miércoles, 20 de febrero de 2013

Benedicto

Benedicto XVI: ni carisma, ¿ni poder?
Carlos Martínez García
Con su renuncia al cargo, Benedicto XVI ha desatado encontradas hermenéuticas, que buscan explicar la verdadera causa de su dimisión al frente de la Iglesia católica. Desde distintas perspectivas una amplia gama de comentaristas consideran que la decisión tomada por el personaje es encomiable y ejemplar. También afirman distintas fuentes que al dejar voluntariamente el obispado de Roma el alto clérigo está criticando a la burocracia eclesial que impide corran aires frescos en la Iglesia católica. ¿Es así?
Juan Pablo II, antecesor de Benedicto XVI, dejó a éste un legado muy pesado en el terreno mediático. La capacidad de Karol Wojtyla para conmover a las masas por todo el orbe siempre tuvo muy contentos a los promotores de sus continuas giras. Era muy carismático, sus palabras y gestos levantaban en sus oyentes expresiones de júbilo, y no pocas veces manifestaciones de histeria colectiva. Esto por el lado mediático. En cuanto a la forma en que condujo a la Iglesia católica, Juan Pablo II reforzó el verticalismo de la institución y se deshizo de las voces críticas al interior de la misma.
En el terreno del carisma Benedicto XVI es la antípoda de su antecesor. Demasiado frío y lejano para las expectativas de quienes se acostumbraron a los espectáculos armados por Juan Pablo II. Las giras papales se redujeron al mínimo necesario. Comparativamente el Papa de origen alemán goza de mucha mejor salud que la de Juan Pablo II en la última década en que fue el máximo dirigente de la Iglesia católica y, pese a todo, continuó con sus extenuantes giras. El contacto con las multitudes, el baño de pueblo, no es lo de Joseph Ratzinger. Tiene un considerable déficit de carisma.
Ahora, frente a su dimisión, sobran los analistas que consideran como razón de la misma que Benedicto XVI se hartó de las rebatiñas que distintas facciones tienen por el poder en el Vaticano. Ante esto, especulan algunos, el Papa prefirió concluir su gestión antes que continuar lidiando con los burócratas que detienen la renovación de la Iglesia católica. Entonces, consideran, no fue la avanzada edad ni la salud precaria las razones que lo llevaron a dimitir.
En los casi ocho años que ha sido Papa –fue elegido el 19 de abril de 2005– Joseph Ratzinger tuvo la oportunidad de impulsar cambios sustanciales en la Iglesia católica. Decidió no hacerlos por convicción propia. Al igual que quien le antecedió en el cargo, el papa germano congeló las directrices del Vaticano II. Privilegió el nombramiento de cardenales, arzobispos y obispos de perfil conservador. Reconcentró el poder y relanzó el carácter ritualista de la vida eclesial, minimizando las expresiones que se llaman proféticas en favor de los más desposeídos. Su conocimiento teológico lo puso al servicio del atrincheramiento cognoscitivo y contra la diversificación realmente existente en el mundo.
Así como Juan Pablo II le dejó una desventaja en el carisma que cautivaba a las multitudes, también le heredó el gravísimo problema de los abusos sexuales de infantes cometidos por clérigos en distintos países del orbe. Lo que hizo Benedicto XVI ante la creciente bola de nieve de los señalados abusos fue un control de daños. Este control estuvo más enfocado a salvaguardar las estructuras de la Iglesia católica y menos a impartir justicia a favor de las víctimas.
El aparato propagandístico del Vaticano estuvo enfocado en difundir que Joseph Ratzinger disciplinó a los abusadores y dejó entrar la luz en las tinieblas de la pederastia clerical. No fue así, porque él interpretó la flagrante realidad de los abusos sexuales como resultado de malas conductas de algunos sacerdotes. Soslayó las redes de protección construidas durante décadas por parte de obispos que cerraron los ojos ante los reiterados ataques sexuales perpetrados por párrocos en sus jurisdicciones diocesanas.
Los mecanismos del encubrimiento en favor de los pederastas han sido bien explicados por las víctimas y sus organizaciones. Fue criminal que en México, Estados Unidos, Inglaterra, Irlanda, España y Alemania, por citar algunos países, las cúpulas clericales hicieron todo lo que estuvo a su alcance para ocultar y proteger a los sacerdotes abusadores. Hubo complicidad para no afectar, según ellos, el prestigio de la Iglesia católica. Todo esto lo supo Joseph Ratzinger cuando fue prefecto para la Congregación de la Fe y con más precisión al asumir el papado.
Ante las presiones por los escándalos de abusos sexuales en contra de infantes impunemente cometidos por sacerdotes, a Benedicto XVI no le quedó de otra sino medio aceptar públicamente lo extendido del problema. En el paradigmático caso de Marcial Maciel la pena impuesta fue más de apariencia que de alcances reales. Todo se redujo a una responsabilidad meramente personal por parte del fundador de los legionarios de Cristo, y ni una palabra acerca de las redes institucionales que le dieron impunidad a Maciel a lo largo de varias décadas.
Benedicto XVI no quiso dar un golpe de timón para reorientar a la Iglesia católica y hacerla más cercana a las necesidades de su feligresía. No estoy de acuerdo con quienes interpretan su renuncia como una confesión, entre líneas, de ya no tener fuerzas para enfrentar a los grupos de poder que lo rodean y paralizan sus iniciativas en el Vaticano. Es claro que le faltó carisma, igualmente es nítido que tuvo el poder para hacer un nuevo aggiornamento de la Iglesia católica. Lo que le faltó fue voluntad, convicción para reformar a la institución eclesial que tiene graves dificultades para convivir con la diversidad.

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