Sobre la reforma universitaria
Poner el cascabel al gato es lograr que los cambios se apliquen y no queden diluidos en la burocracia. La clave es dar los instrumentos a las autoridades académicas para que actúen contra los grupos de presión
Hace unos días, EL PAÍS proponía 10 reformas en defensa de la
democracia y el progreso económico, entre otras un pacto educativo que
garantice la formación de capital humano y la investigación, basado en
un sistema de criterios, incentivos y controles ajeno a los vaivenes
políticos. Unos días más tarde, el Ministerio de Educación hacía
públicas las propuestas para la mejora y eficiencia del sistema
universitario español de la comisión de expertos nombrada hace unos
meses por el propio ministro. El problema que se pretende resolver,
según se deduce del texto, es el exceso de uniformidad y la escasa
diversidad del sistema universitario español que ni atiende debidamente
las necesidades sociales de formación e investigación ni tiene
instituciones de prestigio entre las primeras 200 del mundo.
¿Garantizarían dichas propuestas esa imprescindible y urgente
transformación de tan vetusta institución en caso de que llegaran a
convertirse en la cuarta ley universitaria de la democracia?
Personalmente tengo serias dudas al respecto.
El documento es claro y está bien redactado. Reconoce la contribución de la universidad a la sociedad, muy inferior a la que se espera de ella, e identifica algunos de los males que le impiden mejorar, entre otros muchos: el perfil académico de los profesores, con un bajísimo índice de investigadores entre ellos; unas titulaciones prácticamente idénticas en campus situados a escasos kilómetros unos de otros; las malas prácticas de contratación y la extrema burocratización de la vida académica; y, por supuesto, la ausencia de verdaderos controles externos. No hay duda de que la universidad sería mejor si se asumieran la mayor parte de las propuestas, es decir: si las oposiciones fueran públicas y abiertas internacionalmente; si la investigación fuera determinante para acceder a un puesto docente y para ocupar cargos de responsabilidad; si las universidades compitieran y colaboraran entre sí; si hubiera una mayor movilidad de estudiantes y profesores; si los claustros fueran más reducidos y operativos; si los rectores fueran nombrados entre académicos de “reconocido prestigio”. Las propuestas son quizá las mejores de los últimos años, sin ser ni novedosas ni revolucionarias; lo importante sin embargo no es que lo sean, sino que resulten eficaces para mejorar sustancialmente la universidad.
Ahora bien, nada hace prever que la universidad sea capaz de reformarse a sí misma simplemente porque una nueva ley así lo diga. Las grandes universidades contemporáneas no han surgido de proyectos de reforma de las ya existentes, sino de verdaderas refundaciones en las que la selección de su principal activo, los profesores, ha sido tan importante como el diseño del nuevo entorno institucional. En España, este proceso no se ha llevado nunca a cabo. En los dos últimos siglos, solo dos textos legislativos han contemplado la renovación completa de sus claustros como paso previo a la reforma de la universidad, con garantías económicas para quienes se vieran forzados a abandonarla: el reglamento de 1821 y el Estatuto de Autonomía de la Universidad de Barcelona de 1933, por motivos muy distintos, como es fácil imaginar. La depuración de los claustros universitarios tras la Guerra Civil se hizo por otras vías legales. Llegada la democracia, la Ley de Reforma Universitaria de 1983 estableció un nuevo marco institucional, pero al mismo tiempo consolidó en sus puestos, e incluso promocionó, a los profesores vinculados a la universidad en aquel momento, a través de las disposiciones transitorias, con lo cual cometió una especie de suicidio administrativo. Bajo el amparo de una mal definida “autonomía universitaria” y en ausencia de mecanismos eficaces de control social, dichos profesores patrimonializaron la universidad, aplicando de la ley lo que les convenía y soslayando lo que no les interesaba, con la total pasividad del ministerio. Algunas de las propuestas sugeridas por el actual comité de expertos las contemplaba la propia LRU, como la necesidad de implantar una contabilidad analítica, que 30 años después aún no existe; o el requisito de que nadie pudiera aspirar a un puesto de funcionario en la universidad donde se hubiera doctorado sin antes pasar uno o dos años en otra universidad, requisito que se soslayó durante años mediante “certificaciones” pactadas entre universidades hasta que, según me confesó el entonces secretario de Estado, se anuló mediante decreto “para adecuar la ley a la realidad”.
