“Los padres nos preocupamos como nunca de que nuestros hijos estén preparados para una sociedad competitiva: controlamos que el sistema educativo les proporcione un buen desarrollo cognitivo y los apuntamos a todo tipo de extraescolares y de actividades complementarias para conseguir que los niños sean más inteligentes, más eficaces; en cambio, damos muy poca importancia a su aprendizaje emocional y este es fundamental, porque sin equilibrio emocional nuestro hijo no será feliz, ni le veremos triunfar en su vida, por muy preparado que esté”.
Resume bien el sentir de muchos psicólogos, pedagogos, maestros y educadores en general, que con frecuencia expresan su inquietud por la escasa atención que se presta en muchas familias a la educación emocional de los niños.
Cristina Gutiérrez ha visto pasar por la granja escuela que dirige en Santa Maria de Palautordera (Barcelona) a más de 10 mil niños y niñas de todas las edades, y asegura que le preocupa ver que cada vez llegan más con evidentes problemas emocionales.
“Nos llegan muchos niños con poca autoestima, que sienten que sus vidas no les pertenecen, fruto de la sobreprotección de sus familias, y también vemos muchos con problemas emocionales y de relación porque en casa viven incomunicados, volcados en la consola y el ordenador, esperando a que lleguen sus padres de trabajar para cenar delante del televisor y regresar a su isla”, comenta.
Y apunta que estos problemas se concretan en niños de 8 y 9 años que no saben bajar escaleras, o en malos hábitos alimentarios, como una niña que llegó con siete fuets en la mochila para pasar el fin de semana de colonias porque no le gusta ni come nada más.
“Con su sobreprotección, los padres dejan a sus hijos desprotegidos para afrontar la vida, con unas carencias emocionales muy importantes”, asegura Gutiérrez, que hace cuatro años decidió reorientar todas las actividades de la granja escuela en aras de la educación emocional: desde enseñar a los niños a identificar y verbalizar sus emociones, hasta aprender a controlar sus miedos, a canalizar sus enfados o a relacionarse con otros.
Cabría pensar que las emociones se aprenden solas, a fuerza de sentirlas, pero parece que no siempre es así, y que el equilibrio emocional requiere algunas enseñanzas y, sobre todo, mucho entrenamiento.
“El conocimiento de las emociones se aprende a través de las experiencias de la vida: si hay una tormenta o siente una amenaza, el niño tiene miedo; si sufre una pérdida, está triste; pero cada uno reacciona emocionalmente de forma distinta, porque no nos emociona lo que ocurre sino cómo interpretamos lo que ocurre”, explica Antonio Vallés. Y es en esa interpretación de lo que ocurre, de lo que sentimos y de cómo reaccionamos ante ello en la que los padres tienen mucho que hacer con miras a la formación emocional de sus hijos.
"A medida que los niños van desarrollando las emociones no saben lo que les pasa; pueden aprenderlo de forma natural, por experiencia, pero también podemos ayudarles y alentar ese desarrollo etiquetando sus emociones, enseñándoles a distinguir cuando están enfadados de cuando están tristes; y está demostrado que si los padres ayudan, los niños se relacionan mejor y entienden mejor lo que les pasa".
Etiquetar los sentimientos Porque el primer paso en el aprendizaje emocional es lo que los expertos llaman conciencia emocional: saber identificar las emociones en uno mismo y en los demás y ser capaz de expresar lo que se está sintiendo con palabras.Yeso, en el caso de los niños, significa enseñarles a comprender qué emociones tienen en cada situación, si son adecuadas para relacionarse con los demás y para sentirse bien, pero también dotarlos de vocabulario suficiente para expresarlas.
Las seis emociones básicas, que se reconocen fácilmente por su expresión facial –alegría, tristeza, miedo, enfado, sorpresa e ira–, han de ir completándose, a medida que los niños crecen, con otras etiquetas emocionales que permitan definir con exactitud qué emoción, sentimiento o estado de ánimo tienen.
Felicidad, satisfacción, optimismo, tranquilidad, calma, buen humor, euforia o júbilo pueden permitir expresar diferentes grados y percepciones de la alegría; como molestia, irritación, celos o furia pueden expresar enfado; o preocupación, temor, nerviosismo, horror y pánico pueden servir para concretar el miedo.
Y no menos importante que enseñar a los hijos a poner nombre a lo que sienten es dejarles que lo expresen, que en casa puedan llorar si están tristes o contar que alguien les cae mal sin que se les censure y sin que se reste importancia a aquello que les pasa. “Si se sienten incomprendidos, si les decimos que no pasa nada, que lo que les ocurre es una tontería, no lo expresarán más”, advierte Sierra.
Controlar y socializar las emociones Pero que no haya que censurar al niño porque está enfadado o triste, que no haya que negar las emociones, no quiere decir que haya que dejar que las exprese de cualquier manera.
