Entre bambalinas de El circo del Sol
Un gran espectáculo guarda mil anécdotas tras el telón para funcionar como una maquinaria perfecta.
Viajamos a la ‘cocina’ del Cirque du soleil en Montreal
La carpa de un circo suele ser
de rayas bicolores, o al menos esa es la imagen de los circos
tradicionales que conservamos desde niños: una colección de carromatos
poblados por leones y otros animales de vida tristona que conviven con
personajes dotados de un grado de decadencia superior al de la media.
Pero desde hace casi tres décadas, el Cirque du Soleil tiene como misión levantar el ánimo de los espectadores
allí donde deciden instalar sus sesenta camiones, desterrando así los
lugares comunes sobre esta forma artística que es, sin duda alguna y
aunque parezca un tópico, el mayor espectáculo del mundo.
Fundado en Montreal por Guy Laliberté allá por 1984, este circo sin animales, pero dotado de una inmensa carpa blanca –el grand chapiteau–,
llega a las ciudades casi en calidad de hijo adoptivo, por la excelente
acogida que recibe siempre al generar tanto el disfrute de los
asistentes como una larga lista de empleos temporales para convertirse
en taquilleros, cocineros y acomodadores de la compañía. Ahora mismo,
mientras escribo esto, un total de 18 espectáculos del Cirque du Soleil
están dando vueltas por el mundo o desarrollándose en sus teatros de Las
Vegas y Orlando. Una extraordinaria máquina de crear fantasía que
tampoco ha podido escapar a la varita trágica de la crisis: el 17 de enero anunciaban que tendrán que despedir a 400 personas en las próximas semanas, alrededor del 8% de su fuerza laboral.
Según declaró en Montreal su portavoz, Renne-Claude Menard, en 2012
despacharon 14 millones de entradas, que supusieron una facturación de
1.000 millones de euros. A pesar de cifras tan redondas, el portavoz
reconoció que no lograron beneficios, pero añadió: “Tenemos suerte de
que a pesar de la situación económica en todo el mundo, todavía seamos
capaces de sacar el conejo de la chistera”.
Los espectadores que acuden una
tarde al Cirque du Soleil –o Cirque a secas, como lo llaman sus
empleados– son capaces de detectar la cantidad de horas de trabajo y
ensayo que hay tras tan sofisticado montaje, pero es solo al visitar las
oficinas centrales que este emporio de la acrobacia y el malabarismo
posee en el barrio montrealense de Saint-Michel cuando uno se da cuenta
de la envergadura de su proyecto artístico. El Cirque du Soleil se
convierte entonces a nuestros ojos en un gran reloj que siempre da la
hora exacta y cuyos engranajes y piececillas minúsculas están siempre
engrasados y funcionan con una meticulosidad insólita.
Montreal es el epicentro del
Cirque; allí se estrenan todos sus espectáculos de carpa y allí también
dicen su adiós definitivo, como le sucedió a Saltimbanco el
pasado diciembre, tras 20 años trotando por el mundo. Todo artista ha
de pasar en algún momento por sus dos edificios, donde solamente la gran
escultura de un zapatón de payaso situada en el exterior nos advierte
discretamente sobre lo que nos espera dentro de estos dos contenedores
de ideas escénicas. Sus paredes a base de grandes planchas de metal
gofrado, las enormes dosis de luz que dejan pasar sus gigantescos
ventanales y su decoración en colores nada tímidos provocan la envidia
de los visitantes, que también querrían, emulando a los artistas,
recibir lecciones de maquillaje y obtener una réplica tridimensional de
su cabeza para que la peluca de su personaje en la vida les quede
impecable.