Siguiendo la tradición española, las propuestas no proponen una renovación de los claustros universitarios, sino la consolidación de los derechos adquiridos de funcionarios y profesores acreditados, entre los que yo misma me encuentro. No se plantean, tampoco, una cuestión de fondo de la que depende el éxito del nuevo diseño institucional: cómo conseguir que los más de 51.101 profesores funcionarios, “de los cuales el 57,6% tiene una actividad investigadora nula o inexistente”, según el informe, a los que se suman más de 50.000 entre interinos y contratados cuyos méritos se desconocen, acepten la reforma y no la dinamiten desde dentro, con o sin la ayuda de algún que otro partido político. El meollo del problema está en poner el cascabel al gato, es decir, en encontrar la manera de que la reforma verdaderamente se aplique, en lugar de quedar diluida en una maraña de legislación y guerrilla burocrática, como ha ocurrido con las anteriores. La clave está en los instrumentos que se otorguen a las nuevas autoridades académicas para que puedan actuar contra el poderoso lobby universitario en lugar de ser, como las actuales, su cabeza visible. El fracaso de los consejos sociales, que debían haber defendido los intereses de la sociedad frente los corporativos, es sintomático y se debe a que han carecido de esos medios de actuación. Fueron los incentivos y los instrumentos los que fallaron, no la idea en sí, lo que debe tenerse muy presente en el futuro.
Es cierto que las propuestas recomiendan implantar incentivos, tanto personales como institucionales. Pero sus sugerencias en esta materia son muy pobres y se limitan a aconsejar el establecimiento de diferencias salariales entre los profesores, hoy escasísimas, y a proponer que el sistema de financiación de las universidades se vincule a la docencia e investigación y “al extraordinario valor que su actividad aporta al conjunto de la sociedad” cuya “estimación es muy compleja”. Los expertos pasan la patata caliente al ministerio para que “establezca un conjunto de criterios e indicadores objetivos”, es decir, proponen que se estudie el tema. Sorprende que no hayan analizado los distintos modelos de financiación de las universidades públicas que muchas comunidades autónomas tienen ya implantados y que contemplan ese tipo de “indicadores objetivos”. El de la Comunidad de Madrid, negociado y aprobado siendo yo misma responsable de la política universitaria y de investigación, recogía ambas vertientes, docencia e investigación, y fue un poderoso incentivo para que las universidades iniciaran un gradual proceso de cambio. Por desgracia, no ha tenido continuidad.
Los incentivos, especialmente los económicos, provocan respuestas inmediatas por parte de las instituciones y de los individuos; las regulaciones, por el contrario, solo desatan mecanismos de resistencia al cambio que, de hecho, acaban desvirtuando el nuevo marco institucional. Sin incentivos adecuados y sin controles posteriores eficaces no hay reforma verdadera. Lamentablemente, sin embargo, la aportación de las propuestas en ambos sentidos es claramente insuficiente y contrasta con lo prolijo del resto de las recomendaciones, que se insertan en la mejor tradición intervencionista y reguladora española. Espero que el actual Gobierno sea consciente de los obstáculos a los que se enfrenta una auténtica reforma de la universidad y tenga la voluntad política de establecer un marco institucional adecuado, de vacunarlo contra los virus académicos y políticos que han hecho abortar tantos otros proyectos bien intencionados, de dotar a los nuevos responsables universitarios de los incentivos adecuados para implantarlos en un medio hostil al cambio, y de dar a la sociedad los mecanismos de control imprescindibles que garanticen su éxito.
El país se juega su futuro.
Clara Eugenia Núñez es profesora titular de Historia Económica (UNED) y exdirectora de Universidades e Investigación de la Comunidad de Madrid
El documento es claro y está bien redactado. Reconoce la contribución de la universidad a la sociedad, muy inferior a la que se espera de ella, e identifica algunos de los males que le impiden mejorar, entre otros muchos: el perfil académico de los profesores, con un bajísimo índice de investigadores entre ellos; unas titulaciones prácticamente idénticas en campus situados a escasos kilómetros unos de otros; las malas prácticas de contratación y la extrema burocratización de la vida académica; y, por supuesto, la ausencia de verdaderos controles externos. No hay duda de que la universidad sería mejor si se asumieran la mayor parte de las propuestas, es decir: si las oposiciones fueran públicas y abiertas internacionalmente; si la investigación fuera determinante para acceder a un puesto docente y para ocupar cargos de responsabilidad; si las universidades compitieran y colaboraran entre sí; si hubiera una mayor movilidad de estudiantes y profesores; si los claustros fueran más reducidos y operativos; si los rectores fueran nombrados entre académicos de “reconocido prestigio”. Las propuestas son quizá las mejores de los últimos años, sin ser ni novedosas ni revolucionarias; lo importante sin embargo no es que lo sean, sino que resulten eficaces para mejorar sustancialmente la universidad.
