Lord, que estuvo allí
James Lord retrató a los grandes del siglo XX, Picasso le abrió la puerta en calzoncillos o en pijama
El otro día leí a uno de esos amantes resentidos de la literatura que
del catálogo de autores españoles de nuestros días solo pasarán a la
posteridad dos. Lo decía como echando con furia más tierra sobre las
tumbas de los que ya estarán muertos, con más interés en que no
sobrevivieran aquellos a los que detestaba que en mantener vivo el
recuerdo de sus favoritos. ¿Cuáles eran sus favoritos? Bah, qué importa.
Una vez asistí al espectáculo de un viejo novelista que peleaba por las
condiciones de reedición de la que había sido su primera novela. Al mes
de aquello murió. Se me abrieron las carnes.
Prefiero la actitud de Alice Munro, que anuncia que se va antes de haberse ido del todo. ¿Quién era, por cierto, aquel viejo novelista? Bah, qué importa. Para hacer crónica sin autocensura hay que esperar a ser viejo. A mí me quedan veinte años. Ya he echado las cuentas. Entonces, si es que vivo para contarlo, me sentaré en mi patio y haré una lista de todos aquellos personajes que conocí y que merecieron la pena y escribiré sobre ellos. ¿Cuántos habrán pasado a mi particular posteridad? Ahora no importa, pero sí estoy segura de que no sobrevivirán esos Bárcenas que hoy protagonizan nuestras columnas, ni los Wert, ni los Camps. Sus hazañas, pequeñas o grandes, serán barridas por el tiempo, de igual forma que las de casi todos los cronistas que las relataron a diario.
Tal vez resista el nombre de Urdangarin, por haber abierto la espita de los ataques a la monarquía y por personificar la figura del arribista que llega a lo más alto con poco esfuerzo para después cagarla. No sabemos cuál será su final, pero con poco que se esfuerce estará a la altura como para ser el protagonista de una crónica de estos tiempos. Pero ¿hay en España cronistas a la altura de lo que ocurre? Por la parte que me afecta, me lo he estado preguntando todos estos días, mientras leía con avaricia un libro que recomiendo con el mismo entusiasmo con el que me lo recomendó su excelente editora, Clara Pastor. Se trata de Cinco mujeres excepcionalesy está escrito por James Lord, un americano que se plantó por primera vez en París en el año 1944 y pasó allí gran parte de su juventud, teniendo la habilidad de colarse en las casas de artistas, intelectuales y aristócratas, o lo que es lo mismo, en el taller de Picasso, en las cenas de la veleidosa Marie-Laure de Noailles o en el salón de Gertrude Stein, que estaba presidido por el famoso retrato que le hizo Picasso; sí, aquel sobre el que el propio artista pronunció la famosa frase: “No te pareces, pero acabarás pareciéndote”. Y así fue.
James Lord era joven, guapo, homosexual, curioso, amable, dúctil, inteligente y perspicaz. También era una de esas personas que sientas a tu mesa y sabes que hará las delicias del comensal de al lado. Algunos han resumido estas cualidades en un solo defecto: de Lord se ha afirmado que era un cotilla. Y que no escribía bien. Y que fue un novelista frustrado. Lo de novelista frustrado es cierto, él mismo lo confesó. El resto, no. Sus crónicas, créanme, se devoran. Lo que está hoy a la vista de cualquiera es que sus memorias han pasado a la posteridad. Hoy no se puede escribir sobre las vidas de muchos de los grandes artistas o los vividores del siglo XX sin citarlo. Nos ha contado en detalle a Dora Maar, la cuarta mujer de Picasso, a Giacometti o a Balthus, pero por sus páginas cruzan a menudo con toda naturalidad un jovencísimo Lucian Freud, Buñuel, Dalí, Hemingway, Poulenc y tantos otros, porque en el París que va de los treinta a los sesenta estaba prácticamente todo el mundo, de paso o viviendo allí largas temporadas.
Las vidas de estas cinco mujeres que elige Lord están tocadas, bendecidas a veces, malogradas otras, por las heridas del siglo. Es el caso de Arletty, una actriz icónica del cine francés de los años cuarenta que cayó en desgracia tras exhibir su enamoramiento por un oficial nazi durante los años de la ocupación: “Mi corazón es de Francia, mi culo es mío”. Murió vieja y reivindicada por el mismo país que le había prohibido trabajar como castigo a su traición. Son vidas largas, por las que atraviesa el periodo de entreguerras, la Segunda Guerra, incluso el Mayo del 68. La última de estas prodigiosas damas es Errieta Perdikidi, una mujer valiente que regentaba eso que ahora se llama hotel rural y que antes era ni más ni menos que una casa en una perdida isla griega a la que el cronista americano acudió porque siempre ha habido locos que han buscado lugares salvajes en los que amar o curarse del desamor. James Lord era uno de esos seres a los que te rindes y confías tu historia. Su condición no disimulada de homosexual propiciaba que los hombres heterosexuales no se sintieran en competencia y que las mujeres lo tomaran como ese buen acompañante con el que no hay que preguntarse qué pasará después de la última copa.