“No se trata de decir al niño que expresa su ira dando una patada que no tiene que enfadarse; hay que explicarle, cuando se calme, que enfadarse es normal, que nos pasa a todos, pero que ha de controlar su impulsividad y buscar otras vías de expresar su rabia sin dañar a otros”, afirman los expertos consultados.
Cristina Gutiérrez explica que, en La Granja, los animan a liberarse de la rabia yendo a correr o a chillar al patio, dando patadas al balón o golpes a un saco de boxeo.
El comportamiento emocional tiene mucho de social y por eso hay que enseñar a los hijos a regularlo. “Se acepta que un niño llore al dejarlo en la guardería o en su primer día de colegio, pero no que lo haga cada día con cinco años; también admitimos que de pequeños expresen su desagrado si un regalo no les gusta, pero si crecen diciendo siempre lo que piensan y sienten, resultarán conflictivos; por eso hay que desarrollar su empatía y enseñarles a regular sus comentarios para que no hagan daño a quien les regala con ilusión”, ejemplifica.
Algunas pautas para enseñar a regular las emociones negativas de enfado, miedo y tristeza: “Expresar el enfado de manera inteligente y socialmente adecuada exige controlar las rabietas y respuestas agresivas sustituyéndolas por conductas verbales que expresen el estado de ánimo pero sin alterarse demasiado y respetando a los demás; las respuestas de miedo y enfado deben regularse mediante la relajación, la respiración y el cambio de pensamiento; si aprendemos a relajarnos, a darnos cuenta de cuándo empezamos a enfadar nos o a asustarnos y respiramos profundamente, nos autohablamos (debo tranquilizarme, es mejor que me calme, etcétera), estamos gobernando nuestras emociones y evitaremos que nos alteren y descontrolen”.
La clave de la regulación emocional es encontrar el equilibrio entre el descontrol propio de la impulsividad del organismo (una emoción es una respuesta neurofisiológica) y la represión. Y advierte que encontrar ese punto intermedio no es fácil, requiere entrenamiento y, sobre todo, un buen equilibrio emocional de los padres. “No puedes pedir a tu hijo que controle su ira gritándole; que él esté descontrolado, que grite, no nos autoriza a descontrolarnos nosotros; y eso, que es fácil de decir y entender, es muy difícil de aplicar, porque para tolerar sus gritos con cierta impasibilidad hay que tener autonomía emocional, no dejarnos arrastrar por las emociones de los otros o del entorno, y ser capaz de relacionarnos de forma positiva”, explica Bisquerra.
Desarrollar las competencias emocionales propias y de los hijos es cuestión de entrenamiento, como tocar en una orquesta o jugar en un equipo de fútbol, y resulta fundamental para poder relacionarse con los hijos, especialmente durante la adolescencia. “Los padres con hijos adolescentes se enfrentan a una tensión continua donde el chaval tiene una gracia especial para decir todo aquello que provoca una reacción visceral en los padres, y estos han de poder regularse para no ponerse al mismo nivel, para mantener los límites con cariño y responder a los ataques iracundos con el amor y no con más ira”, relata.
Los padres han de prestar especial atención a los estados de ánimo de los hijos adolescentes porque los cambios psicológicos, biológicos y sociales que viven en esas etapas les producen nuevas emociones que deben aprender a identificar, expresar y regular. “Los padres deben mostrarse especialmente comunicativos, dispuestos a escuchar sin censurar y a ayudar, porque eso contribuye a disminuir la intensidad de un estado de tristeza, desánimo, temor o inquietud; hay que afrontar sus conductas de descontrol y sus respuestas irascibles con una actitud empática, enseñándoles calma, sosiego y haciéndoles comprender que lo que piensan cuando están enfadados es diferente de lo que pensarían en una situación de calma y tranquilidad”, indica.
Claro que, para poder actuar así, los padres han de saber regular bien su ansiedad y su ira. “Está claro que no es fácil, pero las consecuencias de no preocuparse por la formación emocional son tan graves, que vale la pena intentarlo”, remarcan los especialistas consultados. La falta de formación emocional se traduce en una impulsividad descontrolada y en una baja tolerancia a la frustración, “unas condiciones que, cuando coinciden con una inteligencia media baja, dan lugar a unas relaciones explosivas entre padres e hijos –sobre todo en la adolescencia–, y predisponen a actitudes de riesgo como el consumo de drogas, embarazos no deseados, conducción temeraria, violencia de género, depresión...”Como modificar el nivel de inteligencia es complicado, la mejor forma de prevenir todos
esos problemas es desarrollar competenciasemocionales para controlar la impulsividad y aumentar la tolerancia a la frustración.
El esfuerzo de los padres para mejorar el comportamiento de los hijos acostumbra a centrarse en las normas de conducta y la disciplina “y, sin embargo, el conocimiento de las emociones y sentimientos de los hijos puede ayudar mucho a la comprensión de uno mismo y también a entender las causas de sus conductas”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario