Élmer Mendoza, el breve
El escritor mexicano, padre de la narcoliteratura, publica unos cuentos que empezó a escribir hace 20 años y da una clase magistral sobre cómo abordar el relato breve
Juan Diego Quesada
México DF
23 JUN 2013 - 03:39 CET3
Un adolescente pasaba los días con una bandita en una
esquina de la Colpop (colonia popular), un fraccionamiento a las afueras
de Culiacán. Eran los sesenta y en España le habrían aplicado la ley de
vagos y maleantes. Años después, ese mismo chico se puso a escribir en
el español estándar con el que había leído a los clásicos. El problema
es que sus textos no tenían alma, le quedaban cojos. Encontró su
verdadera voz en la jerga de la calle, el habla popular. Llenó sus
textos de expresiones como ándese paseando, me la ando acabando, órale. “Hice la mezcla y fue emocionante, como cuando los Beatles descubrieron el pelo largo”, dice Élmer Mendoza, considerado el padre de la narcoliteratura.
Mendoza (1949)
sigue viviendo en Culiacán y a mucha honra. “No he vivido mucho en lo
que son los centros de flujo cultural. Mi ciudad es distinta, es
pequeña. Estoy consiguiendo ubicar la forma de hablar de mi región
(Sinaloa, norte de México) como algo respetable”, señala. De hecho hay
una corriente de lexicólogos interesados en su obra, tan distinta a la
del resto. El autor acaba de publicar Trancapalanca (Tusquets),
un libro de cuentos que comenzó a escribir hace más de 20 años y que
siguen en esa misma línea: “Ese estar en la esquina moldeó mi lenguaje”.
Algunas historias tienen tintes autobiográficos. Mendoza se enteró de la muerte de Julio Cortázar en mitad de una corrida de toros en La Monumental de México. A las cinco de la tarde, tremenda hora. Un espectador abrió un periódico y allí estaba la terrible noticia. Se puso a llorar como un niño. Los vecinos de asiento se indignaron porque la faena estaba siendo bastante mediocre y pensaban que tampoco era para ponerse así. En la fiesta uno solo llora de emoción. El escritor vivió el duelo en silencio.
Mendoza, autor de Balas de plata, explora esta vez formas narrativas que no utiliza habitualmente en sus novelas más conocidas, como los del detective El Zurdo Mendieta. Le costó mucho trabajo ser imaginativo a la hora de plantear cada una de las historias. “La literatura es muy cruel”, se explica, “si eres apocado nunca consigues hacer nada que merezca la pena, tienes que posicionarte en una categoría de creador infalible”. Ese poder le lleva a no dejar que ningún detective resuelva un crimen, porque a él no le da la gana, o a convertirse a sí mismo en un sicario infalible.
¿Esos juegos no le funcionan en carreras más largas? “El cuento permite cosas que la novela no, es un género distinto. En un texto breve el fastidio es soportable. Leí otras novelas que tienen ciertos juegos difusos que a mi modo de ver no funcionan”. Este proceso de creación le llevó a padecer “fuertes emociones”. A veces tenía una historia que le bullía en la cabeza y tenía que irse inmediatamente a casa a escribirla.
Es un curioso profesional. La conversación camina por derroteros no esperados y acaba diciendo que Málaga (sur de España) es una de sus ciudades favoritas. Mendoza estuvo indagando en cuáles fueron las drogas que usaba la gente de su generación del otro lado del charco. “Era una juventud loquísima, nada que ver con Marisol y las películas que nos llegaban de allá”, suelta, y se entusiasma al saber que Pepa Flores, la actriz, renegó de su personaje y se refugió en una vida cotidiana que incluye regentar una pizzería en la ciudad andaluza. “A ver si me doy una vuelta por allá”.