Fue, por tanto, en el modesto barrio periférico de Saint-Michel, que acoge también en sus terrenos la Escuela Nacional de Circo de Canadá, donde las mentes de Guy Laliberté, David Shiner y su eficaz equipo de ayudantes generaron Kooza,
el espectáculo que acaba de comenzar su gira por Europa. Londres es su
primera parada, a la que seguirán Madrid y Bilbao a partir de marzo. Los
dos protagonistas de Kooza, el Trickster y el Inocente, ayudan
al espectador a irse adentrando en los distintos números y sirven a la
perfección como hilo conductor del show. Pero hay otros
personajes cuyas apariciones, a pesar de ser breves, resultan
memorables. El carterista es uno de ellos. Yves Sheriff, director de casting en Kooza,
me cuenta en perfecto español de tintes bolivianos los entresijos de la
audición para encontrarlo: “Buscábamos alguien con talento como
bailarín, acróbata y actor. Pero además tenía que ser carterista”. Yo,
tan cándida como el personaje del Inocente, le pregunto si se refiere a
un carterista de verdad. “No existen falsos
carteristas”, replica Yves. “Durante la audición llevamos a cada uno de
los candidatos a la cafetería de nuestra sede para que nos trajese los
relojes y carteras que lograse sustraerle a todo aquel que se encontrase
por allí”. Ojito entonces el día del espectáculo, distinguido público,
porque quizá reciban algunas sorpresas relacionadas con la desaparición
de sus pertenencias, aunque lo que verdaderamente deja boquiabierto a
todo aquel que asiste a Kooza son los números acrobáticos.
“David Shine, el creador del proyecto, lo tenía claro”, prosigue Yves.
“Quería sorprender al público hasta extremos insospechados con grandes
dosis de acrobacia de muy alto nivel. También quería payasos en Kooza: muchos payasos, pues él mismo fue clown cuando era joven”.
El estampado de vivos colores del atuendo que visten los payasos de Kooza
compite con el llamativo diseño de su maquillaje. Pero no solo ellos
llevan la cara adornada con pintura; también los funambulistas,
saltimbanquis y demás participantes del montaje han de aprender a
generar por sí mismos su estilismo facial. El momento señorita Pepis
les llega a todos, y es Natalie Gagné quien les entrena para que sus
dedos sean tan precisos al aplicar el lápiz de ojos como lo son sus
piernas a la hora de posarse sobre el suelo tras un triple salto mortal.
Entre 30 y 90 minutos tardan en realizar este proceso, por medio del
cual irán entrando poco a poco en su personaje. En la sede de
Saint-Michel se archiva la descripción pormenorizada de la
caracterización de cada artista, ilustrada con fotografías de los pasos
que requiere. La pedagogía es de índole escolar tradicional: los
maquilladores les pintan media cara, y ellos han de completar la otra
mitad. “A veces, cuando están de gira, los artistas reciben la visita
inesperada de los maquilladores oficiales del espectáculo para ver si se
han vuelto perezosos o incluso demasiado creativos y están
haciendo de las suyas”, aclara Natalie, orgullosa ante la serie de
máscaras expuestas en su lugar de trabajo, que muestran sus creaciones
para Varekai, Quidam y Saltimbanco.
Al poco rato de entrar en la
sede canadiense del Cirque du Soleil, al visitante le queda claro que
las ideas son el capital más valioso que posee esta organización: todo
está al servicio de ellas, desde el departamento de tendencias, que pone
a disposición del personal sus informes acerca de las estéticas que
están triunfando en el planeta, hasta el centro de documentación. En él
encontramos estantes plagados de libros sobre cultura visual, pero
también volúmenes dedicados al diseño de jardines o a la pintura de
Klimt, y montones de álbumes de cómic manga empleados por la diseñadora del vestuario de Kooza, Marie-Chantale Vaillancourt, como inspiración para el atuendo de los artistas.
Todo está al servicio de las ideas, incluidos los informes sobre estéticas que triunfan en el planeta”
Pero la inspiración no puede descuidar el lado práctico, pues la ropa de un personaje que será manteado por el resto de la troupe,
o que acabará contorsionándose hasta formar la letra O con su propio
cuerpo, se ve sometida a condiciones tan adversas como las que un
anuncio tradicional de detergente emplearía como reclamo para aumentar
sus ventas. Toda la vestimenta que aparece en el espectáculo ha de poder
meterse en la lavadora sin problemas, pues de no ser así los elevados
gastos de tintorería pondrían al circo en apuros económicos. Tania
Camire, al cuidado del vestuario en Kooza, me proporciona una
clave importante al respecto con su peculiar acento de Quebec:
“Contratamos a los artistas en tanto que personajes de un espectáculo,
así es que les hacemos ver que su vestuario es esencial para meterse en
el papel y, por tanto, han de respetar y cuidar su traje. Muchos de
ellos son jovencísimos, casi unos niños, y proceden del entorno de la
gimnasia deportiva, no del teatro. A veces les hemos de enseñar a colgar
su ropa: no la pueden dejar tirada en el suelo esperando a que su mamá
venga y la recoja por ellos”.
No salgo de mi asombro durante
la visita a los talleres de fabricación de vestuario, calzado y
complementos. Allí, cientos de profesionales cosen prendas a mano, tiñen
tejidos y producen zapatos multicolores. Mi ingenuidad, de nuevo en
acción, me llevaba a creer que el Cirque du Soleil adquiría todo su
arsenal en tiendas al por mayor. Tania vuelve a situarme en la realidad:
“Un espectáculo nuestro puede estar de gira hasta 20 años, y todos
sabemos que la moda cambia muy rápido. No podemos arriesgarnos a que
dejen de fabricar el color que necesitamos, así es que la solución es
sencilla: aquí teñimos las telas, hacemos la serigrafía y cosemos cada
uno de los trajes”. Obviamente, ningún trabajador de los talleres se
encuentra mano sobre mano: cuando la sisa del traje de una trapecista se
rasga en Bratislava, una costurera se pone aguja a la obra en Montreal
para elaborar una copia exacta. Dos veces al mes, los lunes y los
miércoles, se organiza una sesión de afilado de tijeras en el taller de
confección, que cuenta con su correspondiente plancha de aspecto
victoriano y miles de alfileres, dedales e hilos de todos los grosores
posibles.
Sería una lástima acudir a la
sede del Cirque en Montreal y no echarle una miradita al “cuarto de los
moldes”, una biblioteca de cabezas de yeso blanco hechas a la medida de
cada uno de los artistas en activo del circo y archivadas por orden
alfabético en sus muchas estanterías metálicas. Follenweider, Gaddis,
Goyette, Jiang, Muñoz Ferrer, Purdenko…: todos esperan que les fabriquen
en la sala contigua la peluca o el sombrero idóneos para su personaje.
Allí se hallan las expertas –hay mayoría de damas– en producir cualquier
tipo de adorno capilar. Unas lo hacen a dúo y otras en solitario.
Sylvie Gratton, ella misma de largo pelo liso, está elaborando la peluca
de uno de los personajes del montaje titulado KÀ. Sabe que
insertar cada cabello uno por uno sirviéndose de un gancho le llevará
170 horas, pero son los gajes de la técnica llamada “de ventilación”,
que genera muy buenos resultados. “Hay que tener mucha paciencia para
esto”, reconoce.
Es común escuchar en Kooza
los “aaah” y los “oooh” que el público emite cada pocos minutos como
signo de preocupación por la integridad física de los siempre sonrientes
acróbatas. Y es que los riesgos que corren los artistas de este
espectáculo son, en ocasiones, mayores que los aceptables por una
compañía de seguros: eso obligó a tomar decisiones que afectaron incluso
al vestuario. “Al principio, el equilibrista que ejecuta el número de
las sillas en Kooza” –un artista que corona una torre de ocho
sillas apiladas en vertical– “lo hacía sin ningún tipo de protección,
pero la aseguradora requirió mayores garantías a partir de la sexta
silla”, cuenta Tania Camire, inigualable fuente de anécdotas jugosas.
“Esto nos obligó a añadirle un arnés escondido dentro de un cinturón,
pero ¿cómo camuflarlo con tan poca ropa?, nos preguntábamos. Por eso
decidimos modificar levemente su atuendo”.
A los acróbatas los conoceréis
por su chándal en sus horas de asueto: normalmente, todo aquel que
recorra el comedor y otras dependencias de los edificios en ropa
deportiva está especializado en poner su cuerpo en riesgo y posee una
elasticidad muy superior al resto del personal, que va más arregladito y
lleva su correspondiente vaso de cartón con café por el pasillo. Una de
las principales diferencias entre los acróbatas circenses y el resto de
la humanidad – colectivo del que formo parte– radica en que nosotros
carecemos del impulso de ponernos a saltar a la comba y montar en
bicicleta marcha atrás si la vida nos obliga a posarnos sobre una cuerda
floja, acciones que sí realizan motu proprio los hermanos Quirós en el número de funambulismo que protagonizan en Kooza.
