El Tanque: “El Gobierno sabe quién maneja Tepito”
El controvertido padre de Jerzy Ortiz, uno de los 12 desaparecidos del DF, recibe a EL PAÍS en una cárcel de Sonora
Jorge Ortiz, alias El Tanque, dice que no es una “paloma blanca” pero tampoco “un gigante del crimen”
Está convencido de que su hijo está vivo
Jorge Ortiz, alias El Tanque, atendió este jueves a EL PAÍS en la
cárcel de Hermosillo, en el Estado de Sonora, una zona desértica en el
norte de México. A las diez de la mañana la temperatura pasaba de los 30
grados e iba de camino hacia los 40. En un patio abierto los presos
hablaban con sus visitantes. Unos con una guitarra tocaban y entonaban
canciones de amor de banda norteña. Ortiz está en forma: tiene 42 años,
mide 1.80, pesa 100 kilos de músculo. Vestía sencillo. Una playera
blanca, unos jeans y unos tenis blancos. Por las mangas de la camisa le
salían de ambos brazos dos tatuajes de dragones. Dice que le gusta “la
mística de lo oriental”. A cada poco se acercaba un preso a la mesa
ofreciendo alguna manualidad para ganarse unos pesos. Ortiz le pide a
uno que espere a que termine la entrevista.
–Ahorita, cuando acabemos, hermanito.
–Órale mi Tanque –le responde el presidiario ambulante.
Desde que su mujer, Leticia Ponce, vino a verlo en noviembre desde México DF, Ortiz, hasta este jueves, solo había recibido una visita. Fue hace dos semanas, cuando un agente de la fiscalía del Distrito Federal recorrió los 1,800 kilómetros que separan a la capital mexicana de Hermosillo para interrogarlo. El Tanque es el padre de Jerzy Ortiz, un chico de 16 años que fue raptado junto con otros 11 jóvenes hace un mes a la salida de un after-hours del DF. Las autoridades manejan la hipótesis de que este rapto colectivo se debe a disputas de bandas de narcomenudeo de Tepito, el barrio bravo de la capital, del que son la mayoría de los desaparecidos, y el pasado de este preso, al que se le señala como un antiguo peso pesado del hampa en Tepito, ha hecho que corra la idea de que el levantón de los 12 tenía a su hijo Jerzy como objetivo. Jorge Ortiz dice que el funcionario ante el que declaró era un abogado pulcro de camisa de cuadros y pantalón beis.
–¿Qué le preguntó?
–Me preguntó que si yo le había cedido el control a mi hijo, y yo le dije que de qué control me hablaba, si llevo cinco años en cárceles fuera del DF. Solo habló puras incoherencias.
–¿Qué más le preguntó?
–Me dijo que si yo había dejado enemigos en Tepito. Si hubiera dejado enemigos ya hubieran atentado contra mi familia hace años.
–Se ha rumorado que usted sigue mandando desde la cárcel.
–Eso son cosas que se inventa el Gobierno del DF. Ellos para lavarse las manos lo que hacen es quemar más a los que ya han quemado. El Gobierno sabe bien quién maneja el barrio, cómo corre el agua por allá.
Y explica que antes cada quien vendía por su lado y no había un monopolio del narcomenudeo, y que en su tiempo no se hablaba de La Unión –uno de los grupos que ha sido señalado ahora como presunto implicado en el secuestro colectivo— ni de grupos como tal.
Jorge Ortiz lleva sin salir de la cárcel desde el 2003, cuando lo encerraron por extorsión y delincuencia organizada. Hasta 2008 estuvo en una prisión de la capital y desde entonces ha pasado por cinco cárceles de otras partes del país: cuatro federales, en las que hubo periodos en que estuvo en módulos de máxima seguridad, y una estatal, esta misma de Sonora, a donde llegó hace un año, y donde no siente tanto peligro como en otras. “Para mí esto es como un jardín de niños”. Ortiz dice que pasó por prisiones peores: “Las duras son esas en las que no sabes si mañana vas a amanecer, en las que hay gente que ya no tiene salida, que nunca van a salir y que te matan por un peso. En esas tienes que andar con un ojo al gato y otro al garabato”. De la de Veracruz tiene quejas específicas. Dice que se pasaba mucho frío y que daban tan poco y tan mal de comer –“Un caldo con cinco chayotes y unos frijoles, eso era todo”– que entró pesando 97 kilos y en dos meses estaba en 75. La de Durango le pareció mejor. Dice que los fines de semana les ponían una película.
