Joy Laville: “Me gusta mirar mis cuadros. Pero no admirarlos”
La artista británica afincada en México habla de su trabajo y evoca a su marido, el novelista Jorge Ibargüengoitia, fallecido ahora hace 30 años
Bernardo Marín
Cuernavaca
28 JUN 2013 - 23:42 CET
Aseguran los amigos de Joy Laville que a la pintora (Isla de Wight,
Reino Unido, 1923) le falta solo una cosa para reunir todas las
características que se atribuyen a los grandes artistas: el ego
desmesurado. Y al hablar con ella da efectivamente esa impresión. Pero
el salón de su casa en Cuernavaca (México) está decorado casi
exclusivamente por cuadros suyos, esos paisajes de tonos apacibles
habitadas por personajes lánguidos en las que su marido, el escritor Jorge Ibargüengoitia
(1928-1983), encontraba “una misteriosa familiaridad”. Laville resuelve
esa aparente contradicción entre humildad y narcisismo de la misma
forma que pinta, con un argumento sencillo: “Mis cuadros me dan
tranquilidad. Me gusta mirarlos pero no admirarlos”.
Laville supo desde niña que quería pintar. Quiso ir a una escuela de arte, pero estalló la Segunda Guerra Mundial y el sueño se aplazó hasta que con 32 años se instaló junto a su hijo Trevor, fruto de su primer matrimonio, en la localidad mexicana de San Miguel de Allende sin saber apenas una palabra de español. Allí tomó sus primeras clases de pintura y allí se enamoró de su país de adopción, aunque su paleta conserva unos colores suaves que recuerdan más a la isla brumosa de su infancia. Casi seis décadas después, archipremiada en México y reconocida fuera de su país, la artista no deja de trabajar ni un día, siempre por las mañanas, desde la diez y media hasta las dos de la tarde. “No pinto todo el rato”, aclara, “de vez en cuando me siento para mirar lo que he hecho”. No es una labor solitaria. Le acompaña su perra Mila, que bebe alegremente del cubo donde su dueña limpia los pinceles. “Aunque parezca un labrador, Mila fue una perra abandonada pero ha olvidado su pasado. Le encanta mandar sobre otros animales”, cuenta Laville. Y añade en voz baja: “No le gusta que lo diga, pero se le nota en las patas que fue una perra callejera”.
La artista ya pintaba por las mañanas cuando convivía con Ibargüengoitia. En realidad, los dos trabajaban desde temprano, cada uno en su estudio de su casa en el barrio mexicano de Coyoacán. “Yo no podía ir a ver qué estaba escribiendo o él que estaba pintando yo salvo que uno pidiera al otro su opinión”, cuenta. Entonces ella se convertía en la primera lectora de Jorge. “Teníamos que ser sinceros el uno con el otro, aunque un comentario negativo generaba cierta hostilidad, que se dispersaba rápido”. Y se dispersaba rápido porque también eran cuidadosos. “Nunca decíamos ‘esto es horrible’, elegíamos otras fórmulas como ‘¿no crees que tal vez esto estaría mejor de otra forma…?’”. Y así hasta alrededor de las dos de la tarde, cuando el escritor inauguraba uno de los mejores momentos del día acercándose al estudio de la artista y proponiéndole tomar juntos un trago, siempre con la misma frase ritual, breve y sonora, como el sonido de una campanilla: “¿Un tequilín?”.
Laville no ha perdido esa costumbre del tequila. “Me tomo uno siempre antes de comer. Y si estoy invitada a alguna casa dos. Y a veces, hasta tres”. El tequilín le ayuda a “dormir la mona”, como decía su marido, porque otro de los grandes placeres de la jornada era y es la siesta, y en ocasiones la prolonga hasta las seis de la tarde, la hora de ver primero el informativo de la BBC, y luego algún documental de Animal Planet. “Jorge también se tumbaba después de comer, pero normalmente no dormía. Leía algún libro boca arriba en la cama, como esas figuras de piedra de las catedrales, una postura que yo bauticé como ‘Westminster Abbey’”, recuerda.
Ibargüengoitia falleció hace ahora 30 años en un accidente aéreo cerca de Madrid pero se percibe su presencia en muchos rincones de la casa. En un cartel sobre su obra colocado ante la chimenea. En la parte izquierda de una estantería donde se conservan sus libros. Y sobre todo, en la memoria de su viuda. “Está aquí todavía. Era maravilloso vivir con él, sobre todo porque era muy feliz, lo cual es muy agradable. Y murió en su mejor momento, cuando disfrutaba de la vida y escribía como nunca”. El escritor tenía un inglés estupendo, aunque con un fuerte acento mexicano, pero cuando necesitaban emplear términos muy concretos, él hablaba en español y su esposa le contestaba en su idioma. “Su fama de sarcástico no era cierta. Podía irritarse con la gente pero incluso cuando se enfadaba usaba las palabras exactas. Una vez una vecina empezó a tocar con furia el claxon de su automóvil porque alguien había ocupado su plaza de estacionamiento. Y Jorge, que no podía más, salió a la ventana y gritó: ‘¡Cállese, pinche histérica!’. Pero es que era verdad. La señora era una pinche histérica”.
