Había una vez una crisis
El relato que llevamos contándonos desde hace ya más de cinco años empieza a producir fatiga, indiferencia o hartazgo porque “dura demasiado”. Y empieza a surgir la funesta sospecha de que nunca llegaremos al final
Hay que reconocer que, desde el punto de vista narratológico, este
relato de la crisis económica en el que llevamos sumidos ya más de cinco
años está bastante bien traído. Cuenta con una gigantesca adversidad
inicial (la explosión de la burbuja inmobiliaria y la consiguiente
crisis de la deuda bancaria) y con una gran meta final a modo de desafío
del destino (el equilibrio presupuestario); tiene sus héroes esforzados
y dispuestos al sacrificio (los pueblos endeudados y cada vez más
recortados, y los líderes políticos que los conducen por la estrecha
senda de la austeridad) y sus adversarios malignos (los “mercados” y los
“inversores”, ciegos ante cualquier cosa que no sea el beneficio
inmediato, en santa alianza con el espíritu prusiano), cada uno de los
cuales tiene a su vez aliados ambivalentes (los movimientos populistas y
los ultraliberales, ambos siempre ofuscados); y dispone de numerosos
mecanismos de aumento de la tensión en forma de fluctuación de las
primas de riesgo, y de un depósito muy nutrido de episódicos “giros
inesperados de la fortuna” prestos a quebrantar las fronteras de la
verosimilitud para impedir que decaiga la atención. Para evitar
cualquier intento de buscar desenlaces simples o alternativos e
interpretaciones fáciles, se ha ganado la reputación de una intrincada
complejidad de su trama (que hace las veces de lo que en los mitos era
la conspiración de los dioses y las parcas y en las religiones
monoteístas el plan de Dios) a fuerza de catapultar al estrellato a una
nueva raza de narradores que ha desplazado tanto a los poetas y a los
novelistas como a los periodistas: la estirpe de los asesores
financieros, que ahora ocupan el lugar de los oráculos a la hora de
hacer profecías crípticas y enigmáticas o de los teólogos e ideólogos a
la de ofrecer explicaciones insondables, hondamente técnicas y
convenientemente confusas, que sirven de entretenimiento (ya que de
consuelo es imposible) a quienes lo han perdido todo por culpa de tan
enmarañada y misteriosa cadena de oscuros acontecimientos nombrados en
inglés.
Pese a ello, desde hace algún tiempo venimos notando un cierto
cansancio narrativo, una especie de fatiga que ya se ha convertido un
poco en hartazgo y otro poco en indiferencia. Una manera de comprender
el desgaste de credibilidad de un relato sin embargo tan brillante es la
que se expresa en la sensación generalizada de que “dura demasiado”.
Desde la Poética de Aristóteles se sabe que la excesiva
longitud es uno de los defectos por donde una construcción épica puede
venirse abajo. Pero la sensación de que el relato está resultando
demasiado largo no hace más que traducir al lenguaje cronométrico una
sospecha más funesta: la de que —precisamente porque la madeja está tan
embrollada y sus nudos son tan retorcidos, como sucede con algunos de
los “escándalos” con los que también se nos amenizan las últimas
jornadas— nunca llegaremos al final. O, dicho más claramente: la
sospecha de que no se trata en absoluto de llegar a ningún final, de que
no hay ningún final al que llegar o de que, si lo hay, hace ya tiempo
que lo hemos alcanzado. De los mitos es corriente (y sensato) decir que
no hay que juzgarlos por su referencia a unos supuestos “hechos
históricos”, sino por su eficacia simbólica, lo que muy bien puede
significar “por su eficacia para justificar ciertas acciones, conductas y
reglas sociales”. En el caso que nos ocupa, quizá debiéramos también
evaluar este relato de la crisis no por su verdad sino por su eficacia
simbólica. Entonces comprenderíamos que, sin necesidad alguna de ser
cierto (o, lo que es lo mismo, sin necesidad de que los héroes, los
villanos, los aliados o las metas sean exactamente los que ostentan
dichos papeles en el drama), puede cumplir muy competentemente una
función legitimadora de ciertas acciones que, de no estar mediadas por
ese relato, resultarían difícilmente explicables y hasta del todo
increíbles. Por lo que sabemos, hasta ahora ha servido para dejar sin
expectativas a buena parte de los jóvenes del país, para despojar de su
empleo o de su vivienda a amplias capas de la población, para mutilar,
descualificar y desacreditar a todas las instituciones de naturaleza
pública (incluidos los servicios públicos como sanidad, educación o
justicia) y para empobrecer a las clases medias y miserabilizar a las
más desfavorecidas. Y aunque, como habría dicho cierto pensador escocés
de bien ganada fama, el vínculo particular entre cada uno de estos
desastres y su supuesta causa (la crisis económica) es, pese a los
esfuerzos de los analistas financieros, inobservable, basta la
imposición ideológica de la consigna que lleva en su publicidad un
diario gratuito (quizá ya todos lo son en algún sentido), es decir, que
“todo está conectado con todo” en un mundo globalizado, para mantener la
obra en cartel y el relato en marcha.