Para ejecutar tamaña proeza han de cuidar su cuerpo y su alimentación
hasta extremos insospechados, aunque los suculentos menús que se sirven
en los dos comedores colectivos de la sede de Montreal hagan pensar lo
contrario. Pero allí se encuentra, a disposición de todos ellos, un
nutricionista que les previene contra los peligros de platos
tradicionales quebequeses como la poutine, una receta a base de queso poco curado, patatas fritas y salsa de carne.
Uno de los personajes del
comedor parece una versión estilizada de Chanquete, con su camiseta a
rayas horizontales blanquiazules, su gorra de lobo de mar y su barba
poblada: es André Simard, uno de los principales diseñadores de
acrobacias de Canadá. En manos de este gimnasta, que participó en los
Juegos Olímpicos de Múnich de 1972, está la vida de muchos de los
artistas del Cirque du Soleil, aunque comparte la responsabilidad con el
rigger o diseñador de objetos acrobáticos e incluso con los
creadores de vestuario, que han de idear el atuendo adecuado para no
entorpecer los movimientos de los volatineros. Además de emplear sus
conocimientos de biomecánica en la maquinación de nuevos números
acrobáticos, Simard afirma encontrar sus ideas en las formas
arquitectónicas o en el movimiento de las velas de un barco. Una de sus
principales creaciones en Kooza es el número de la Rueda de la muerte,
a cargo de dos muchachos fornidos que encarnan a la perfección el
significado de la palabra “desafío”. Caminan por dentro y por fuera de
dos ruedas en constante giro como si se encontrasen sobre la Pasarela
Gaudí, y esa gracilidad se la deben en gran medida a sus entrenadores,
pues cada uno de los artistas del Cirque cuenta con dos: uno acrobático y
otro artístico. Obviamente, el catálogo de variaciones y permutaciones
de saltos y cabriolas es limitado, y el más difícil todavía ha
de detenerse en algún punto. “Los entrenadores acrobáticos trabajamos
junto a los entrenadores artísticos. Son ellos quienes sugieren efectos
nuevos por medio del atuendo, la velocidad o el ritmo”, admite Emmanuel
Jacquinot, responsable del entrenamiento acrobático de la troupe de Kooza.
Una coordinación tan elevada
requiere un trabajo en equipo fecundo: los técnicos y músicos lo saben y
están pendientes de cualquier titubeo de los demás artistas del montaje
para adaptar su interpretación al ritmo que ellos marquen. Y es obvio
que un trabajo en equipo de tal precisión ha de realizarse en un clima
de simpatía y cordialidad; por eso en las paredes de la oficina de
recepción de artistas hay miles de fotos pegadas donde aparecen los
integrantes de los espectáculos en ambiente de alegre camaradería. Si no
son amigos del alma, al menos lo parecen. La gran cantidad de postales
que envían a la sede central los artistas y técnicos en gira desde
países variopintos nos dice algo de la sensación de pertenencia a una
gran familia que todos comparten en el Cirque du Soleil. “La base de las
artes circenses es confiar en uno mismo y, al mismo tiempo, confiar en
los demás”, afirma sabiamente Marie-Noëlle Caron, encargada de las
relaciones públicas del circo y gran conocedora de la filosofía de la
empresa. Por eso la compañía de Guy Laliberté puso en marcha en 1995 el
programa Cirque du monde, cuya misión es contribuir, siempre a
través de técnicas de circo, a la educación de chicos y chicas en riesgo
de exclusión social. La moraleja, entonces, sería la siguiente: nos
iría mucho mejor si confiásemos en que nuestro compañero de trapecio no
nos va a soltar la mano en el momento clave. ¿Podemos recordar esto y
aplicarlo a nuestra vida diaria, menos saltarina, pero igualmente
arriesgada, en muchos otros sentidos? Parece claro que del circo nos
queda todavía mucho que aprender.
‘Kooza’, el nuevo espectáculo del Cirque du Soleil, estará en el
Royal Albert Hall de Londres hasta el 14 de febrero. En Madrid se
estrena el 1 de marzo. Y en Bilbao, el 16 de mayo.
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