Lord tuvo suerte. La época fue rica en grandes personajes. Había, además, mucho menos riesgo de vulnerar la intimidad, con lo cual, el tipo entró por la puerta grande: Picasso se la abrió desde el primer día, en pijama o en calzoncillos. Los chismes aún corrían de boca en boca, a un paso comprensible para la mente humana. Y parece que sí, que París era una fiesta.
Prefiero la actitud de Alice Munro, que anuncia que se va antes de haberse ido del todo. ¿Quién era, por cierto, aquel viejo novelista? Bah, qué importa. Para hacer crónica sin autocensura hay que esperar a ser viejo. A mí me quedan veinte años. Ya he echado las cuentas. Entonces, si es que vivo para contarlo, me sentaré en mi patio y haré una lista de todos aquellos personajes que conocí y que merecieron la pena y escribiré sobre ellos. ¿Cuántos habrán pasado a mi particular posteridad? Ahora no importa, pero sí estoy segura de que no sobrevivirán esos Bárcenas que hoy protagonizan nuestras columnas, ni los Wert, ni los Camps. Sus hazañas, pequeñas o grandes, serán barridas por el tiempo, de igual forma que las de casi todos los cronistas que las relataron a diario.
Tal vez resista el nombre de Urdangarin, por haber abierto la espita de los ataques a la monarquía y por personificar la figura del arribista que llega a lo más alto con poco esfuerzo para después cagarla. No sabemos cuál será su final, pero con poco que se esfuerce estará a la altura como para ser el protagonista de una crónica de estos tiempos. Pero ¿hay en España cronistas a la altura de lo que ocurre? Por la parte que me afecta, me lo he estado preguntando todos estos días, mientras leía con avaricia un libro que recomiendo con el mismo entusiasmo con el que me lo recomendó su excelente editora, Clara Pastor. Se trata de Cinco mujeres excepcionalesy está escrito por James Lord, un americano que se plantó por primera vez en París en el año 1944 y pasó allí gran parte de su juventud, teniendo la habilidad de colarse en las casas de artistas, intelectuales y aristócratas, o lo que es lo mismo, en el taller de Picasso, en las cenas de la veleidosa Marie-Laure de Noailles o en el salón de Gertrude Stein, que estaba presidido por el famoso retrato que le hizo Picasso; sí, aquel sobre el que el propio artista pronunció la famosa frase: “No te pareces, pero acabarás pareciéndote”. Y así fue.
James Lord era joven, guapo, homosexual, curioso, amable, dúctil, inteligente y perspicaz. También era una de esas personas que sientas a tu mesa y sabes que hará las delicias del comensal de al lado. Algunos han resumido estas cualidades en un solo defecto: de Lord se ha afirmado que era un cotilla. Y que no escribía bien. Y que fue un novelista frustrado. Lo de novelista frustrado es cierto, él mismo lo confesó. El resto, no. Sus crónicas, créanme, se devoran. Lo que está hoy a la vista de cualquiera es que sus memorias han pasado a la posteridad. Hoy no se puede escribir sobre las vidas de muchos de los grandes artistas o los vividores del siglo XX sin citarlo. Nos ha contado en detalle a Dora Maar, la cuarta mujer de Picasso, a Giacometti o a Balthus, pero por sus páginas cruzan a menudo con toda naturalidad un jovencísimo Lucian Freud, Buñuel, Dalí, Hemingway, Poulenc y tantos otros, porque en el París que va de los treinta a los sesenta estaba prácticamente todo el mundo, de paso o viviendo allí largas temporadas.
Las vidas de estas cinco mujeres que elige Lord están tocadas, bendecidas a veces, malogradas otras, por las heridas del siglo. Es el caso de Arletty, una actriz icónica del cine francés de los años cuarenta que cayó en desgracia tras exhibir su enamoramiento por un oficial nazi durante los años de la ocupación: “Mi corazón es de Francia, mi culo es mío”. Murió vieja y reivindicada por el mismo país que le había prohibido trabajar como castigo a su traición. Son vidas largas, por las que atraviesa el periodo de entreguerras, la Segunda Guerra, incluso el Mayo del 68. La última de estas prodigiosas damas es Errieta Perdikidi, una mujer valiente que regentaba eso que ahora se llama hotel rural y que antes era ni más ni menos que una casa en una perdida isla griega a la que el cronista americano acudió porque siempre ha habido locos que han buscado lugares salvajes en los que amar o curarse del desamor. James Lord era uno de esos seres a los que te rindes y confías tu historia. Su condición no disimulada de homosexual propiciaba que los hombres heterosexuales no se sintieran en competencia y que las mujeres lo tomaran como ese buen acompañante con el que no hay que preguntarse qué pasará después de la última copa.
Lord tuvo suerte. La época fue rica en grandes personajes. Había, además, mucho menos riesgo de vulnerar la intimidad, con lo cual, el tipo entró por la puerta grande: Picasso se la abrió desde el primer día, en pijama o en calzoncillos. Los chismes aún corrían de boca en boca, a un paso comprensible para la mente humana. Y parece que sí, que París era una fiesta.
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