Ahora bien, nada hace prever que la universidad sea capaz de reformarse a sí misma simplemente porque una nueva ley así lo diga. Las grandes universidades contemporáneas no han surgido de proyectos de reforma de las ya existentes, sino de verdaderas refundaciones en las que la selección de su principal activo, los profesores, ha sido tan importante como el diseño del nuevo entorno institucional. En España, este proceso no se ha llevado nunca a cabo. En los dos últimos siglos, solo dos textos legislativos han contemplado la renovación completa de sus claustros como paso previo a la reforma de la universidad, con garantías económicas para quienes se vieran forzados a abandonarla: el reglamento de 1821 y el Estatuto de Autonomía de la Universidad de Barcelona de 1933, por motivos muy distintos, como es fácil imaginar. La depuración de los claustros universitarios tras la Guerra Civil se hizo por otras vías legales. Llegada la democracia, la Ley de Reforma Universitaria de 1983 estableció un nuevo marco institucional, pero al mismo tiempo consolidó en sus puestos, e incluso promocionó, a los profesores vinculados a la universidad en aquel momento, a través de las disposiciones transitorias, con lo cual cometió una especie de suicidio administrativo. Bajo el amparo de una mal definida “autonomía universitaria” y en ausencia de mecanismos eficaces de control social, dichos profesores patrimonializaron la universidad, aplicando de la ley lo que les convenía y soslayando lo que no les interesaba, con la total pasividad del ministerio. Algunas de las propuestas sugeridas por el actual comité de expertos las contemplaba la propia LRU, como la necesidad de implantar una contabilidad analítica, que 30 años después aún no existe; o el requisito de que nadie pudiera aspirar a un puesto de funcionario en la universidad donde se hubiera doctorado sin antes pasar uno o dos años en otra universidad, requisito que se soslayó durante años mediante “certificaciones” pactadas entre universidades hasta que, según me confesó el entonces secretario de Estado, se anuló mediante decreto “para adecuar la ley a la realidad”.
Siguiendo la tradición española, las propuestas no proponen una renovación de los claustros universitarios, sino la consolidación de los derechos adquiridos de funcionarios y profesores acreditados, entre los que yo misma me encuentro. No se plantean, tampoco, una cuestión de fondo de la que depende el éxito del nuevo diseño institucional: cómo conseguir que los más de 51.101 profesores funcionarios, “de los cuales el 57,6% tiene una actividad investigadora nula o inexistente”, según el informe, a los que se suman más de 50.000 entre interinos y contratados cuyos méritos se desconocen, acepten la reforma y no la dinamiten desde dentro, con o sin la ayuda de algún que otro partido político. El meollo del problema está en poner el cascabel al gato, es decir, en encontrar la manera de que la reforma verdaderamente se aplique, en lugar de quedar diluida en una maraña de legislación y guerrilla burocrática, como ha ocurrido con las anteriores. La clave está en los instrumentos que se otorguen a las nuevas autoridades académicas para que puedan actuar contra el poderoso lobby universitario en lugar de ser, como las actuales, su cabeza visible. El fracaso de los consejos sociales, que debían haber defendido los intereses de la sociedad frente los corporativos, es sintomático y se debe a que han carecido de esos medios de actuación. Fueron los incentivos y los instrumentos los que fallaron, no la idea en sí, lo que debe tenerse muy presente en el futuro.
Es cierto que las propuestas recomiendan implantar incentivos, tanto personales como institucionales. Pero sus sugerencias en esta materia son muy pobres y se limitan a aconsejar el establecimiento de diferencias salariales entre los profesores, hoy escasísimas, y a proponer que el sistema de financiación de las universidades se vincule a la docencia e investigación y “al extraordinario valor que su actividad aporta al conjunto de la sociedad” cuya “estimación es muy compleja”. Los expertos pasan la patata caliente al ministerio para que “establezca un conjunto de criterios e indicadores objetivos”, es decir, proponen que se estudie el tema. Sorprende que no hayan analizado los distintos modelos de financiación de las universidades públicas que muchas comunidades autónomas tienen ya implantados y que contemplan ese tipo de “indicadores objetivos”. El de la Comunidad de Madrid, negociado y aprobado siendo yo misma responsable de la política universitaria y de investigación, recogía ambas vertientes, docencia e investigación, y fue un poderoso incentivo para que las universidades iniciaran un gradual proceso de cambio. Por desgracia, no ha tenido continuidad.
Los incentivos, especialmente los económicos, provocan respuestas inmediatas por parte de las instituciones y de los individuos; las regulaciones, por el contrario, solo desatan mecanismos de resistencia al cambio que, de hecho, acaban desvirtuando el nuevo marco institucional. Sin incentivos adecuados y sin controles posteriores eficaces no hay reforma verdadera. Lamentablemente, sin embargo, la aportación de las propuestas en ambos sentidos es claramente insuficiente y contrasta con lo prolijo del resto de las recomendaciones, que se insertan en la mejor tradición intervencionista y reguladora española. Espero que el actual Gobierno sea consciente de los obstáculos a los que se enfrenta una auténtica reforma de la universidad y tenga la voluntad política de establecer un marco institucional adecuado, de vacunarlo contra los virus académicos y políticos que han hecho abortar tantos otros proyectos bien intencionados, de dotar a los nuevos responsables universitarios de los incentivos adecuados para implantarlos en un medio hostil al cambio, y de dar a la sociedad los mecanismos de control imprescindibles que garanticen su éxito.
El país se juega su futuro.
Clara Eugenia Núñez es profesora titular de Historia Económica (UNED) y exdirectora de Universidades e Investigación de la Comunidad de Madrid
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