Rita Barberá, el mito se tambalea
La alcaldesa de Valencia vive sus momentos más bajos acuciada por los escándalos de corrupción, la crisis y su pérdida de influencia en el seno del PP
Rita Barberá, la alcaldesa de España, título que se ha
ganado a pulso tras cinco victorias electorales consecutivas, atraviesa
sus horas más bajas. A este mito del municipalismo, los objetivos no la
siguen ya para inmortalizarla a lomos de un Ferrari o en
compañía del magnate de la Copa del América Ernesto Bertarelli, sino
para preguntarle si recibió bolsos de lujo de la red Gürtel o de los
directivos de Emarsa, la depuradora metropolitana donde se malversaron
durante años los caudales públicos sin levantar la más mínima sospecha
entre sus responsables políticos.
Monárquica por convicción e incluso por devoción, Barberá se enfrenta estos días a declaraciones y correos que apuntan a que fueron ella y el expresidente de la Generalitat y amigo Francisco Camps, los que supuestamente abrieron las puertas de las Administraciones públicas al duque de Palma y a su entonces socio Diego Torres para que organizasen un foro sobre eventos deportivos llamado Valencia Summit y la candidatura a unos Juegos Europeos. Un proyecto, este último, que no salió a la luz pero costó 382.000 euros a las arcas públicas valencianas, según recoge la instrucción judicial del caso Nóos. Unos escándalos que siembran de nubarrones el final de su dilatada carrera política.
Pero esta política de vena populista y prodigioso olfato, a la que el Partido Popular debe en gran parte su éxito electoral, ha tenido siempre buena estrella. “Su imagen de imbatible, bien ganada ante la oposición socialista que nunca confió sincera y seriamente en arrebatarle el bastón de mando, se ha agigantado así a la categoría de mito. Casi una obsesión para sus opositores”, describe el periodista Salvador Barber en su libro Rita Barberá. La dama de rojo de la España azul, una biografía no autorizada de la dirigente del PP.
Diputada a las Cortes Valencianas desde 1983, cofundadora de Alianza Popular en la Comunidad Valenciana y presidenta del partido hasta 1990, en que le cedió el testigo a Pedro Agramunt por decisión de Manuel Fraga, uno de sus grandes referentes políticos, Barberá aceptó encabezar la candidatura del PP a las elecciones locales de 1991 cuando otros notables como Manuel Broseta o Leopoldo Ortiz no se la jugaron ante una derrota que parecía segura. Barberá no fue la candidata más votada pero se alzó con la vara de mando gracias a la coalición con Unión Valenciana que se quedó a solo un concejal del PP.
Su oponente socialista en aquellos primeros comicios, Clementina Ródenas, le ganó por unas decenas de miles de votos, pero el fulgurante ascenso del partido del blaverismo fue lo que aupó a Barberá a la alcaldía de la tercera capital española.
Solo un año después de su elección, la regidora tuvo que lidiar con una amenaza de moción de censura después de que Francisco Martínez León, concejal de UV, amagase con apoyar al bloque de PSPV-PSOE y EU, que sumaba únicamente un edil menos que la coalición de gobierno PP-UV. Al final nunca se llegó a presentar. Fue decisiva, al parecer, la intervención del entonces alcalde de Benidorm, Eduardo Zaplana, años más tarde presidente de la Generalitat.
A partir de entonces, Barberá tuvo que preocuparse del líder de los regionalistas, su número dos en el Consistorio, Vicente González Lizondo, que la siguió a sol y sombra en un intento de que no lo engullera en la siguiente cita electoral. Pero así pasó. El abrazo del oso que le dió el PP acabó por devorar al partido regionalista. Aun hoy Barberá sienta en el gobierno local a antiguos dirigentes de UV; uno de ellos, Alfonso Novo, acaba de ser elegido presidente local del PP .
Escapó a la moción de censura y a un posible contratiempo con la Hacienda Pública, según fuentes socialistas, cuando por esa época tuvo que presentar una declaración complementaria de ingresos que no declaró en ejercicios anteriores. Estos han sido, junto a los escándalos que ahora la rodean, los únicos traspiés de su carrera política.
