Política espectáculo
Lo que ha comenzado con gran expectación es hasta ahora una modesta función del poder
Todo para nada. O para muy poca cosa. Lo que ha comenzado
con la expectación de las grandes ocasiones –docenas de cámaras, más de
un centenar de periodistas pululando hasta debajo de las piedras,
carreras, codazos y pisotones para llegar el primero a ningún sitio—
acaba, por lo menos hasta ahora, con una sensación de que, para este
viaje, no se precisaban tantas alforjas. De que, más que un
acontecimiento en sí mismo, se trata de la representación, más o menos
solemne, más o menos mundana, de lo que se supone que debe ser una gran
cita política que cambie el estado de las cosas en algún sentido. De
momento, no se puede decir que nada de eso haya sucedido. Solo una
modesta función del poder y la gloria de la política en sus horas más
bajas.
La mañana empezaba con ansiedad. La sola presencia de Rajoy y la previsión de oírle hablar durante hora y media seguida sobre su gestión y su visión del Estado constituye, por sí misma, una sensacional novedad, dado que este es el primer debate del estado de la nación que accede a celebrar después de 14 meses de Gobierno. Su reiterado mutismo sobre los diversos casos de presunta corrupción que afectan a su partido, la desconfianza de los ciudadanos en los políticos, y concretamente en su gestión, y el clima de crisis institucional generalizada, hacían aún más esperado su primer examen de reválida ante la Cámara. Se le ve y se le escucha tan poco últimamente, que cualquier aparición del normalmente enclaustrado presidente supone un hito.
Quizá por eso, el Congreso hervía de gente. Diputados, periodistas, funcionarios, ministros, ujieres, asesores, ayudantes, asistentes de los asistentes. Todos esperando el presidencial advenimiento. Todos, salvo los reporteros gráficos más irredentos, acicalados con sus mejores galas de profesionales del asunto. Todos encantados de conocerse, de estar en la pomada y de demostrárselo al resto del mundo saludándose con gran aparato afectivo, como si hiciera siglos que no se hubieran visto. Todos, con una prisa por entrar al hemiciclo directamente proporcional al poder –o el oprobio- que ostentan en este preciso momento. Los más lentos, como buscando el micrófono que nadie les pone por delante, los que fueron algo y ya no lo son por más tiempo: una pléyade de exministros convertidos en diputados rasos. Los más rápidos, los que gozan de despacho, coche oficial y ministerio con cartera hasta la próxima crisis.
La más rauda, con diferencia –mucho más que una simpática Soraya Sáenz de Santamaría, que se paró hasta a besar a algún conocido-, Ana Mato. La ministra, llevada prácticamente en volandas por su séquito hasta su escaño, se evitó el paseíllo de los pasillos y apareció directamente en su escaño, donde escuchó al presidente departiendo con sus colegas Guindos y Arias Cañete, consciente de tener todas las miradas puestas en ella, hecho favorecido por el azul eléctrico de su chaqueta. La más discreta, Elvira Fernández, esposa del presidente, encaramada en el gallinero de los visitantes, arropada por un corrillo de presidentas de Comunidad (Luisa Fernanda Rudi y María Dolores de Cospedal), con las que compartía confidencias mientras su marido escuchaba alternativamente las risas y los aplausos del hemiciclo cuando dijo aquello de “los españoles no son niños, y de peor o mejor humor, aceptan los sacrificios”.
Tras el discurso del presidente, 40 folios a dos caras quizá para dar impresión de austeridad hasta en la papelería, los diputados del grupo popular se fueron a almorzar ufanos por la inyección de autoestima que les ha administrado el jefe, aunque cariacontecidos porque hasta ellos mismos admiten que el horno no está para bollos. Mientras, la oposición, denunciando que todo es más de lo mismo y que el presidente habla de un país que no es este. El más críptico, y el más explícito, Rubalcaba. Se había pasado la hora y media del discurso del presidente comiéndose las uñas hasta los codos. Esta tarde tiene la revancha. “Ahora me van a oír”, dijo antes de hacer mutis por el foro.
La mañana empezaba con ansiedad. La sola presencia de Rajoy y la previsión de oírle hablar durante hora y media seguida sobre su gestión y su visión del Estado constituye, por sí misma, una sensacional novedad, dado que este es el primer debate del estado de la nación que accede a celebrar después de 14 meses de Gobierno. Su reiterado mutismo sobre los diversos casos de presunta corrupción que afectan a su partido, la desconfianza de los ciudadanos en los políticos, y concretamente en su gestión, y el clima de crisis institucional generalizada, hacían aún más esperado su primer examen de reválida ante la Cámara. Se le ve y se le escucha tan poco últimamente, que cualquier aparición del normalmente enclaustrado presidente supone un hito.
Quizá por eso, el Congreso hervía de gente. Diputados, periodistas, funcionarios, ministros, ujieres, asesores, ayudantes, asistentes de los asistentes. Todos esperando el presidencial advenimiento. Todos, salvo los reporteros gráficos más irredentos, acicalados con sus mejores galas de profesionales del asunto. Todos encantados de conocerse, de estar en la pomada y de demostrárselo al resto del mundo saludándose con gran aparato afectivo, como si hiciera siglos que no se hubieran visto. Todos, con una prisa por entrar al hemiciclo directamente proporcional al poder –o el oprobio- que ostentan en este preciso momento. Los más lentos, como buscando el micrófono que nadie les pone por delante, los que fueron algo y ya no lo son por más tiempo: una pléyade de exministros convertidos en diputados rasos. Los más rápidos, los que gozan de despacho, coche oficial y ministerio con cartera hasta la próxima crisis.
La más rauda, con diferencia –mucho más que una simpática Soraya Sáenz de Santamaría, que se paró hasta a besar a algún conocido-, Ana Mato. La ministra, llevada prácticamente en volandas por su séquito hasta su escaño, se evitó el paseíllo de los pasillos y apareció directamente en su escaño, donde escuchó al presidente departiendo con sus colegas Guindos y Arias Cañete, consciente de tener todas las miradas puestas en ella, hecho favorecido por el azul eléctrico de su chaqueta. La más discreta, Elvira Fernández, esposa del presidente, encaramada en el gallinero de los visitantes, arropada por un corrillo de presidentas de Comunidad (Luisa Fernanda Rudi y María Dolores de Cospedal), con las que compartía confidencias mientras su marido escuchaba alternativamente las risas y los aplausos del hemiciclo cuando dijo aquello de “los españoles no son niños, y de peor o mejor humor, aceptan los sacrificios”.
Tras el discurso del presidente, 40 folios a dos caras quizá para dar impresión de austeridad hasta en la papelería, los diputados del grupo popular se fueron a almorzar ufanos por la inyección de autoestima que les ha administrado el jefe, aunque cariacontecidos porque hasta ellos mismos admiten que el horno no está para bollos. Mientras, la oposición, denunciando que todo es más de lo mismo y que el presidente habla de un país que no es este. El más críptico, y el más explícito, Rubalcaba. Se había pasado la hora y media del discurso del presidente comiéndose las uñas hasta los codos. Esta tarde tiene la revancha. “Ahora me van a oír”, dijo antes de hacer mutis por el foro.
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