La escritura de Mendoza, volviendo al tema, sigue teniendo mucho que ver con la forma de hablar de aquellos chicos de la esquina. Considera que una cosa que distingue a esos jóvenes mexicanos es la fascinación por crear expresiones. Lo llama deslices del lenguaje. Él se limitó a capturarlo. “A final de cuentas tengo un gen que me permite reflexionar sobre cómo hablamos. Era un sentimiento inconsciente y primitivo que hacía que me llamara la atención las expresiones que te decían los amigos”, se pone trascendente.
Aunque a continuación rompe el hechizo, de cursi nada. Una de sus
aficiones, “una pésima costumbre”, es la de escuchar a los locutores de
televisión que narran deportes. “Se están haciendo bromas y maneras muy
lindas de calificar. La literatura cuesta mucho hacerla así. Cuando uno
está joven trae lo de la verosimilitud pero el recurso más seguro es el
lenguaje. Intentas reproducir un habla y a veces por ahí se inventan
expresiones”, reflexiona. Uno de los mejores cuentos de la recopilación
narra la pelea de un boxeador de Acapulco que duda del sentido de ganar
la pelea ahora que ha muerto su madre. “Mi amá nos pasó a mejor vida y como dicen; y yo, cuando ella murió, pos carajo, como que ya no tenía caso ”, dice.Algunas historias tienen tintes autobiográficos. Mendoza se enteró de la muerte de Julio Cortázar en mitad de una corrida de toros en La Monumental de México. A las cinco de la tarde, tremenda hora. Un espectador abrió un periódico y allí estaba la terrible noticia. Se puso a llorar como un niño. Los vecinos de asiento se indignaron porque la faena estaba siendo bastante mediocre y pensaban que tampoco era para ponerse así. En la fiesta uno solo llora de emoción. El escritor vivió el duelo en silencio.
Mendoza, autor de Balas de plata, explora esta vez formas narrativas que no utiliza habitualmente en sus novelas más conocidas, como los del detective El Zurdo Mendieta. Le costó mucho trabajo ser imaginativo a la hora de plantear cada una de las historias. “La literatura es muy cruel”, se explica, “si eres apocado nunca consigues hacer nada que merezca la pena, tienes que posicionarte en una categoría de creador infalible”. Ese poder le lleva a no dejar que ningún detective resuelva un crimen, porque a él no le da la gana, o a convertirse a sí mismo en un sicario infalible.
¿Esos juegos no le funcionan en carreras más largas? “El cuento permite cosas que la novela no, es un género distinto. En un texto breve el fastidio es soportable. Leí otras novelas que tienen ciertos juegos difusos que a mi modo de ver no funcionan”. Este proceso de creación le llevó a padecer “fuertes emociones”. A veces tenía una historia que le bullía en la cabeza y tenía que irse inmediatamente a casa a escribirla.
Es un curioso profesional. La conversación camina por derroteros no esperados y acaba diciendo que Málaga (sur de España) es una de sus ciudades favoritas. Mendoza estuvo indagando en cuáles fueron las drogas que usaba la gente de su generación del otro lado del charco. “Era una juventud loquísima, nada que ver con Marisol y las películas que nos llegaban de allá”, suelta, y se entusiasma al saber que Pepa Flores, la actriz, renegó de su personaje y se refugió en una vida cotidiana que incluye regentar una pizzería en la ciudad andaluza. “A ver si me doy una vuelta por allá”.
La escritura de Mendoza, volviendo al tema, sigue teniendo mucho que ver con la forma de hablar de aquellos chicos de la esquina. Considera que una cosa que distingue a esos jóvenes mexicanos es la fascinación por crear expresiones. Lo llama deslices del lenguaje. Él se limitó a capturarlo. “A final de cuentas tengo un gen que me permite reflexionar sobre cómo hablamos. Era un sentimiento inconsciente y primitivo que hacía que me llamara la atención las expresiones que te decían los amigos”, se pone trascendente.
Está a punto de terminar la entrevista y no hemos hablado nada de
narcotráfico. Ni una palabra. “Hay muchas otras cosas de las que
hablar”, se despide Mendoza.
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