–¿Recuerda alguna?
–La vida es bella. Cada vez que la veo me pone triste.
–¿Puede explicar de qué trata?
–Es la historia de un judío que se lo llevan a un campo de concentración y que es un tipo astuto y se lleva a su hijo con él, y como están en guerra le dice que todo es un juego, y que tienen que hacer puntos para que les den un tanque de guerra.
-Hablando de tanques. ¿Quién le puso su apodo?
–Un chamaco de Tepito. Decía, mira, este está como un tanque, y así me quedó. No sé qué habrá sido de aquel chamaquito, tiene muchos años que no sé nada de él.
De nuevo se acerca un preso. “Mi Tanque”, dice como saludo, y pide fuego para encenderse un cigarrillo.
A Ortiz le quedan ocho años de condena. Aspira a que se la reduzcan por buen comportamiento y que lo dejen libre en un año. Además afirma que la condena que está cumpliendo es injusta. Dice que no se ha podido probar que hubiese extorsionado a nadie. Lo que reconoce a medias es su condena anterior. De 1998 a 2002 estuvo preso por tráfico de droga. Lo acepta a medias porque, según él, cuando lo detuvieron ya llevaba un tiempo sin traficar y lo que hicieron fue ponerle encima unas dosis que no eran suyas. Cuenta que en los noventa pasó unos años de “necesidad” en los que vendió cocaína para salir adelante. En esa época, según dice, iba armado con un revólver de calibre 38.
–¿Y cuánta coca vendía a la semana?
–Poquito, en aquellos tiempos no se vendía mucho. Unos 25 gramos a la semana.
El Tanque dice que no es una “paloma blanca” pero tampoco “un gigante del crimen”. Se considera un tipo que cometió errores pero que los pagó multiplicados injustamente a la enésima potencia, y subraya que él nunca ha matado a nadie. Admite, eso sí, que conoce bien el mundo de la mafia. Por esta razón no alcanza a entender la lógica del secuestro en que se llevaron a su hijo. Se pasa veinte minutos hablando de posibles explicaciones. Primero se pregunta cómo pudieron llevarse a 12 personas en una zona de “perímetro turístico”. Luego dice que el Gobierno “sabe cómo está la situación” –pero que hay “algo” que no quieren que salga a la luz pública–. También especula con que haya sido una operación de un cartel grande en apoyo de una banda local a la que quiere usar para adueñarse en la capital de una zona de tráfico de droga.
Lo que no entiende es qué tenía en la cabeza el grupo que raptó a 12 tipos en medio de la capital, sabiendo que eso iba a poner todos los focos sobre el asunto. “Uno no sabe”, dice, “hay que buscarle la razón por todos los lados”. El Tanque solo afirma que él no tiene nada que ver y que su hijo adolescente no es un delincuente. También cree que Jerzy no está muerto. “He estado pidiéndole a Dios que me cuide a mi niño, y mi padre Dios dice que está vivo. Puede estar tirado en el piso, amarrado de las manos y los pies, pero creo que mi hijo no está muerto”. En 1998, durante su primera estancia en prisión, Jorge Ortiz se convirtió del catolicismo al evangelismo.
Un convicto rapado, tatuado y con ropas holgadas de rapero se acerca a ofrecer un par de tortuguitas talladas en madera. El Tanque le pide con suavidad que se vaya. Parece un hombre con los nervios templados. Su tórax y sus bíceps son como los de un acorazado, pero su presencia no es desasosegante, a diferencia de la de algunos presos enclenques que andan por el patio con cien recovecos en la mirada.