He aquí, pues, una posible razón para explicar la fatiga narrativa que empieza a minar la credibilidad de esta historia tan bien construida: una vez que el relato ha servido ya para instaurar un nuevo régimen cuyo parecido con la democracia parlamentaria avanzada y el Estado de derecho pronto será solamente superficial, una vez que se ha impuesto la reducción de todo lo público a la lógica, no solamente de la empresa privada, sino de cierto tipo de empresa tecnológicamente deslocalizada, inmune al fisco e infinitamente flexible y voluble en todos sus parámetros, convirtiendo a los Estados-nación y a las uniones políticas (con todas sus instituciones a las espaldas) en gigantescos zombis anacrónicos y derrochadores que se avergüenzan de su mera existencia debido al retraso que llevan en esa operación de “reducción”. Una vez alcanzado este logro ya empieza a ser prescindible seguir fomentando la creencia en un “gran final” del relato (la ansiada “recuperación económica”) o en la inminente conquista de algunas plazas decisivas (tal o cual cifra de déficit público, tal o cual indicador de crecimiento del PIB), cada vez más inverosímiles. Es totalmente coherente con nuestro tiempo este tipo de narración que, a diferencia de los folletines y novelas de antaño, no acaba porque haya llegado al final, al desenlace del argumento sino, como las comedias de situación o las series televisivas, porque la audiencia, saturada, empieza a abandonarla y la publicidad huye en busca de mejores oportunidades. Así como Richard Sennett hablaba de “corrosión del carácter” para describir las consecuencias ético-psicológicas del capitalismo flexible, que impide a sus personajes contar una historia con principio, nudo y desenlace, quizá quepa observar las consecuencias ahora ostensibles de este relato de la crisis (el auge de los payasos populistas, los salvadores de la patria, los contables mafiosos y los duques empalmados) no como un episodio más de corrupción política (un clásico del discurso periodístico contemporáneo), sino como un síntoma de la corrupción de la política y, por tanto, de la corrosión del espíritu cívico. Los think tanks no se estrujan hoy los sesos buscando la manera de aminorar el descontento, sino que calculan cuál será la mejor estrategia para capitalizar un malestar que no tienen previsto curar. Las soluciones de moda en esta tesitura no pasan ya por cambiar de política, sino por cambiar de país, de continente, de monarca o de líder.
Quienes aún se afanan en encontrarle defectos narrativos a este relato dominante que está llegando a su punto de agotamiento (pero de agotamiento por éxito), sorprendiéndose de tanto en tanto de la “falta de resistencia” ante la instauración del nuevo régimen (ya sea porque la resistencia es numéricamente escasa, ya porque suscita más miedo que adhesión), olvidan dos cosas. La primera, la poderosísima fuerza del aguijón del remordimiento, la culpa y la mala conciencia (“hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades”) a la hora de minar, vencer o contener esa resistencia, lo que muy probablemente significa que quienes no vivieron por encima de sus posibilidades (y tendrían todo el derecho del mundo a la indignación), sea cual fuera su puesto en la escala social, debieron de ser más bien pocos. La segunda: que el triunfo de este relato se debe también a que las narraciones que podrían presentarse como alternativas para explicar nuestra situación (como la de “la pérdida de las esencias” o la de “la maldad del imperialismo”) son mucho peores; no porque sean menos ciertas, pues a la verdad no se le ha repartido papel alguno en esta farsa, sino porque su capacidad de legitimación de conductas y reglas está aún más agotada y resulta mucho más sospechosa.
