que ellos llaman el jeitinho, concepto que no tiene fácil traducción, pero que se puede explicar por gesto, en el sentido de tener un gesto, de siempre facilitar la salida de una situación, de estar siempre abierto a las concesiones recíprocas. Un pragmatismo que les hace adaptables, como lo han sido a la hora de recibir a hordas de inmigrantes del mundo entero, convirtiendo sus grandes ciudades en algunas de las más cosmopolitas del mundo. Y siempre hay alguna explicación escondida en los pliegues de la historia: quizá los primeros colonos, muy escasos para semejante extensión de tierra, tuvieron que pactar con los autóctonos y aprendieron así a adaptarse a sus costumbres. La fusión total la consiguieron uniéndose a las mujeres locales, a las indias, y luego, a las mulatas y las afrobrasileñas. Mezclarse para sobrevivir: fusionar el otro en una armonía general. Quizá resida allí el éxito de Brasil, un gran país desigual donde la felicidad no parece depender del bienestar económico. Un país homogéneo donde se respira libertad y tolerancia. Donde el desenfado y la alegría se contagian al visitante.
En el avión de regreso, entre Lisboa y Madrid, echo un vistazo a la hoja plastificada que describe el tipo de avión en el que viajamos: es un Embraer 195. Un avión enteramente construido en Brasil y que vuela en aerolíneas del mundo entero, incluidas las españolas…
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