Los populares saborearon su primera mayoría absoluta en Valencia en 1995. La crisis de los años 90 no le permitió grandes alardes a la alcaldesa pero, hecha la digestión, se benefició de uno de los periodos de bonanza económica más largos de los conocidos en España. Y hasta que el sueño se hizo pedazos, a partir de 2007, Barberá gobernó con viento de cola. Fiel al ala más conservadora de su partido, se dedicó a deshacer el legado de su predecesor, el socialista Ricard Pérez Casado, o a adueñarse de él.
Valencia perdió esa vocación de centralidad mediterránea que Pérez Casado intentó imprimirle para darle personalidad. En ese contexto murió la Trobada de Música del Mediterrani mientras conservó la Mostra de Cine que pasó de festival de vanguardia —es cierto, que iba dirigido a un público experto— sobre cine realizado en países de ambas orillas del Mediterráneo, a traer a golpe de talón a estrellas consagradas con las que Barberá se fotografiaba en la alfombra roja como Catherine Deneuve, Daryl Hannah o Lauren Bacall, pero también con folclóricas como Isabel Pantoja. Perdidas todas sus señas de identidad, Barberá dio la puntilla a la Mostra en 2011 con los recortes de coartada.
Durante años, Barberá ha vivido de las rentas de proyectos diseñados por la anterior Administración socialista: el Jardín del Turia, en el antiguo cauce del río, el Palau de la Música, el Paseo Marítimo de Valencia y el inicio de la Ciudad de las Ciencias de Santiago Calatrava.
La alcaldesa comenzó a esbozar ese proyecto de la gran Valencia con el que soñaba. “Venid conmigo que yo os llevaré al nuevo siglo de oro de Valencia”, era su idea. La regidora ambicionaba la transformación que la Expo'92 y los Juegos Olímpicos habían supuesto para Sevilla y Barcelona. Quería lo mismo pero no lo consiguió bajo gobiernos del PSOE ni, curiosamente, con los de su propio partido, el PP.
Se empeñó en la candidatura a unos Juegos Mediterráneos que no fructificó. Luego llegó el Tercer Milenio, una cumbre sobre los desafíos el nuevo milenio por la que pasó un buen número de premios Nobel y de escritores como Umberto Eco, y otros eventos parecidos, pero su gran triunfo fue convertir Valencia en la sede de la 32º Copa del América, una de las competiciones náuticas más legendarias del mundo, con millones de seguidores. “Valencia será el referente turístico del Mediterráneo si acoge la Copa”, aventuró 13 días antes de que Valencia se alzase como capital ganadora. “Es mi mayor logro”, confesó. En la cabeza de la regidora tomaba forma un modelo turístico parecido al de Mónaco.
A rebufo de la prueba, Barberá arrancó al Gobierno español del socialista José Luis Rodríguez Zapatero —en la Moncloa desde su inesperada victoria de 2004— las obras portuarias necesarias para que la competición se disputase, aunque aun hoy se deban todas a los bancos, y por un corto espacio de tiempo Valencia se pareció al principado de los Grimaldi, con megayates de lujo amarrados junto a la dársena y magnates y celebridades recalando en el cap i casal.
La última regata acabó con la victoria del equipo americano Oracle y la sede de la copa de las cien guineas volvió a San Francisco. Desde entonces la marina real, que Rita describió como la “perla del Mediterráneo”, se deteriora vacía de contenido.
“Como buena populista, a Rita Barberá siempre le resultó fácil vender sueños de grandeza y, desde el principio, encontró en nuestro Segle d’Or el referente ad hoc”, escribe el economista Josep Sorribes en su libro Rita Barberá, el pensamiento vacío. La regidora se ha especializado en vender un modelo de realidad virtual que no es más que humo. “No hay nada detrás”, reflexiona Sorribes.
Es curioso que la alcaldesa del cap i casal, con su gran devoción por Valencia, no hable ni una sola palabra en valenciano y el detalle no le reste crédito. Con mano de hierro, en sus más de 20 años de mandato, ha condenado al anonimato la cultura de vanguardia de Valencia en favor de festejos religiosos y falleros.