Ortiz tiene los dientes frontales de arriba semi hundidos. “Se me deformaron desde chico, porque me chupaba mucho el dedo”. En su familia, según cuenta, eran cinco hermanos y sus padres, y vivían en dos habitaciones de cuatro por cuatro. Su madre vendía fritangas en la calle y su padre, que falleció hace diez años de un infarto, era fayuquero, como se le llama en México a los que venden productos que no han pagado aduana. Vivían en Tepito. A los ocho años él empezó a trabajar de limpiabotas, o bolero, y fue a la escuela hasta los 13. Ortiz recuerda que en su infancia y en su primera juventud el barrio era menos violento. Dice que de niños jugaban al fútbol americano en la calle hasta las cuatro de la madrugada sin miedo a que les pasase nada. Las tacleadas las hacían sobre el cemento, pero según dice se divertían. Ahora bien, aquel Tepito también era bronco. El Tanque recuerda que de niño le impresionó mucho que una noche vio una pelea a machetazos afuera de una pulquería. “Eran dos señores. Los machetes sacaba chispas, y yo veía la sangre regándose por todos los lados”, dice Ortiz sentado en el patio de la cárcel.
Este hombre de fama negra afirma sin mover una pestaña que él es un hombre pacífico. Dice que nunca fue “peleón”. Incluso afirma que si a su hijo Jerzy le sucediese lo peor, él no buscaría venganza. El Tanque dedica las primeras horas de la mañana en la cárcel a hacer ejercicio para liberar estrés y durante el resto del día lo que más le gusta es leer. Estos días se está leyendo un libro que le regaló otro preso: La Cabaña, de William P. Young.
“Es la historia de una familia de Ohio que se va un día de campo y le secuestran a una hija. La matan y ellos encuentran el vestido lleno de sangre. El padre pierde la fe en todo. Pero un día llega una carta a su buzón en la que le dicen que vaya a una cabaña, y en la firma ponen Papá, que es como le llamaba su esposa a Dios. Él toma la decisión de ir a la cabaña. Está vieja, destrozada. No hay nadie. En el suelo ve una mancha de sangre de su hija. Empieza a renegar y agarra un palo y empieza a destrozar los muebles que quedaban en la cabaña, y al final cae de agotamiento en el piso. Al salir de la cabaña nota que le da un destello de luz, se voltea y ve que la cabaña está hermosa. Entonces le abre la cabaña una mujer afroamericana, grande y gorda, y le dice que ella es Papá. Él dice, qué onda. Y sale de otro lado una mujer vietnamita y dice soy el Espíritu Santo. Luego aparece un judío que es carpintero y le dice que él es Jesús. Y ahí voy, en esa parte del libro”.
–Ahorita, cuando acabemos, hermanito.
–Órale mi Tanque –le responde el presidiario ambulante.
Desde que su mujer, Leticia Ponce, vino a verlo en noviembre desde México DF, Ortiz, hasta este jueves, solo había recibido una visita. Fue hace dos semanas, cuando un agente de la fiscalía del Distrito Federal recorrió los 1,800 kilómetros que separan a la capital mexicana de Hermosillo para interrogarlo. El Tanque es el padre de Jerzy Ortiz, un chico de 16 años que fue raptado junto con otros 11 jóvenes hace un mes a la salida de un after-hours del DF. Las autoridades manejan la hipótesis de que este rapto colectivo se debe a disputas de bandas de narcomenudeo de Tepito, el barrio bravo de la capital, del que son la mayoría de los desaparecidos, y el pasado de este preso, al que se le señala como un antiguo peso pesado del hampa en Tepito, ha hecho que corra la idea de que el levantón de los 12 tenía a su hijo Jerzy como objetivo. Jorge Ortiz dice que el funcionario ante el que declaró era un abogado pulcro de camisa de cuadros y pantalón beis.
–¿Qué le preguntó?
–Me preguntó que si yo le había cedido el control a mi hijo, y yo le dije que de qué control me hablaba, si llevo cinco años en cárceles fuera del DF. Solo habló puras incoherencias.