Tras la muerte de su esposo, Laville no quería regresar a México. Pero terminó por volver y acertó. “Me siento como en casa, no podría vivir en otro sitio. Este país me gusta físicamente, el campo es apasionante, me admira como crece todo: cortas una rama y brota enseguida. Y me gustan los mexicanos. Hay personas horribles, claro, pero la mayoría, la gente que trabaja es muy buena gente”. Sin embargo, no se siente mexicana. Pero tampoco inglesa. Y entonces, ¿qué se siente? La artista había avisado antes de la entrevista de que hablaba despacio porque pensaba despacio, pero en esta ocasión no tarda ni un segundo en contestar: “¡Me siento yo!”.
Laville supo desde niña que quería pintar. Quiso ir a una escuela de arte, pero estalló la Segunda Guerra Mundial y el sueño se aplazó hasta que con 32 años se instaló junto a su hijo Trevor, fruto de su primer matrimonio, en la localidad mexicana de San Miguel de Allende sin saber apenas una palabra de español. Allí tomó sus primeras clases de pintura y allí se enamoró de su país de adopción, aunque su paleta conserva unos colores suaves que recuerdan más a la isla brumosa de su infancia. Casi seis décadas después, archipremiada en México y reconocida fuera de su país, la artista no deja de trabajar ni un día, siempre por las mañanas, desde la diez y media hasta las dos de la tarde. “No pinto todo el rato”, aclara, “de vez en cuando me siento para mirar lo que he hecho”. No es una labor solitaria. Le acompaña su perra Mila, que bebe alegremente del cubo donde su dueña limpia los pinceles. “Aunque parezca un labrador, Mila fue una perra abandonada pero ha olvidado su pasado. Le encanta mandar sobre otros animales”, cuenta Laville. Y añade en voz baja: “No le gusta que lo diga, pero se le nota en las patas que fue una perra callejera”.
La artista ya pintaba por las mañanas cuando convivía con Ibargüengoitia. En realidad, los dos trabajaban desde temprano, cada uno en su estudio de su casa en el barrio mexicano de Coyoacán. “Yo no podía ir a ver qué estaba escribiendo o él que estaba pintando yo salvo que uno pidiera al otro su opinión”, cuenta. Entonces ella se convertía en la primera lectora de Jorge. “Teníamos que ser sinceros el uno con el otro, aunque un comentario negativo generaba cierta hostilidad, que se dispersaba rápido”. Y se dispersaba rápido porque también eran cuidadosos. “Nunca decíamos ‘esto es horrible’, elegíamos otras fórmulas como ‘¿no crees que tal vez esto estaría mejor de otra forma…?’”. Y así hasta alrededor de las dos de la tarde, cuando el escritor inauguraba uno de los mejores momentos del día acercándose al estudio de la artista y proponiéndole tomar juntos un trago, siempre con la misma frase ritual, breve y sonora, como el sonido de una campanilla: “¿Un tequilín?”.
Laville no ha perdido esa costumbre del tequila. “Me tomo uno siempre antes de comer. Y si estoy invitada a alguna casa dos. Y a veces, hasta tres”. El tequilín le ayuda a “dormir la mona”, como decía su marido, porque otro de los grandes placeres de la jornada era y es la siesta, y en ocasiones la prolonga hasta las seis de la tarde, la hora de ver primero el informativo de la BBC, y luego algún documental de Animal Planet. “Jorge también se tumbaba después de comer, pero normalmente no dormía. Leía algún libro boca arriba en la cama, como esas figuras de piedra de las catedrales, una postura que yo bauticé como ‘Westminster Abbey’”, recuerda.
Ibargüengoitia falleció hace ahora 30 años en un accidente aéreo cerca de Madrid pero se percibe su presencia en muchos rincones de la casa. En un cartel sobre su obra colocado ante la chimenea. En la parte izquierda de una estantería donde se conservan sus libros. Y sobre todo, en la memoria de su viuda. “Está aquí todavía. Era maravilloso vivir con él, sobre todo porque era muy feliz, lo cual es muy agradable. Y murió en su mejor momento, cuando disfrutaba de la vida y escribía como nunca”. El escritor tenía un inglés estupendo, aunque con un fuerte acento mexicano, pero cuando necesitaban emplear términos muy concretos, él hablaba en español y su esposa le contestaba en su idioma. “Su fama de sarcástico no era cierta. Podía irritarse con la gente pero incluso cuando se enfadaba usaba las palabras exactas. Una vez una vecina empezó a tocar con furia el claxon de su automóvil porque alguien había ocupado su plaza de estacionamiento. Y Jorge, que no podía más, salió a la ventana y gritó: ‘¡Cállese, pinche histérica!’. Pero es que era verdad. La señora era una pinche histérica”.
Tras la muerte de su esposo, Laville no quería regresar a México. Pero terminó por volver y acertó. “Me siento como en casa, no podría vivir en otro sitio. Este país me gusta físicamente, el campo es apasionante, me admira como crece todo: cortas una rama y brota enseguida. Y me gustan los mexicanos. Hay personas horribles, claro, pero la mayoría, la gente que trabaja es muy buena gente”. Sin embargo, no se siente mexicana. Pero tampoco inglesa. Y entonces, ¿qué se siente? La artista había avisado antes de la entrevista de que hablaba despacio porque pensaba despacio, pero en esta ocasión no tarda ni un segundo en contestar: “¡Me siento yo!”.
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