Es también la alcaldesa que tiene vacía la plaza más céntrica de la capital a excepción de los 19 o 20 días al año que acoge las mascletades de Fallas. Dirige una capital tan contaminada lumínicamente por la noche que se identifica con facilidad en las imágenes por satélite. Ha convertido un problema local, como es el futuro del barrio de El Cabanyal, en uno internacional. Y un tribunal ha tenido que obligarla a retirar los títulos honoríficos al general Francisco Franco.
Es una alcaldesa sin complejos, exagerada cuando halaga y cuando denosta. Bien lo sabe el expresidente Rodríguez Zapatero, al que hostigó hasta la extenuación para desgastarlo frente a su líder Mariano Rajoy. Le dedicó frases feroces cuando el suyo fue uno de los gobiernos centrales que más invirtió en la ciudad \[en esta ocasión por la construcción del AVE\]. Su tono rozó el paroxismo cuando en 2008 ironizó sobre si los pasajeros del AVE tendrían que tirarse por las ventanillas dado que la estación definitiva de César Portela se retrasaba respecto a la llegada del tren.
En 2010, la alcaldesa soltaba otro exabrupto sobre Zapatero cuando el Gobierno le anunció que tenía que devolver el exceso de ingresos a cuenta que había recibido del Estado por un error de cálculo. “Incompetente, ignorante, inmoral político y miserable”, llamó al expresidente. “Que pongan a otro que no mienta tanto y que no se pegue al sillón. Comprendo que su mujer esté harta”, agregó sin pelos en la lengua. Algún grupo de la oposición hizo incluso una antología del disparate de Barberá.
Pasados los años y con su amigo y presidente del partido Mariano Rajoy sentado en la Moncloa, Barberá ha reducido la reivindicación a su mínima expresión. “Con Zapatero se asemejaba a El Palleter pero con Rajoy agacha la cabeza”, le critican los socialistas.
En una de las conversaciones telefónicas que se oyeron en el juicio de los trajes a Camps y al dirigente popular Ricardo Costa que EL PAÍS publicó tiempo antes, Álvaro Pérez, El Bigotes, responsable de Orange Market en Valencia, dijo en alusión a Rita Barberá: “Le voy a comprar un bolso de Louis Vuitton… Me voy a gastar menos que el año pasado”. La regidora se querelló contra este diario por publicar la conversación. Perdió la querella. Todo un alarde judicial cuando solo unos meses después, a preguntas de los periodistas, reconocería que un bolso de Vuitton es “un regalo absolutamente habitual”.
Su apoyo incondicional a Francisco Camps le costó a Barberá, tras la dimisión del expresidente de la Generalitat por el juicio de los trajes, un desgaste notable en su propio partido. “Todos los políticos de este país, del primero al último, reciben regalos”, terció entonces. Un deterioro que evidenció en la cena de inicio de curso del PP regional, en septiembre de 2011, donde Barberá amenazó con presentarse de cabeza de lista al Congreso en las generales de ese año si Génova no prestaba mayor atención al PP valenciano. Ni se postuló para liderar la candidatura al Congreso, ni Génova ofreció un trato mejor al PP valenciano del que profesaba. Sin embargo, el propio Mariano Rajoy, en octubre del año pasado, hizo que buena parte de su Gobierno arropase a la alcaldesa de Valencia en una conferencia pronunciada en Madrid que le sirvió para rehabilitar su deteriorada imagen. Allí, agasajada por los suyos, prometió que repetiría como candidata a la alcaldía en 2015.
Pero Rita Barberá forma parte del ADN del PP valenciano. Respetada, admirada y temida a la vez, la alcaldesa es de una generación distinta a la de quienes ahora gobiernan el partido en la Comunidad Valenciana. “Nadie le dirá que ha llegado el momento de retirarse, pero cada vez son más quienes creen que será muy difícil que pueda agotar un mandato más después de 25 años al frente de una ciudad como Valencia”, admite un alto cargo del PP valenciano.