–¿Qué más le preguntó?
–Me dijo que si yo había dejado enemigos en Tepito. Si hubiera dejado enemigos ya hubieran atentado contra mi familia hace años.
–Se ha rumorado que usted sigue mandando desde la cárcel.
–Eso son cosas que se inventa el Gobierno del DF. Ellos para lavarse las manos lo que hacen es quemar más a los que ya han quemado. El Gobierno sabe bien quién maneja el barrio, cómo corre el agua por allá.
Y explica que antes cada quien vendía por su lado y no había un monopolio del narcomenudeo, y que en su tiempo no se hablaba de La Unión –uno de los grupos que ha sido señalado ahora como presunto implicado en el secuestro colectivo— ni de grupos como tal.
Jorge Ortiz lleva sin salir de la cárcel desde el 2003, cuando lo encerraron por extorsión y delincuencia organizada. Hasta 2008 estuvo en una prisión de la capital y desde entonces ha pasado por cinco cárceles de otras partes del país: cuatro federales, en las que hubo periodos en que estuvo en módulos de máxima seguridad, y una estatal, esta misma de Sonora, a donde llegó hace un año, y donde no siente tanto peligro como en otras. “Para mí esto es como un jardín de niños”. Ortiz dice que pasó por prisiones peores: “Las duras son esas en las que no sabes si mañana vas a amanecer, en las que hay gente que ya no tiene salida, que nunca van a salir y que te matan por un peso. En esas tienes que andar con un ojo al gato y otro al garabato”. De la de Veracruz tiene quejas específicas. Dice que se pasaba mucho frío y que daban tan poco y tan mal de comer –“Un caldo con cinco chayotes y unos frijoles, eso era todo”– que entró pesando 97 kilos y en dos meses estaba en 75. La de Durango le pareció mejor. Dice que los fines de semana les ponían una película.
–¿Recuerda alguna?
–La vida es bella. Cada vez que la veo me pone triste.
–¿Puede explicar de qué trata?
–Es la historia de un judío que se lo llevan a un campo de concentración y que es un tipo astuto y se lleva a su hijo con él, y como están en guerra le dice que todo es un juego, y que tienen que hacer puntos para que les den un tanque de guerra.
-Hablando de tanques. ¿Quién le puso su apodo?
–Un chamaco de Tepito. Decía, mira, este está como un tanque, y así me quedó. No sé qué habrá sido de aquel chamaquito, tiene muchos años que no sé nada de él.
De nuevo se acerca un preso. “Mi Tanque”, dice como saludo, y pide fuego para encenderse un cigarrillo.
A Ortiz le quedan ocho años de condena. Aspira a que se la reduzcan por buen comportamiento y que lo dejen libre en un año. Además afirma que la condena que está cumpliendo es injusta. Dice que no se ha podido probar que hubiese extorsionado a nadie. Lo que reconoce a medias es su condena anterior. De 1998 a 2002 estuvo preso por tráfico de droga. Lo acepta a medias porque, según él, cuando lo detuvieron ya llevaba un tiempo sin traficar y lo que hicieron fue ponerle encima unas dosis que no eran suyas. Cuenta que en los noventa pasó unos años de “necesidad” en los que vendió cocaína para salir adelante. En esa época, según dice, iba armado con un revólver de calibre 38.
–¿Y cuánta coca vendía a la semana?
–Poquito, en aquellos tiempos no se vendía mucho. Unos 25 gramos a la semana.
El Tanque dice que no es una “paloma blanca” pero tampoco “un gigante del crimen”. Se considera un tipo que cometió errores pero que los pagó multiplicados injustamente a la enésima potencia, y subraya que él nunca ha matado a nadie. Admite, eso sí, que conoce bien el mundo de la mafia. Por esta razón no alcanza a entender la lógica del secuestro en que se llevaron a su hijo. Se pasa veinte minutos hablando de posibles explicaciones. Primero se pregunta cómo pudieron llevarse a 12 personas en una zona de “perímetro turístico”. Luego dice que el Gobierno “sabe cómo está la situación” –pero que hay “algo” que no quieren que salga a la luz pública–. También especula con que haya sido una operación de un cartel grande en apoyo de una banda local a la que quiere usar para adueñarse en la capital de una zona de tráfico de droga.