Los asesores financieros ocupan ahora el lugar de los oráculos a la hora de hacer profecías crípticas
He aquí, pues, una posible razón para explicar la fatiga narrativa que empieza a minar la credibilidad de esta historia tan bien construida: una vez que el relato ha servido ya para instaurar un nuevo régimen cuyo parecido con la democracia parlamentaria avanzada y el Estado de derecho pronto será solamente superficial, una vez que se ha impuesto la reducción de todo lo público a la lógica, no solamente de la empresa privada, sino de cierto tipo de empresa tecnológicamente deslocalizada, inmune al fisco e infinitamente flexible y voluble en todos sus parámetros, convirtiendo a los Estados-nación y a las uniones políticas (con todas sus instituciones a las espaldas) en gigantescos zombis anacrónicos y derrochadores que se avergüenzan de su mera existencia debido al retraso que llevan en esa operación de “reducción”. Una vez alcanzado este logro ya empieza a ser prescindible seguir fomentando la creencia en un “gran final” del relato (la ansiada “recuperación económica”) o en la inminente conquista de algunas plazas decisivas (tal o cual cifra de déficit público, tal o cual indicador de crecimiento del PIB), cada vez más inverosímiles. Es totalmente coherente con nuestro tiempo este tipo de narración que, a diferencia de los folletines y novelas de antaño, no acaba porque haya llegado al final, al desenlace del argumento sino, como las comedias de situación o las series televisivas, porque la audiencia, saturada, empieza a abandonarla y la publicidad huye en busca de mejores oportunidades. Así como Richard Sennett hablaba de “corrosión del carácter” para describir las consecuencias ético-psicológicas del capitalismo flexible, que impide a sus personajes contar una historia con principio, nudo y desenlace, quizá quepa observar las consecuencias ahora ostensibles de este relato de la crisis (el auge de los payasos populistas, los salvadores de la patria, los contables mafiosos y los duques empalmados) no como un episodio más de corrupción política (un clásico del discurso periodístico contemporáneo), sino como un síntoma de la corrupción de la política y, por tanto, de la corrosión del espíritu cívico. Los think tanks no se estrujan hoy los sesos buscando la manera de aminorar el descontento, sino que calculan cuál será la mejor estrategia para capitalizar un malestar que no tienen previsto curar. Las soluciones de moda en esta tesitura no pasan ya por cambiar de política, sino por cambiar de país, de continente, de monarca o de líder.
Quienes aún se afanan en encontrarle defectos narrativos a este relato dominante que está llegando a su punto de agotamiento (pero de agotamiento por éxito), sorprendiéndose de tanto en tanto de la “falta de resistencia” ante la instauración del nuevo régimen (ya sea porque la resistencia es numéricamente escasa, ya porque suscita más miedo que adhesión), olvidan dos cosas. La primera, la poderosísima fuerza del aguijón del remordimiento, la culpa y la mala conciencia (“hemos estado viviendo por encima de nuestras posibilidades”) a la hora de minar, vencer o contener esa resistencia, lo que muy probablemente significa que quienes no vivieron por encima de sus posibilidades (y tendrían todo el derecho del mundo a la indignación), sea cual fuera su puesto en la escala social, debieron de ser más bien pocos. La segunda: que el triunfo de este relato se debe también a que las narraciones que podrían presentarse como alternativas para explicar nuestra situación (como la de “la pérdida de las esencias” o la de “la maldad del imperialismo”) son mucho peores; no porque sean menos ciertas, pues a la verdad no se le ha repartido papel alguno en esta farsa, sino porque su capacidad de legitimación de conductas y reglas está aún más agotada y resulta mucho más sospechosa.
José Luis Pardo es filósofo.
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