Ahora, tras apuntarse —a través de correos y declaraciones de los imputados— que participó activamente en la organización de los eventos de Nóos, Barberá está más débil que nunca y su influencia en el Consell de Alberto Fabra \[con quien no se entiende\] es limitada. “Es probable que aspire a controlar la transición el día que decida retirarse, pero habrá que ver qué influencia tiene para entonces”, señala un diputado del PP. Ella repite lo mismo desde hace años: “Las cosas son como son y no como les gustaría a algunos…”, reitera como cada vez que se la vincula con algún escándalo político.
Monárquica por convicción e incluso por devoción, Barberá se enfrenta estos días a declaraciones y correos que apuntan a que fueron ella y el expresidente de la Generalitat y amigo Francisco Camps, los que supuestamente abrieron las puertas de las Administraciones públicas al duque de Palma y a su entonces socio Diego Torres para que organizasen un foro sobre eventos deportivos llamado Valencia Summit y la candidatura a unos Juegos Europeos. Un proyecto, este último, que no salió a la luz pero costó 382.000 euros a las arcas públicas valencianas, según recoge la instrucción judicial del caso Nóos. Unos escándalos que siembran de nubarrones el final de su dilatada carrera política.
Pero esta política de vena populista y prodigioso olfato, a la que el Partido Popular debe en gran parte su éxito electoral, ha tenido siempre buena estrella. “Su imagen de imbatible, bien ganada ante la oposición socialista que nunca confió sincera y seriamente en arrebatarle el bastón de mando, se ha agigantado así a la categoría de mito. Casi una obsesión para sus opositores”, describe el periodista Salvador Barber en su libro Rita Barberá. La dama de rojo de la España azul, una biografía no autorizada de la dirigente del PP.
Diputada a las Cortes Valencianas desde 1983, cofundadora de Alianza Popular en la Comunidad Valenciana y presidenta del partido hasta 1990, en que le cedió el testigo a Pedro Agramunt por decisión de Manuel Fraga, uno de sus grandes referentes políticos, Barberá aceptó encabezar la candidatura del PP a las elecciones locales de 1991 cuando otros notables como Manuel Broseta o Leopoldo Ortiz no se la jugaron ante una derrota que parecía segura. Barberá no fue la candidata más votada pero se alzó con la vara de mando gracias a la coalición con Unión Valenciana que se quedó a solo un concejal del PP.
Su oponente socialista en aquellos primeros comicios, Clementina Ródenas, le ganó por unas decenas de miles de votos, pero el fulgurante ascenso del partido del blaverismo fue lo que aupó a Barberá a la alcaldía de la tercera capital española.
Solo un año después de su elección, la regidora tuvo que lidiar con una amenaza de moción de censura después de que Francisco Martínez León, concejal de UV, amagase con apoyar al bloque de PSPV-PSOE y EU, que sumaba únicamente un edil menos que la coalición de gobierno PP-UV. Al final nunca se llegó a presentar. Fue decisiva, al parecer, la intervención del entonces alcalde de Benidorm, Eduardo Zaplana, años más tarde presidente de la Generalitat.
A partir de entonces, Barberá tuvo que preocuparse del líder de los regionalistas, su número dos en el Consistorio, Vicente González Lizondo, que la siguió a sol y sombra en un intento de que no lo engullera en la siguiente cita electoral. Pero así pasó. El abrazo del oso que le dió el PP acabó por devorar al partido regionalista. Aun hoy Barberá sienta en el gobierno local a antiguos dirigentes de UV; uno de ellos, Alfonso Novo, acaba de ser elegido presidente local del PP .
Escapó a la moción de censura y a un posible contratiempo con la Hacienda Pública, según fuentes socialistas, cuando por esa época tuvo que presentar una declaración complementaria de ingresos que no declaró en ejercicios anteriores. Estos han sido, junto a los escándalos que ahora la rodean, los únicos traspiés de su carrera política.
Los populares saborearon su primera mayoría absoluta en Valencia en 1995. La crisis de los años 90 no le permitió grandes alardes a la alcaldesa pero, hecha la digestión, se benefició de uno de los periodos de bonanza económica más largos de los conocidos en España. Y hasta que el sueño se hizo pedazos, a partir de 2007, Barberá gobernó con viento de cola. Fiel al ala más conservadora de su partido, se dedicó a deshacer el legado de su predecesor, el socialista Ricard Pérez Casado, o a adueñarse de él.