Lo que no entiende es qué tenía en la cabeza el grupo que raptó a 12 tipos en medio de la capital, sabiendo que eso iba a poner todos los focos sobre el asunto. “Uno no sabe”, dice, “hay que buscarle la razón por todos los lados”. El Tanque solo afirma que él no tiene nada que ver y que su hijo adolescente no es un delincuente. También cree que Jerzy no está muerto. “He estado pidiéndole a Dios que me cuide a mi niño, y mi padre Dios dice que está vivo. Puede estar tirado en el piso, amarrado de las manos y los pies, pero creo que mi hijo no está muerto”. En 1998, durante su primera estancia en prisión, Jorge Ortiz se convirtió del catolicismo al evangelismo.
Un convicto rapado, tatuado y con ropas holgadas de rapero se acerca a ofrecer un par de tortuguitas talladas en madera. El Tanque le pide con suavidad que se vaya. Parece un hombre con los nervios templados. Su tórax y sus bíceps son como los de un acorazado, pero su presencia no es desasosegante, a diferencia de la de algunos presos enclenques que andan por el patio con cien recovecos en la mirada.
Ortiz tiene los dientes frontales de arriba semi hundidos. “Se me deformaron desde chico, porque me chupaba mucho el dedo”. En su familia, según cuenta, eran cinco hermanos y sus padres, y vivían en dos habitaciones de cuatro por cuatro. Su madre vendía fritangas en la calle y su padre, que falleció hace diez años de un infarto, era fayuquero, como se le llama en México a los que venden productos que no han pagado aduana. Vivían en Tepito. A los ocho años él empezó a trabajar de limpiabotas, o bolero, y fue a la escuela hasta los 13. Ortiz recuerda que en su infancia y en su primera juventud el barrio era menos violento. Dice que de niños jugaban al fútbol americano en la calle hasta las cuatro de la madrugada sin miedo a que les pasase nada. Las tacleadas las hacían sobre el cemento, pero según dice se divertían. Ahora bien, aquel Tepito también era bronco. El Tanque recuerda que de niño le impresionó mucho que una noche vio una pelea a machetazos afuera de una pulquería. “Eran dos señores. Los machetes sacaba chispas, y yo veía la sangre regándose por todos los lados”, dice Ortiz sentado en el patio de la cárcel.
Este hombre de fama negra afirma sin mover una pestaña que él es un hombre pacífico. Dice que nunca fue “peleón”. Incluso afirma que si a su hijo Jerzy le sucediese lo peor, él no buscaría venganza. El Tanque dedica las primeras horas de la mañana en la cárcel a hacer ejercicio para liberar estrés y durante el resto del día lo que más le gusta es leer. Estos días se está leyendo un libro que le regaló otro preso: La Cabaña, de William P. Young.
“Es la historia de una familia de Ohio que se va un día de campo y le secuestran a una hija. La matan y ellos encuentran el vestido lleno de sangre. El padre pierde la fe en todo. Pero un día llega una carta a su buzón en la que le dicen que vaya a una cabaña, y en la firma ponen Papá, que es como le llamaba su esposa a Dios. Él toma la decisión de ir a la cabaña. Está vieja, destrozada. No hay nadie. En el suelo ve una mancha de sangre de su hija. Empieza a renegar y agarra un palo y empieza a destrozar los muebles que quedaban en la cabaña, y al final cae de agotamiento en el piso. Al salir de la cabaña nota que le da un destello de luz, se voltea y ve que la cabaña está hermosa. Entonces le abre la cabaña una mujer afroamericana, grande y gorda, y le dice que ella es Papá. Él dice, qué onda. Y sale de otro lado una mujer vietnamita y dice soy el Espíritu Santo. Luego aparece un judío que es carpintero y le dice que él es Jesús. Y ahí voy, en esa parte del libro”.
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