Valencia perdió esa vocación de centralidad mediterránea que Pérez Casado intentó imprimirle para darle personalidad. En ese contexto murió la Trobada de Música del Mediterrani mientras conservó la Mostra de Cine que pasó de festival de vanguardia —es cierto, que iba dirigido a un público experto— sobre cine realizado en países de ambas orillas del Mediterráneo, a traer a golpe de talón a estrellas consagradas con las que Barberá se fotografiaba en la alfombra roja como Catherine Deneuve, Daryl Hannah o Lauren Bacall, pero también con folclóricas como Isabel Pantoja. Perdidas todas sus señas de identidad, Barberá dio la puntilla a la Mostra en 2011 con los recortes de coartada.
Durante años, Barberá ha vivido de las rentas de proyectos diseñados por la anterior Administración socialista: el Jardín del Turia, en el antiguo cauce del río, el Palau de la Música, el Paseo Marítimo de Valencia y el inicio de la Ciudad de las Ciencias de Santiago Calatrava.
La alcaldesa comenzó a esbozar ese proyecto de la gran Valencia con el que soñaba. “Venid conmigo que yo os llevaré al nuevo siglo de oro de Valencia”, era su idea. La regidora ambicionaba la transformación que la Expo'92 y los Juegos Olímpicos habían supuesto para Sevilla y Barcelona. Quería lo mismo pero no lo consiguió bajo gobiernos del PSOE ni, curiosamente, con los de su propio partido, el PP.
Se empeñó en la candidatura a unos Juegos Mediterráneos que no fructificó. Luego llegó el Tercer Milenio, una cumbre sobre los desafíos el nuevo milenio por la que pasó un buen número de premios Nobel y de escritores como Umberto Eco, y otros eventos parecidos, pero su gran triunfo fue convertir Valencia en la sede de la 32º Copa del América, una de las competiciones náuticas más legendarias del mundo, con millones de seguidores. “Valencia será el referente turístico del Mediterráneo si acoge la Copa”, aventuró 13 días antes de que Valencia se alzase como capital ganadora. “Es mi mayor logro”, confesó. En la cabeza de la regidora tomaba forma un modelo turístico parecido al de Mónaco.
A rebufo de la prueba, Barberá arrancó al Gobierno español del socialista José Luis Rodríguez Zapatero —en la Moncloa desde su inesperada victoria de 2004— las obras portuarias necesarias para que la competición se disputase, aunque aun hoy se deban todas a los bancos, y por un corto espacio de tiempo Valencia se pareció al principado de los Grimaldi, con megayates de lujo amarrados junto a la dársena y magnates y celebridades recalando en el cap i casal.
La última regata acabó con la victoria del equipo americano Oracle y la sede de la copa de las cien guineas volvió a San Francisco. Desde entonces la marina real, que Rita describió como la “perla del Mediterráneo”, se deteriora vacía de contenido.
“Como buena populista, a Rita Barberá siempre le resultó fácil vender sueños de grandeza y, desde el principio, encontró en nuestro Segle d’Or el referente ad hoc”, escribe el economista Josep Sorribes en su libro Rita Barberá, el pensamiento vacío. La regidora se ha especializado en vender un modelo de realidad virtual que no es más que humo. “No hay nada detrás”, reflexiona Sorribes.
Es curioso que la alcaldesa del cap i casal, con su gran devoción por Valencia, no hable ni una sola palabra en valenciano y el detalle no le reste crédito. Con mano de hierro, en sus más de 20 años de mandato, ha condenado al anonimato la cultura de vanguardia de Valencia en favor de festejos religiosos y falleros.
Es también la alcaldesa que tiene vacía la plaza más céntrica de la capital a excepción de los 19 o 20 días al año que acoge las mascletades de Fallas. Dirige una capital tan contaminada lumínicamente por la noche que se identifica con facilidad en las imágenes por satélite. Ha convertido un problema local, como es el futuro del barrio de El Cabanyal, en uno internacional. Y un tribunal ha tenido que obligarla a retirar los títulos honoríficos al general Francisco Franco.
Es una alcaldesa sin complejos, exagerada cuando halaga y cuando denosta. Bien lo sabe el expresidente Rodríguez Zapatero, al que hostigó hasta la extenuación para desgastarlo frente a su líder Mariano Rajoy. Le dedicó frases feroces cuando el suyo fue uno de los gobiernos centrales que más invirtió en la ciudad \[en esta ocasión por la construcción del AVE\]. Su tono rozó el paroxismo cuando en 2008 ironizó sobre si los pasajeros del AVE tendrían que tirarse por las ventanillas dado que la estación definitiva de César Portela se retrasaba respecto a la llegada del tren.
En 2010, la alcaldesa soltaba otro exabrupto sobre Zapatero cuando el Gobierno le anunció que tenía que devolver el exceso de ingresos a cuenta que había recibido del Estado por un error de cálculo. “Incompetente, ignorante, inmoral político y miserable”, llamó al expresidente. “Que pongan a otro que no mienta tanto y que no se pegue al sillón. Comprendo que su mujer esté harta”, agregó sin pelos en la lengua. Algún grupo de la oposición hizo incluso una antología del disparate de Barberá.
Pasados los años y con su amigo y presidente del partido Mariano Rajoy sentado en la Moncloa, Barberá ha reducido la reivindicación a su mínima expresión. “Con Zapatero se asemejaba a El Palleter pero con Rajoy agacha la cabeza”, le critican los socialistas.
En una de las conversaciones telefónicas que se oyeron en el juicio de los trajes a Camps y al dirigente popular Ricardo Costa que EL PAÍS publicó tiempo antes, Álvaro Pérez, El Bigotes, responsable de Orange Market en Valencia, dijo en alusión a Rita Barberá: “Le voy a comprar un bolso de Louis Vuitton… Me voy a gastar menos que el año pasado”. La regidora se querelló contra este diario por publicar la conversación. Perdió la querella. Todo un alarde judicial cuando solo unos meses después, a preguntas de los periodistas, reconocería que un bolso de Vuitton es “un regalo absolutamente habitual”.
Su apoyo incondicional a Francisco Camps le costó a Barberá, tras la dimisión del expresidente de la Generalitat por el juicio de los trajes, un desgaste notable en su propio partido. “Todos los políticos de este país, del primero al último, reciben regalos”, terció entonces. Un deterioro que evidenció en la cena de inicio de curso del PP regional, en septiembre de 2011, donde Barberá amenazó con presentarse de cabeza de lista al Congreso en las generales de ese año si Génova no prestaba mayor atención al PP valenciano. Ni se postuló para liderar la candidatura al Congreso, ni Génova ofreció un trato mejor al PP valenciano del que profesaba. Sin embargo, el propio Mariano Rajoy, en octubre del año pasado, hizo que buena parte de su Gobierno arropase a la alcaldesa de Valencia en una conferencia pronunciada en Madrid que le sirvió para rehabilitar su deteriorada imagen. Allí, agasajada por los suyos, prometió que repetiría como candidata a la alcaldía en 2015.
Pero Rita Barberá forma parte del ADN del PP valenciano. Respetada, admirada y temida a la vez, la alcaldesa es de una generación distinta a la de quienes ahora gobiernan el partido en la Comunidad Valenciana. “Nadie le dirá que ha llegado el momento de retirarse, pero cada vez son más quienes creen que será muy difícil que pueda agotar un mandato más después de 25 años al frente de una ciudad como Valencia”, admite un alto cargo del PP valenciano.
Ahora, tras apuntarse —a través de correos y declaraciones de los imputados— que participó activamente en la organización de los eventos de Nóos, Barberá está más débil que nunca y su influencia en el Consell de Alberto Fabra \[con quien no se entiende\] es limitada. “Es probable que aspire a controlar la transición el día que decida retirarse, pero habrá que ver qué influencia tiene para entonces”, señala un diputado del PP. Ella repite lo mismo desde hace años: “Las cosas son como son y no como les gustaría a algunos…”, reitera como cada vez que se la vincula con algún escándalo político.
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